Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
Здесь есть возможность читать онлайн «Ildefonso Falcones - La mano de Fátima» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Старинная литература, spa. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:La mano de Fátima
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 80
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
La mano de Fátima: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «La mano de Fátima»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
La mano de Fátima — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «La mano de Fátima», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Lo que no imaginaba Hernando, ni Aben Humeya, ni al-Hashum en su travesía nocturna, era que tanto Uluch Ali, beylerbey de Argel, como el sultán de la Sublime Puerta tenían sus propios proyectos. Efectivamente, tan pronto como llegaron las primeras noticias del levantamiento morisco, el beylerbey de Argel hizo un llamamiento a su pueblo para acudir en ayuda de los andaluces, pero ante la cantidad de gente de guerra bien dispuesta que acudió a la convocatoria decidió que era mejor utilizarla para sus propios fines y se lanzó a la conquista de Túnez, entonces en manos de Muley Hamida. Como contrapartida dictó un bando por el que autorizaba a cualquier aventurero a viajar a España, al tiempo que concedía el perdón a todos aquellos delincuentes que se alistasen en la guerra de al-Andalus. También dispuso una mezquita en la que recogió todas las armas —que fueron muchas— que los hermanos en la fe de los andaluces quisieron aportar a la revuelta, pese a que al final optara por venderlas en lugar de donarlas. Otro tanto sucedió con el sultán, en Constantinopla: la revuelta de los moriscos españoles significaba un nuevo frente de guerra para el rey de España, y le abría las puertas a la conquista de Chipre, para cuya empresa empezó a prepararse tras contestar a su gobernador en Argel y ordenarle que, como simple muestra de buena voluntad, enviase doscientos jenízaros turcos a al-Andalus.
Hernando oía música de laúdes y dulzainas a medida que se acercaba a Mecina, cuyas construcciones, como en la mayoría de los pueblos de las Alpujarras altas, escalaban arracimadas las estribaciones de Sierra Nevada montándose unas encima de otras. También existía alguna vivienda grande, como la de Aben Aboo, primo de Aben Humeya, donde éste solía acudir en busca de refugio. Era ya de noche cuando Hernando ató la mula y entró en Mecina. El jolgorio guió sus pasos. No podía dejar de pensar que le faltaba muy poco para ver a Fátima, quien debía de seguir en el campamento de la sierra. ¿Qué le diría? ¿Cómo se disculparía?
Llegó justo a tiempo de presenciar cómo la novia, tatuada con alheña y vestida con una alcandora a modo de camisa, era trasladada a casa de su esposo, sentada sobre las manos unidas de dos de sus parientes, con los ojos cerrados y sin que sus pies llegasen a tocar en momento alguno el suelo. Se sumó a la alegre comitiva. Las mujeres todavía gritaban las albórbolas o «yuyús» especiales de las bodas, cumpliendo la ley musulmana que establecía que los casamientos debían ser públicos y paladinos. Nadie en Mecina podía negar que, tras las debidas exhortaciones a los contrayentes, aquél no hubiera sido un enlace público y evidente. La novia llegó a la pequeña puerta de la casa de dos pisos del esposo, con la gente aglomerada en la callejuela, y alguien le proporcionó un mazo y un clavo que ésta martilleó en la puerta. Luego, entre gritos, accedió a su nuevo hogar con el pie derecho.
A partir de ese momento, la novia, acompañada de todas las mujeres que pudieron entrar en la pequeña casa, fue conducida al tálamo, situado en la planta superior de la vivienda, donde ella misma debía cubrirse con una sábana blanca y esperar tendida y quieta, callada y con los ojos cerrados, mientras las mujeres le hacían regalos. Todas ellas, presintiendo la derrota y la vuelta de sacerdotes y beneficiados prestos a vigilar el cumplimiento de los bandos y órdenes que les prohibían el uso de sus trajes y costumbres, se aferraron a sus ritos y accedieron a la casa con el rostro cubierto para destapárselo en la intimidad de la cámara nupcial, allí donde los hombres no estaban.
Hernando tuvo problemas para llegar hasta la puerta de la casa; muchos eran los que intentaban entrar con el novio en las estancias del piso inferior, demasiados para su cabida.
—Tengo que ver al rey —dijo a la espalda de un anciano que ya en la calle le impedía el paso.
