Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—Hernando —Rafaela se dirigió a su esposo con dureza—. Te he entregado mi vida. Estoy..., estoy dispuesta a renunciar a los dogmas de mi Iglesia y a compartir contigo la fe en María y el destino que te aguarda, pero jamás, ¿me escuchas? —Masculló—, jamás te compartiré con otra mujer.

Finalizó sus palabras señalando a Fátima con el índice.

—¿Y qué otra alternativa tienes, cristiana? —le dijo ésta—. ¿Crees que te dejarán embarcar con él hacia Berbería? No te lo permitirán. ¡Y te quitarán a los niños! Lo sabéis ambos. Lo he visto mientras esperaba: los arrancan sin la menor compasión de los brazos de sus madres... —Fátima dejó que las palabras flotaran en el aire y entrecerró los ojos al comprobar que Rafaela mudaba el semblante ante la posibilidad de perder a sus pequeños. La comprendió, entendió su dolor al pensar en su propio hijo, muerto por culpa de esos cristianos, pero al mismo tiempo el recuerdo la enfureció. Era una cristiana, no merecía su compasión—. ¡Lo he visto! —Insistió Fátima con terquedad—. En cuanto comprueben que ella no tiene papeles moriscos, que es una cristiana, la detendrán, la acusarán de apostasía y os quitarán a los niños.

Rafaela se llevó las manos al rostro.

—Hay cientos de soldados vigilando —prosiguió Fátima.

Rafaela sollozó. El mundo parecía desdibujarse a su alrededor. El cansancio, la emoción, la tremenda sorpresa. Todo pareció unirse en un instante. Sintió que le fallaban las piernas, que le faltaba el aire. Sólo oía las palabras de aquella mujer, cada vez más difusas, cada vez más lejos...

—No tenéis escapatoria. No hay forma de salir del Arenal... Sólo yo puedo ayudaros...

Entonces Rafaela, ahogando un gemido, se desmayó.

Los niños corrieron a su lado, pero fue Hernando quien, apartándolos, se arrodilló junto a ella.

—¡Rafaela! —Dijo, palmeándole las mejillas—. ¡Rafaela!

Desesperado, miró a su alrededor. Sus ojos se cruzaron, sólo un instante, con los de Fátima, pero ese fugaz contacto sirvió para que ésta comprendiese, antes que él incluso, que lo había perdido.

—No me abandones —suplicaba Rafaela, medio aturdida—. No nos dejes, Hernando.

Miguel, los niños y Fátima observaban a la pareja algo alejada de ellos, junto a la ribera del río, adonde Hernando había llevado a su esposa. Rafaela aún tenía el semblante pálido, su voz seguía siendo trémula; no se atrevía ni a mirarle.

Hernando todavía sentía el aroma de Fátima en su piel. No hacía mucho rato se había entregado a ella, deseándola; hasta había soñado fugazmente, unos meros instantes, en la felicidad que le proponía. Pero ahora... Observó a Rafaela: las lágrimas corrían por sus mejillas mezclándose con el polvo del camino que llevaba pegado en su rostro. Vio temblar el mentón de Rafaela, que trataba de reprimir sus sollozos como si quisiera presentarse ante él como una mujer dura, decidida. Hernando apretó los labios. No lo era: era la muchacha a la que había librado del convento, aquella que poco a poco, con su dulzura, había ganado su corazón. Era su esposa.

—No te dejaré nunca —se oyó decir a sí mismo.

La tomó de las manos, dulcemente, y la besó. Luego la abrazó.

—¿Qué haremos? —escuchó que le preguntaba ella.

—No te preocupes —musitó tratando de parecer convincente.

Los niños no tardaron en rodearles.

—Ahora hay algo que debo hacer... —empezó a decir Hernando.

Miguel se separó cuando vio acercarse a Hernando donde todavía estaba Fátima.

—He venido a buscarte, Hamid ibn Hamid —le recibió ella con seriedad—. Creía que Dios...

—Dios dispondrá.

—No te equivoques. Dios ya ha dispuesto esto —añadió señalando la muchedumbre que se apretujaba en el Arenal.

—Mi sitio está con Rafaela y mis hijos —dijo él. La firmeza de su tono no admitía réplica.

Ella tembló. Su rostro se había convertido en una máscara bella y dura. Fátima hizo ademán de marchar, pero antes de dar un solo paso volvió sus ojos hacia él:

—Yo sé que todavía me amas.

