Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—Te queda maravillosa —mintió la muchacha, levantándose y acomodándosela sobre los hombros—. ¡Estate quieto! —Le regañó con simpatía—. Pareces un príncipe.

Aun a través de la rica pedrería que le cubría los hombros, Hernando notó las manos de Fátima y enrojeció. Percibió su aroma; podía... podía tocarla, alzarla de la cintura. Pero no lo hizo. Fátima jugueteó unos segundos con la marlota con los ojos bajos, antes de volverse para coger con delicadeza el turbante. Se trataba de un tocado de oro y seda encarnada adornado de plumas y garzotas; en el rizo de las plumas lucía una inscripción en esmeraldas y pequeñas perlas.

—¿Qué dice aquí? —le preguntó ella.

—Muerte es esperanza larga —leyó.

Fátima se colocó delante de él y, poniéndose de puntillas, lo coronó. Él notó la leve presión de los senos contra su cuerpo y tembló, a punto de desmayarse al notar las manos de Fátima descendiendo hasta abrazarse a su cuello y quedar colgada de él.

—Ya he sufrido una muerte —le susurró al oído—. Preferiría encontrar la esperanza en vida. Y tú me la has salvado en dos ocasiones. —La nariz de Fátima rozó su oreja. Hernando permanecía inmóvil, azorado—. Esta guerra... Quizá Dios me permita empezar de nuevo... —musitó ella, y apoyó la cabeza sobre su pecho.

Hernando se atrevió a cogerla de la cintura y Fátima le besó. Primero lo hizo con suavidad, deslizando los labios entreabiertos sobre su rostro hasta llegar a la boca, una y otra vez. Hernando cerró los ojos. Sus manos se crisparon sobre los costados de la muchacha al percibir el sabor de Fátima en su boca; toda ella fue detrás de aquella lengua que le horadaba. Y le besó, le besó mil veces mientras sus manos recorrían la espalda de Hernando: por encima de la empedrada marlota primero, por debajo de ella después, deslizando las uñas por su espina dorsal.

—Ve con el rey —le dijo de repente, separándose—. Yo te esperaré.

«Yo te esperaré.» Hernando abrió los ojos al son de tal promesa. Lo primero con que se topó fue con los inmensos ojos de Fátima fijos en él. No había en ellos ni un atisbo de vergüenza; el deseo inundaba el chamizo. Bajó la mirada hasta los pechos de la muchacha, por debajo del colgante dorado: unas grandes manchas redondas de leche hacían resaltar sus pezones erectos a través de la camisa, pegada a ellos. Fátima cogió la mano derecha de Hernando y la puso sobre uno de sus senos.

—Te esperaré —prometió.

13

Al campamento de Aben Humeya iban llegando gentes que todavía creían en la sublevación, pero también era abandonado por aquellos otros que habían perdido la esperanza y que desertaban para acudir a la llamada del marqués de Mondéjar, que seguía admitiendo a los rendidos y les otorgaba salvaguarda para que viviesen en sus lugares. La gran tienda del rey carecía del boato de su alojamiento en Ugíjar, aunque estaba relativamente bien provista de alimentos. Hernando, incómodo por las lujosas prendas que vestía, con el alfanje al cinto junto a la bolsa de los reales, fue recibido con honores. Tras entregar la espada a una mujer, le acomodaron entre el Gironcillo, que le recibió con una sonrisa, y el Partal. Buscó a Brahim con la mirada entre los presentes, pero no lo encontró.

—La paz sea con aquel que protegió los tesoros de nuestro pueblo —le saludó Aben Humeya.

Un murmullo de asentimiento se escuchó en la tienda y Hernando se encogió todavía más entre los inmensos jefes monfíes que le flanqueaban.

—¡Disfruta, muchacho! —Exclamó el Gironcillo, dándole una fuerte palmada en la espalda—. Esta fiesta es en tu honor.

Todavía sentía el golpe del Gironcillo en su espalda cuando la música empezó a sonar. Varias mujeres jóvenes entraron con cuencos llenos de uvas pasas y jarras de limonada, que aderezaron con una pasta que llevaban en unos saquitos. Depositaron las jarras en las alfombras, frente al círculo de hombres sentados. Bebieron y c omieron, mirando a las bailarinas que danzaban en el centro de la tienda: unas veces solas, otras de la mano de algún jefe monfí. Hasta el Gironcillo, torpón, bailó con una muchacha de movimientos traviesos. ¡E incluso cantó!

— ¡Quién danzara ya la zambra — aulló, tratando de seguir a la muchacha—, quitado de querellas, con hermosas moras bellas..., en ti, mi querida Alhambra!

