Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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El rey de Granada y Córdoba obtuvo dos importantes victorias sobre las tropas cristianas que enfervorizaron a sus gentes: una en Órgiva, contra una compañía del príncipe, y la otra en el mismo puerto de la Ragua, contra un centenar de soldados del marqués de los Vélez.
Tras esas escaramuzas llegó un período de calma en las Alpujarras: hasta tal punto que en Ugíjar se estableció un mercado tan importante como pudiera serlo el de Tetuán. La afluencia de mercaderes y la actividad comercial decidieron a Aben Humeya a poner una aduana para la recaudación de impuestos por las numerosas transacciones que se llevaban a cabo.
Los dos triunfos también aportaron a las cuadras de las que se ocupaba Hernando un gran número de caballos capturados a los cristianos.
— Debes aprender a montar —le dijo un día el propio rey, de inspección en el llano en el que se encontraban los animales, rodeado por varios arcabuceros de la guardia de corps creada expresamente para su seguridad—. Sólo así llegarás a conocerlos bien. Además... —Aben Humeya le dedicó una sonrisa—, mis hombres de confianza deben acompañarme a caballo.
Hernando miró a los caballos. Sólo había montado una vez, junto al Gironcillo, huyendo de Tablate, y sin embargo... ¿qué tenía aquel hombre que le inspiraba confianza? ¿Su sonrisa? Ladeó la cabeza hacia el rey. ¿Su porte de caballero veinticuatro de Granada y rey de los moriscos? ¿Su donaire y gallardía?
Aben Humeya mantuvo su sonrisa.
—Venga —le apremió.
El rey le dejó elegir y Hernando embridó un caballo morcillo que tenía por el más manso y dócil de los que cuidaba. Nada más apretar la cincha, los reflejos rojizos del pelo negro del animal cobraron vida y brillaron con fuerza al sol de Sierra Nevada. Dudó antes de llevar el pie al estribo; jinete y caballo respiraban aceleradamente. Se volvió hacia el rey y éste le hizo un gesto con la mano para que montase. Calzó su pie izquierdo en el estribo y tomó impulso con la pierna derecha, pero en el momento en que lo hacía, el morcillo relinchó y salió a galope tendido.
Le fue imposible dominarlo y a los dos trancos cayó de espaldas, y rodó entre piedras y matorrales. Aben Humeya se acercó a él pero Hernando se levantó con rapidez, aún dolorido, y evitó la mano que el rey le tendía. Algunos de los arcabuceros reían.
—Primera lección —le dijo Aben Humeya—: no son estúpidas mulas ni borricos. Nunca debes dar por cierto que un caballo se comportará igual contigo pie a tierra que sobre él. —Hernando le escuchaba con la mirada fija en el morcillo. ¡El caballo mordisqueaba placenteramente unos matojos unos pasos más allá!—. Continúa intentándolo —añadió el rey—. Hay dos formas de montar a caballo: una, a la brida, la que usan los cristianos de todos los pueblos, quizá los castellanos los que menos por lo que han aprendido de nosotros, con sus grandes y pesadas armaduras que les impiden muchos movimientos. Cuando el Diablo Cabeza de Hierro monta en sus caballos, éstos tiemblan y se orinan. Yo lo he visto. Los domina y somete con crueldad... la misma que utiliza con los hombres. Nosotros, los musulmanes, montamos diferente: a la jineta, como hacen los berberiscos en los desiertos, con los estribos cortos, manejando al caballo con piernas y rodillas y no sólo con la brida y las espuelas. Sé duro si tienes que serlo, pero sobre todo, sé inteligente y sensible. Sólo con esas virtudes conseguirás dominar a estos animales.
Hernando hizo ademán de ir en busca del morcillo, pero el rey le llamó la atención:
—Ibn Hamid, has elegido un animal de capa negra. Los colores de los caballos responden a los cuatro elementos: aire, fuego, agua y tierra. Los morcillos como éste han tomado su color de la tierra y son melancólicos, por eso te puede parecer tranquilo, pero también son viles y cortos de vista, por eso te ha desmontado.
Tras estas palabras, el rey dio media vuelta y le dejó solo con los caballos y con la incógnita de cuáles eran los elementos a los que respondían las otras capas y qué virtudes y defectos se les atribuían.