Tras estas palabras, Fátima dio media vuelta y empezó a alejarse.

—Espera un momento —le rogó Hernando. Corrió hacia donde estaban los caballos y volvió enseguida, con un paquete en sus manos; rebuscaba en su interior al llegar a su lado—. Esto es tuyo —dijo entregándole la vieja mano de oro. Fátima la cogió con mano temblorosa—. Y esto... —Hernando le acercó la copia árabe del evangelio de Bernabé de la época de Almanzor—, estos escritos son muy valiosos, muy antiguos y pertenecen a nuestro pueblo. Yo debía intentar hacerlos llegar a manos del sultán. —Fátima no cogió los pliegos—. Sé que te sientes defraudada —reconoció Hernando—. Como bien has dicho antes, es difícil que escape de aquí, pero lo intentaré y si lo consigo, continuaré luchando en España por el único Dios y por la paz entre nuestros pueblos. Entiéndeme, puedo arriesgar mi vida, puedo arriesgar la de mi esposa y hasta la de mis hijos, puedo incluso renunciar a ti..., pero no puedo arriesgar el legado de nuestro pueblo. No puedo hacerme cargo de esto, Fátima. Los cristianos no deben hacerse con él. Guárdalo tú en homenaje a nuestra lucha por conservar las leyes musulmanas y haz con él lo que consideres más oportuno. Cógelo, por Alá, por el Profeta, por todos nuestros hermanos.

Ella extendió una mano hacia el legajo.

—Piensa que te amé —aseguró entonces Hernando—, y que seguiré haciéndolo hasta mi... —Carraspeó y permaneció callado un instante—. Muerte es esperanza larga —susurró.

Pero Fátima había dado media vuelta antes de que él pudiera terminar la frase.

Sólo después de ver cómo Fátima desaparecía entre la muchedumbre, Hernando llegó a comprender la verdad de las palabras que ella había pronunciado. Sintió cómo se le encogía el estómago al recorrer el Arenal con la mirada. Miles de moriscos encarcelados en aquella superficie; soldados y escribanos dando órdenes sin cesar; gente embarcando; mercaderes y buhoneros tratando de aprovecharse de la última blanca de aquellas gentes arruinadas; sacerdotes pendientes de que nadie escapase con niños menores...

—¿Qué hacemos, Hernando? —inquirió Rafaela, aliviada al ver alejarse a aquella mujer. De nuevo estaban juntos, eran una familia. Los niños los rodeaban y esperaban, expectantes, ya todos junto a él.

—No lo sé. —No podía apartar la mirada de Rafaela y los niños. Había estado a punto de perderlos...—. Aun suponiendo que, de una forma u otra, tú pudieras embarcar como morisca, nunca dejarían hacerlo a los niños. Nos los robarían. Tenemos que escapar de este agujero. No hay tiempo que perder.

Bajo el resplandor que el atardecer arrancaba de los azulejos de la Torre del Oro, Hernando observó las murallas de la ciudad. Rafaela le imitó; Miguel también lo hizo. A sus espaldas no había salida: la propia muralla y el alcázar cerraban el paso. Algo más allá se hallaba la puerta de Jerez que daba acceso a la ciudad, pero estaba vigilada por una compañía de soldados, igual que la del Arenal y la de Triana. Sólo podía salirse de allí por el río Guadalquivir. Rafaela y Miguel vieron que Hernando negaba con la cabeza. ¡Eso era imposible! Bajo concepto alguno debían acercarse a los barcos, con los escribanos y sacerdotes vigilando la ribera. La única salida era la misma por la que habían accedido al Arenal, en el otro extremo, extramuros, aunque también se trataba de un lugar fuertemente vigilado por soldados. ¿Cómo podrían hacerlo?

—Esperadme aquí —les ordenó.

Cruzó el Arenal. Efectivamente, en la entrada se apostaba un cuerpo de guardia, provisto de armas, en unos chamizos precariamente construidos para recibir las columnas de moriscos. Hernando observó, sin embargo, que los soldados perdían el tiempo charlando o jugando a los naipes. Ya nadie entraba y ningún morisco se atrevía a intentar salir. Los cristianos que se hallaban en el Arenal lo abandonaban por las puertas de acceso a la ciudad, no por una zona que continuaba rodeando las murallas. Sin embargo... ¡Tenían que salir!

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