Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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Sacudió a la mujer.

—¿Dónde está la espada? —La gorda refunfuñó en sueños. Hernando la zarandeó con más fuerza—. ¿Y mis dineros?

—Vuelve conmigo —protestó la morisca después de abrir los ojos—. Eres muy fuerte...

—¿Y mis ropas?

La mujer pareció despertar.

—No las necesitas. Yo te calentaré —le susurró, mostrándose obscenamente.

Hernando apartó la mirada de aquel obeso cuerpo, todo él depilado.

—¡Perra! —la insultó mientras se volvía para escudriñar el interior del chamizo. Era la primera vez que insultaba a una mujer—. ¡Perra! —repitió, apesadumbrado, al comprobar que había desaparecido todo.

Se encaminó a la cortinilla que hacía las veces de puerta, pero casi no pudo andar del dolor que le producía el roce de las ropas. Caminaba escocido, con las piernas abiertas.

Pese a que había amanecido, el campamento se hallaba en un extraño silencio. Vio al monfí que montaba guardia en la entrada de la cercana tienda de Aben Humeya y se dirigió a él.

—Las bailarinas me han robado —soltó sin saludarle.

—Veo que también te has divertido con ellas —replicó el guardia.

—Me han robado todo —insistió—: los diez ducados, la marlota, el tocado...

—La gran mayoría del ejército ha desertado esta noche —le interrumpió el monfí, esta vez con voz cansina.

Hernando volvió la mirada hacia el campamento.

—La espada —musitó—. ¿Para qué quieren la espada si se van a entregar a los cristianos?

—¿Tu espada? —preguntó el monfí. Hernando asintió—. Espera. —El hombre entró en la tienda y al cabo de unos segundos reapareció con el alfanje de Hamid en las manos—. Te la quitaste al entrar en la fiesta —le dijo cuando se la entregaba—. Es incómodo sentarse con ella.

Hernando la cogió con delicadeza. Al menos no había perdido la espada, pero... ¿habría perdido a Fátima?

Hernando clavó las uñas sobre el alfanje que le devolvió el morisco que montaba guardia frente a la tienda de Aben Humeya. Recorrió la mirada por el campamento, casi desierto tras la huida nocturna de gran parte del ejército, y se dirigió al chamizo en el que se alojaban Brahim, Aisha y Fátima, pero a cierta distancia se escondió apresuradamente tras una de las chozas vacías: Fátima salía de la tienda. Llevaba a Humam en brazos. La vio alzar la cabeza al cielo, limpio y frío, y se parapetó detrás del ramaje cuando la muchacha, con el semblante muy serio, se fijó en el campamento. ¿Qué decirle? ¿Que lo había perdido todo? ¿Que acababan de forzarle unas bailarinas y había despertado en brazos de una matrona depilada? ¿Cómo mostrarse ante ella con el cuerpo arañado y el cuello y el rostro amoratado? Podía..., podía mentirle, sí, decirle que el rey le había retenido durante toda la noche. Podía hacer eso pero... ¿Y si ella quería entregarse a él como le prometió? ¿Cómo mostrarle su miembro desollado? ¿Su entrepierna hinchada y mordida? Ni siquiera se había atrevido a examinarlo con detenimiento, pero le dolía; le escocía al andar. ¿Cómo explicarle todo aquello? La observó abrazar a Humam, como refugiándose en el niño. La vio acunarlo sobre su pecho, besarlo en la cabeza, tierna y melancólicamente, y desaparecer en el interior de la choza.

¡Le había fallado! Se sintió culpable y avergonzado, tremendamente avergonzado y, sin pensarlo, escapó de allí. Empezó a correr sin rumbo, pero al pasar por delante de la tienda de Aben Humeya, el guardia le detuvo.

—El rey quiere verte.

Hernando entró en la tienda, ofuscado y resoplando. Aben Humeya le recibió en pie, ya vestido, ostentosamente, como si nada sucediese.

—El ejército... —farfulló al tiempo que indicaba hacia el campamento—. Los hombres... —Aben Humeya se acercó a Hernando y fijó la mirada en los moratones que aparecían en su cuello—. ¡Han huido! —gritó el muchacho incomodado.

