Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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Y así fue. En esos quince días Hernando había podido comprobar cómo aumentaba el número de caballos. Los moriscos volvían a las sierras con su rey y le juraban fidelidad hasta la muerte.
— El marqués de Mondéjar ha sido destituido como capitán general del reino y le han llamado a la corte —le explicó un día el Gironcillo, mientras él herraba al alazán, que continuaba sosteniendo el peso del enorme monfí y su arcabuz con el cañón más largo de todas las Alpujarras. Hernando, con el casco del caballo apoyado sobre su muslo, levantó la cabeza hacia él—. Han vencido los escribanos y leguleyos de la Cancillería, los mismos que nos quitaron nuestras tierras y que no tardaron en hacer llegar al rey sus quejas por el perdón que concedía el marqués a nuestro pueblo. ¡Quieren exterminarnos!
Con un gesto de la mano, Hernando apremió al Gironcillo a que le alcanzase la herradura.
—¿Quién manda ahora en las tropas cristianas? —inquirió el muchacho antes de martillear sobre el clavo que debía fijar la herradura al casco.
El Gironcillo se mantuvo en silencio observando la pericia del muchacho.
—El príncipe Juan de Austria —contestó tras el último golpe—, hijo bastardo del emperador, hermanastro del rey Felipe II, un jovenzuelo altanero y soberbio. Dicen que el rey ha ordenado que el tercio y las galeras de Nápoles vengan a España para ponerse a las órdenes del príncipe, del duque de Sesa y del comendador mayor de Castilla. La cosa va en serio.
Hernando soltó la mano del alazán y se irguió frente al monfí; pese al frío invernal, el sudor le corría por la frente.
—Si tan en serio va la cosa, ¿por qué vuelven a las sierras los moriscos? Quizá fuera mejor aceptar la rendición, ¿no?
Fue un guarnicionero recién llegado a las sierras, a quien Aben Humeya había encargado el cuidado de frenos, arreos y monturas, quien contestó a aquella pregunta. El hombre se acercaba, pendiente de las explicaciones del Gironcillo.
—Ya lo hicimos —vociferó todavía a unos pasos de ellos. Ambos se volvieron hacia el guarnicionero—. Algunos aceptamos esa rendición, ¿y qué conseguimos? Que nos robaran. Que nos mataran y que esclavizaran a nuestras mujeres e hijos. Los cristianos no han respetado las salvaguardas concedidas por el marqués de Mondéjar. Mejor morir luchando por nuestra causa que a traición y a manos de canallas.
—El príncipe y las nuevas tropas tardarán en llegar a Granada —intervino el Gironcillo—. Mientras tanto, no existe autoridad alguna. Mondéjar ha sido apartado y a Vélez le ha desertado la mayoría del ejército y aún no sabe cuál va a ser su nuevo papel en la guerra. Miles de soldados desmandados recorren las Alpujarras saqueando, apresando y matando a la gente de paz. Quieren hacer dinero y volver a sus casas antes de que Juan de Austria se haga cargo de la situación.
Lo que hacía cerca de cuatro meses se había planteado como una insurrección en defensa de las costumbres, de la justicia y de la tradicional forma de vida musulmana, se convertía ahora en una nueva rebelión, una lucha por la vida y la libertad. La rendición y la sumisión sólo ocasionaban la muerte y la esclavitud. Y los moriscos de todas las Alpujarras, acompañados de sus familias y cargados con sus escasas pertenencias, acudían en masa a Sierra Nevada, donde estaba su rey.
Fátima no abandonó a Aisha pese a los ruegos de ésta de que así lo hiciera. Brahim la humillaba a diario, buscando siempre que la muchacha se hallara presente, como si quisiera recordarle, una y otra vez, que ella era la causa de la desgracia de Aisha. Aquil, a sus siete años, imitaba a su padre y buscaba su aprobación en una conducta violenta y desconsiderada hacia su madre. Las dos mujeres se refugiaron la una en la otra: Fátima trataba de consolar a Aisha en silencio, acercándose a ella con delicadeza, sintiéndose culpable; Aisha la recibía como si se tratase de una de sus hijas muertas en Juviles, e intentaba convencerla con su cariño de que no la consideraba responsable de sus penas. No hablaron de su dolor: ambas evitaron hacerlo. Y con cada desplante, con cada insulto, se consolidaba más y más la relación que las unía.