Diariamente, ya fuera en el momento de comer o por las noches, volvía a la cueva dolorido, algunos días renqueando, otros cojeando ostensiblemente; en más de una ocasión tuvo que comer con una sola mano. Sin embargo, ya por simple fortuna ya por su juventud, ninguna de las muchas caídas que sufrió le produjo fracturas de consideración. Al menos, en cuanto ponía el pie en el estribo de alguno de los caballos, se olvidaba de Aisha y de Fátima, de Brahim y de todos los moriscos que murmuraban a sus espaldas... y eso era lo que necesitaba.
En algunas ocasiones el mismísimo rey cabalgaba con él y le enseñaba. Como noble que era, Aben Humeya dominaba la equitación. Entre ambos se estableció una relación que bordeaba la amistad mientras cabalgaban por las sierras. El rey le habló de los juegos de cañas y de las corridas de toros en las que había participado a lo largo de su vida y también del significado de los demás colores de las capas de los caballos: los blancos, que provenían del agua, flemáticos, blandos y tardíos; los castaños, del aire, de templados movimientos, alegres y ligeros; y los alazanes, del fuego, coléricos, ardientes y veloces.
—El caballo que logre participar de todos esos colores y combinarlos en su capa, en las coronas de los cascos, las cuartillas o las cañas, en las estrellas de su frente o en los remolinos, en sus crines o en la cola, será el mejor —le dijo una mañana el rey.
Aben Humeya cabalgaba tranquilamente sobre un alazán tostado; Hernando peleaba una vez más con el morcillo, que el rey le había regalado.
Al caer la tarde Hernando volvía con sus mulas, junto a la cueva. Entonces Aisha y Fátima le observaban pasar cabizbajo, tras un saludo a todos y a nadie, y refugiarse entre sus animales, como si acudiese a aquel lugar sólo por ellos. Sin embargo, las dos mujeres se daban cuenta de que el muchacho jamás olvidaba su alfanje, que acariciaba instintivamente tan pronto como se escuchaba la voz de Brahim. Sólo hablaba con sus mulas, principalmente con la Vieja. Todos los moriscos de las cuevas de los alrededores, algo celosos de los favores que el rey prodigaba al nazareno, habían tomado partido por Brahim y, si alguno dudaba, tampoco quería buscarse problemas con el imponente arriero.
Aisha sufría en silencio al ver a su hijo en ese estado, y ni siquiera Fátima pudo permanecer ajena a la melancolía que embargaba a Hernando. Durante los primeros días, la ira la había llevado a actuar con desdén. ¿Cuántas veces había pensado en ello durante el mes en que estuvo de viaje? Aquella noche había estado esperándole: Aisha le consiguió un poco de perfume, sólo unas gotas, y ella, en cuanto oyó que el barullo en la tienda del rey empezaba a decaer, lo dejó correr entre sus pechos fantaseando con las caricias de Hernando. ¡Pero él no apareció! El deseo se convirtió en desprecio: se imaginó escupiendo a sus pies tan pronto volviera, dándole la espalda, gritándole... ¡Pegándole incluso! Luego llegó el desvergonzado acoso de Brahim, sus miradas lascivas, sus roces, sus constantes insinuaciones... Cuando tuvo conocimiento de que Brahim, enterado de la muerte de su esposo y de que no tenía otros parientes, había pedido su mano al rey, maldijo a Hernando y le insultó entre lágrimas. La noche en que Hernando la salvó de Mecina y le informó de la decisión del rey, se sintió ofendida y aliviada a la vez. Cierto, ya no debía casarse con el odioso Brahim, pero ¿qué se creía Hernando? ¿Que él o el rey iban a decidir el futuro de Fátima y de su hijo sin contar con ella?
Pero los días pasaban y él siempre volvía para vigilarlas, erguido o a veces cojeando debido a alguna caída, resignado al desprecio con que era tratado, pero también siempre dispuesto a salir en su defensa: lo había demostrado soportando la paliza de Brahim sin protestar. El nazareno, le llamaban todos a sus espaldas. Aisha se había visto obligada a contarle la razón de aquel mote y la muchacha, por primera vez desde que Hernando retornara, sintió cómo se le agarrotaba la garganta. ¿Creería Hernando que ella también era partícipe de ese desprecio? ¿Qué pensaría allí, solo entre sus mulas?
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