—Lo sé —contestó con serenidad el rey, no sin dejar escapar una picara sonrisa ante el aspecto de su visitante—, y no puedo recriminárselo. —En ese momento accedió a la tienda un monfí grande y fuerte, al que Hernando tenía visto y que se mantuvo en silencio—. Luchamos sin armas. Nos están aniquilando en todas las Alpujarras. Después de Paterna, el marqués de Mondéjar ha rendido muchos pueblos, pero se muestra magnánimo y les concede el perdón. Por eso huyen los hombres, en busca del perdón, y por eso te he mandado llamar. —Hernando hizo un gesto de sorpresa, pero Aben Humeya le contestó con una franca sonrisa—. Los hombres volverán, Ibn Hamid, no te quepa duda. Hace ya casi dos meses, tras mi coronación, envié a mi hermano menor Abdallah en solicitud de ayuda al bey de Argel. Todavía no tengo noticias suyas. Entonces sólo pude hacerle llegar una carta... ¡palabras! —Añadió dando un manotazo al aire—. Hoy tenemos un cuantioso botín con el que procurar su voluntad. ¡Mis hombres huyen, cierto, y la prometida ayuda no llega! Ahora mismo partirás con el oro en dirección a Adra. Te acompañará al-Hashum. —Aben Humeya hizo un gesto hacia el monfí que se hallaba en la tienda—. Él embarcará y llevará el oro a Berbería, a nuestros hermanos creyentes en el único Dios. Tú volverás a darme cuenta. El camino será peligroso, pero debéis llegar a la costa y haceros con una fusta. Una vez en Adra, no os será difícil conseguir lo necesario para cruzar el estrecho con el oro del que disponéis y la ayuda de los moriscos de la zona. ¿Está todo preparado? —preguntó al monfí.

—La mula ya está cargada —contestó al-Hashum.

—Que el Profeta os acompañe y os guíe, pues —les deseó el rey.

Hernando siguió al monfí. ¡Partían hacia Adra, en la costa, lejos de allí! ¿Qué pensaría Fátima? Parecía triste... pero el rey se lo ordenaba, sí, eso era. ¡Ahora mismo!, había ordenado. Siquiera tenía tiempo de despedirse. ¿Y su madre? Rodearon la tienda. Al lado opuesto de donde se encontraba el guardia, les esperaba una de las mulas de la mano de Brahim. Su padrastro le miró de arriba abajo, entornando los párpados ante los moratones.

—¿Y los regalos del rey? —vociferó el arriero.

Hernando titubeó, como siempre que se hallaba delante de Brahim.

—No los necesito para el viaje —contestó al tiempo que simulaba comprobar los arreos de la mula—. Voy a despedirme de mi madre.

—Debemos partir ya —intervino al-Hashum.

Brahim escondió una sonrisa.

—Tienes una misión que cumplir —dijo con firmeza—. No es momento para llantos de madres. Yo se lo contaré todo.

A su pesar, Hernando asintió. Los dos hombres montaron y Brahim los vio partir. Por una vez se alegraba de la confianza que el rey depositaba en su hijastro. El arriero sonrió abiertamente al recordar la voluptuosidad del cuerpo de Fátima.

14

La tierra está llana?»

En condiciones normales, el viaje les hubiera supuesto entre tres y cuatro jornadas, pero Hernando y su compañero tuvieron que avanzar por senderos intransitables y campo a través, escondiéndose y evitando las muchas partidas de soldados cristianos que recorrían la tierra saqueando los lugares, robando, matando y violando a las mujeres, y después ponerlas en cautiverio. Acostumbraban a ser grupos de veinte hombres, sin capitán y sin alférez que portase bandera alguna; hombres codiciosos y violentos que escudados en el nombre del Dios cristiano tomaban venganza sobre los moriscos con el único fin de enriquecerse.

La lentitud del paso benefició a Hernando, que no cejó hasta encontrar las hierbas necesarias con las que procurarse un remedio para su entrepierna.

A la altura de Turón, agazapados tras unos espesos matorrales, mientras esperaban con la mula trabada en un cerro a que un hatajo de canallas pusiera fin a su rapiña, presenciaron cómo uno de los soldados cristianos se separaba del grupo y arrastraba del cabello a una niña de no más de diez años que no cesaba de aullar y patear. Se dirigía hacia donde estaban escondidos. Los dos al tiempo llevaron la mano a sus armas. Justo delante de ellos, al otro lado de los matorrales, el hombre abofeteó a la chiquilla hasta postrarla a sus pies; luego empezó a desatarse los calzones sonriendo con sus dientes negros. Hernando desenvainó el alfanje a la espera de que el soldado expusiese la nuca al lanzarse sobre la criatura, pero notó la presión de la mano de al-Hashum sobre su antebrazo. Se volvió hacia él y lo vio negar con la cabeza. Las lágrimas surcaban el rostro del monfí. Hernando obedeció y envainó lentamente, mirando cómo desaparecía el filo de la hoja en la vaina. Tampoco pudieron escapar de allí por no descubrirse. Al-Hashum, grande y curtido, fuerte, permaneció con la cabeza gacha, sollozando en silencio. Él no pudo. Fue incapaz de cerrar los ojos. Clavaba las uñas sobre el sagrado alfanje de Hamid, con mayor fuerza a medida que el llanto de la niña disminuía hasta llegar a convertirse en un gimoteo casi inaudible.

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