Cuando concluía su trabajo con los caballos, Hernando se convertía en un espectador permanentemente atormentado. Aisha no le permitía intervenir ante la violencia de Brahim; él no podía acercarse a Fátima, quien de todos modos parecía seguir enfadada. Sin embargo, como no podía renunciar a las dos únicas personas a las que amaba, permanecía fuera de la cueva, vigilante, atento a que su padrastro cumpliese con el trato de no maltratar a su madre, aferrando el alfanje de Hamid siempre que Brahim andaba cerca y oía los insultos que dedicaba a su madre. Fátima no había vuelto a dirigirle la palabra; era Aisha quien, en silencio, le llevaba la comida todas las noches.
Y cuando en la sierra se escuchaba la llamada a la oración, se lanzaba a ella, devoto. Una noche... incluso invocó a la Virgen de los cristianos. Andrés, el sacristán de Juviles, le había asegurado la capacidad de la Virgen para interceder ante Dios. Se encomendó a ella recordando también las enseñanzas de Hamid:
—Nosotros, los musulmanes, defendemos a Maryam, creemos en su virginidad. Sí —insistió el alfaquí ante el gesto de sorpresa de su pupilo—, así lo dicen el Corán y la Suna. No escuches a quienes insultan su pureza y castidad; los hay, muchos, pero sólo lo hacen olvidando nuestras enseñanzas... para oponerse todavía más a los cristianos, para humillar aún más sus creencias. Pero en eso se equivocan: Maryam es uno de los cuatro modelos perfectos de mujer y efectivamente parió a Isa, aquél a quien ellos llaman Jesucristo, sin perder la virginidad. Y así la defendió Isa desde la cuna. Tal como nos enseña el Corán, Isa, al poco de nacer, ya habló y defendió la virginidad de su madre de los insultos de sus familiares, incrédulos ante el parto. —Pese a su fe ciega en Hamid, Hernando seguía reticente, con los ojos entornados. ¿Cómo iban ellos, los moriscos, a defender a la madre del dios cristiano?—. Piensa —añadió Hamid para convencerle— que cuando el Profeta logró al fin conquistar La Meca y entró triunfal en la Kaaba, ordenó que se destruyeran todos los ídolos: Hubal, patrón de La Meca, Wad, Suwaa, Yagut, Yahuq, Nasr y otros tantos, así como que se borraran las pinturas de los muros... excepto la que se encontraba debajo de sus manos: era un mural de Maryam y su hijo. Ten en cuenta —añadió con seriedad— que a Maryam nunca tocó el pecado primero; nació pura, así lo sostiene el Corán y la Suna.
Pero ¿acaso no había sido uno de los sacerdotes del hijo de Maryam quien violó a su madre cuando era una niña indefensa?, se preguntó en silencio Hernando esa noche. ¿Acaso no era ése el origen de la desgracia de su madre? Su padrastro lo aullaba una y otra vez: ¡el nazareno! Y él lo escuchaba con los puños apretados, clavándose las uñas en las palmas. ¡Todos lo oían! Y de no gozar del favor de Aben Humeya, tal hubiera sido el trato que él habría recibido de los demás moriscos. Lo presentía: los veía mirarle de reojo y murmurar a sus espaldas. Pero ni el dios de los cristianos pese a la suplicada intercesión de Maryam, ni el de los musulmanes, acudieron en ayuda de Aisha..., de Fátima o de él.
Pasaban los días y Aben Humeya aprovechó la indecisión de sus enemigos y el incondicional apoyo de sus gentes para reorganizarse y, sobre todo, rearmarse. Nombró nuevos gobernadores de las taas de las Alpujarras y estableció un sistema fiscal para su corona: el diezmo de frutos y cosechas y el quinto de los botines que se hicieran sobre los cristianos. Acababa de iniciarse la época de navegación: aventureros, arráeces y jenízaros acudían a al-Andalus en ayuda de sus hermanos. ¡Por fin los alpujarreños empezaron a ver aquellos soldados de la Sublime Puerta que tantas veces les habían prometido!
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