El hombre se volvió y le atravesó con la mirada de unos ojos ya cansados. Luego bajó la vista al alfanje que colgaba del cinto del muchacho. Nadie iba armado en Mecina.
—Aquí no hay ningún rey —le recriminó. Sin embargo, le abrió el paso e incluso avisó a los que le precedían para que hicieran lo propio—. Recuérdalo —insistió en el momento en que Hernando pasaba por su lado—. Aquí no hay ningún rey.
Como si se hubiera transmitido el mensaje a lo largo de la fila de hombres que esperaba, Hernando pudo llegar desde la calle a la diminuta estancia en la que los hombres se arremolinaban alrededor del novio. Le costó encontrar a Aben Humeya. Antes descubrió a Brahim, que comía dulces mientras charlaba y reía junto a algunos monfíes que Hernando conocía de vista, del campamento. Brahim parecía contento, pensó en el momento en que sus miradas se cruzaron. Desvió la vista de su padrastro y se topó con la de Aben Humeya, que le reconoció al instante. El monarca vestía con sencillez, como cualquiera de los muchos moriscos de Mecina. Se acercó a él.
—La paz, Ibn Hamid —le saludó el rey—. ¿Qué noticias me traes?
Hernando le relató el viaje.
—Me alegro —le interrumpió Aben Humeya con un gesto de su mano en cuanto el muchacho le confirmó que, con la ayuda de Dios, al-Hashum debía haber desembarcado ya en Berbería—. Pese a tu edad, eres un leal servidor. Ya lo has demostrado antes. Vuelvo a estarte agradecido y te compensaré, pero ahora disfrutemos de la fiesta. Ven, acompáñame.
Los hombres ya se dirigían al piso superior, donde les esperaban las mujeres con los rostros cubiertos. La mayoría llevaba algún regalo: comida, monedas de blanca, útiles de cocina, alguna pieza de tela... que entregaban a las dos mujeres que ejercían de maestras de ceremonias, erguidas a ambos lados de la cabecera de la cama. Hernando no llevaba nada. Sólo los parientes más cercanos podían exigir ver a la novia, tapada y quieta bajo la sábana blanca. Aquella prerrogativa le fue concedida también al rey, que premió a la novia con una moneda de oro, y las maestras de ceremonias alzaron la sábana delante de Aben Humeya.
—¡Comamos! —dijo el rey, una vez hubo hecho los honores.
La fiesta, dada la humildad del hogar de los recién casados, se trasladó a las calles y a las demás viviendas. Los óbolos a los novios cesaron, y éstos se encerraron para dejar transcurrir los preceptivos ocho días durante los que serían alimentados por sus familias. Aben Humeya y Hernando se dirigieron entonces a la casa de Aben Aboo, donde se preparaba un cordero al son de laúdes y atabales. Era una casa rica, con muebles y tapices, perfumada y con sirvientes. Brahim formaba parte del grupo de hombres de confianza que los acompañaba.
Antes de que las mujeres se dirigieran a una estancia separada, Hernando buscó a su madre. Ignoraba si habría bajado al pueblo con su padrastro y anhelaba verla. Pero todas iban con los rostros cubiertos y la mayoría de ellas eran de constitución similar a la de Aisha. Brahim seguía riendo junto a otros hombres en un extremo del jardín, bajo un gran moral: su rostro, atractivo y curtido por el sol, parecía haber rejuvenecido en esos días. Hernando jamás lo había visto tan contento. Decidió acercarse al grupo de su padrastro.
—La paz —saludó. Todos le sacaban una cabeza y titubeó antes de continuar—: Brahim, ¿dónde está mi madre? —preguntó al fin.
Su padrastro lo miró, como si no esperase encontrarle allí.
—En la sierra —contestó haciendo ademán de volverse y continuar con su charla—. Al cuidado de tus hermanos y del hijo de Fátima —añadió como de pasada.
Hernando se sobresaltó; ¿le sucedía algo a la muchacha?
—¿Del hijo de Fátima? ¿Por qué...? —balbuceó.
Brahim no se molestó en responder, pero lo hizo por él uno de los hombres del grupo.
—En breve tu nuevo hermano —comentó éste antes de soltar una carcajada y propinar una fuerte palmada sobre la espalda del arriero.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «La mano de Fátima»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «La mano de Fátima» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «La mano de Fátima» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.