¡La Alhambra! Hernando recordó la fortaleza recortada contra Sierra Nevada, coloreando Granada de rojo al atardecer, y se imaginó bailando con Fátima en los jardines del Generalife. ¡Decían que eran maravillosos! Su pensamiento voló hacia Fátima, hacia el cuerpo de la joven y el colgante de oro entre sus pechos... el mismo que llevaba la bailarina que en ese momento le tomaba de la mano y le obligaba a levantarse. Escuchó algún aplauso y gritos de ánimo mientras la joven le hacía moverse. Todo giraba a su alrededor. Sus pies bailaban con agilidad, pero no podía detenerlos... ni controlarlos. La muchacha reía y se acercaba a él; sentía su cuerpo, como poco antes había sentido el de Fátima...

Mientras bailaban, una de las mujeres trajo más jarras de bebida. Las dejó en el suelo, extrajo de un saquito una pasta hecha con apio y simiente de cáñamo, la introdujo en la limonada y la removió, tal y como llevaba haciendo con todas las jarras que hasta el momento había servido.

El Gironcillo brindó con el Partal y dio un largo trago.

—Hashish —suspiró—. Parece que hoy no lo usaremos para luchar contra los cristianos. —El Partal asintió mientras daba cuenta de su bebida—. ¡Bailemos pues en la Alhambra! —añadió alzando el vaso con la droga disuelta.

Hernando no volvió a sentarse. Los laúdes y las sonajas cesaron y la muchacha, agarrada a su joven compañero de baile, interrogó con la mirada a Aben Humeya. El rey entendió y le dio su consentimiento con una sonrisa. El muchacho se vio arrastrado por la bailarina hacia el exterior de la tienda, hasta un chamizo en el que se encontraban otras mujeres que atendían al rey. Ni siquiera buscó intimidad. Se lanzó sobre él mientras las demás miraban. Lo desnudó apresuradamente sin que Hernando fuera capaz de resistirse y luego se puso a desatar sus propios bombachos y las gruesas medias enrolladas desde los tobillos hasta las rodillas. En ello estaba cuando se oyó decir a una de las mujeres:

—¡No está retajado!

Todas se acercaron a Hernando y dos de ellas hicieron ademán de acercar su mano hasta el miembro erecto del muchacho. Sin dejar de luchar con sus bombachos, ya a media pantorrilla, la bailarina entrecerró los ojos y protegió el pene con una de sus manos.

—¡Fuera! —gritó, golpeando a las demás con la mano que tenía libre—. Ya lo probaréis después.

Hernando despertó con la boca reseca y un tremendo dolor de cabeza. ¿Dónde estaba? La luz del amanecer que empezaba a colarse en el chamizo le recordó vagamente la noche, la fiesta... ¿y después? Intentó moverse. ¿Qué se lo impedía? ¿Dónde estaba? La cabeza parecía a punto de reventarle. ¿Qué...? Unos brazos gordos, flácidos y pesados lo rodeaban. Entonces notó su contacto: el de su cuerpo desnudo contra... Saltó del lecho de ramas. La mujer ni siquiera se inmutó; gruñó y siguió durmiendo. ¿Quién era aquella mujer? Hernando observó sus enormes pechos y su inmensa barriga, todo desparramado de lado sobre la manta que cubría las ramas. ¿Qué había hecho? Un solo muslo de aquella matrona era más ancho que sus dos piernas juntas. Las arcadas y el frío le asaltaron al mismo tiempo. Examinó el interior del chamizo: estaban solos. Se levantó y buscó su ropa con la mirada. La encontró tirada aquí y allá y trató de protegerse del frío. ¿Qué había sucedido?, se preguntó, tiritando mientras se vestía. El simple roce de la ropa sobre su entrepierna le abrasó. Se miró el miembro: aparecía descarnado. El pecho, sus brazos y piernas mostraban arañazos. ¿Y su rostro? Encontró parte de un espejo roto y se miró: también estaba arañado, y su cuello y mejillas amoratados aquí y allá como si le hubieran succionado la sangre. Trató de remontarse a la fiesta, que ganó frescor en su memoria... El baile... La bailarina. El rostro de la joven acudió a su memoria, contraído, bailando... A horcajadas sobre él, montándolo y agarrándole de las manos para llevarlas a sus pechos, igual que poco antes hiciera... Luego la bailarina se mordió el labio inferior, y aulló de placer, y varias mujeres se echaron encima de él, y le dieron de beber, y... ¡Fátima! ¡Prometió esperarle! Buscó su nueva marlota. No estaba. Se llevó la mano al cinto que acababa de atarse instintivamente... Tampoco estaba la bolsa con los reales, ni el tocado de oro... ¡ni la espada de Hamid!

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