Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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Miguel volvió a las Alpujarras al cabo de casi veinte días, montado en una nueva mula y acompañado por don Pedro de Granada Venegas, a caballo, solo, sin la compañía de criado alguno. Podían refugiarse, les ofreció el noble, en las tierras que señoreaba en Campotéjar, en el límite de las provincias de Granada y Jaén, pero debían hacerlo como cristianos trasladados desde la capital granadina. Don Pedro consiguió que le falsificaran documentos que los acreditaban como ciudadanos granadinos, supuestamente cristianos viejos. Hernando se llamaba ahora Santiago Pastor; Rafaela, Consolación Almenar. Nadie se extrañaría de su traslado. La expulsión de los moriscos había dejado los campos vacíos, sin manos que los trabajaran, principalmente los del reino de Valencia, pero también los de otros lugares, y el señorío de los Granada Venegas no era una excepción. También le entregó dos cartas: una dirigida al criado que se ocupaba de los asuntos de su señorío y otra de presentación para el párroco de Campotéjar, amigo suyo, en la que encomiaba la religiosidad de quienes presentaba como sus más leales servidores y a los que garantizaba como personas temerosas de Dios. Miguel aparecía en los papeles como un familiar más. Si no cometían errores, nadie les molestaría, les aseguró don Pedro.
—¿Qué se sabe de los plúmbeos? —le preguntó Hernando en un aparte, antes de que el noble montase en su caballo para volver a la ciudad.
—El arzobispo continúa reteniendo los libros e interviniendo personalmente en su traducción. No permite la más mínima referencia a doctrinas musulmanas. Se está construyendo una colegiata en el Sacromonte en la que se veneran las reliquias, y un colegio para impartir estudios religiosos y de derecho. Hemos fracasado.
—Quizá algún día... —dijo Hernando, con la voz teñida de esperanza.
Don Pedro lo miró y negó con la cabeza.
—Aunque lo consiguiéramos, aunque el sultán o cualquier otro rey árabe diera a conocer el evangelio de Bernabé, ya no quedan musulmanes en España. Carecería de importancia.
Hernando fue a replicar, pero se contuvo. ¿Acaso don Pedro no otorgaba importancia al hecho de que saliera a la luz la verdad, con independencia de los moriscos españoles? Los nobles conversos habían logrado salvarse de la expulsión. Don Pedro había encontrado sus raíces cristianas a través de la aparición de Jesucristo que alguien había contado en un libro para su mayor grandeza. Los ayudaba, sí, pero ¿seguía creyendo en el único Dios?
—Os deseo una larga vida —añadió el noble al tiempo que echaba un pie al estribo de la montura—. Si tenéis algún problema, hacédmelo saber.
Luego partió al galope.
Epílogo
Hanse quedado muchos, particularmente donde hay bandos y son favorecidos...
El conde de Salazar al duque
de Lerma, septiembre de 1612
C ampotéjar, 1612
Habían transcurrido cerca de dos años desde aquella conversación y, efectivamente, no habían tenido ningún problema para establecerse en una apartada alquería del señorío de los Granada Venegas, bajo la protección de don Pedro, como antiguos criados suyos. Su forma de vida cambió. Hernando ya no poseía libros en los que refugiarse, ni siquiera papel o tinta con la que escribir. Tampoco caballos. El escaso dinero del que disponían no lo podía destinar a tales menesteres pero, de haberlos tenido, tampoco hubiera podido dedicarse a la caligrafía; la convivencia entre las familias que habitaban aquel lugar perdido en los campos era tan íntima y cerrada que sus vecinos se habrían dado cuenta y habrían desconfiado. Las puertas de las casas estaban permanentemente abiertas y las mujeres rezaban rosarios en un constante murmullo que llegó a convertirse en una cantinela propia del lugar. En alguna ocasión, no obstante, solos en los campos, con alguna ramita en la mano, casi inconscientemente, trazaba letras árabes sobre la tierra, que Rafaela o sus hijos borraban rápidamente con los pies. Sólo Muqla, que cada vez más tenía que atender al nombre de Lázaro, ya con siete años, fijaba sus ojos azules en aquellos grafismos, como tratando de retenerlos. Era al único de sus hijos al que Hernando continuaba enseñando la doctrina musulmana, siempre con el recuerdo del Corán que había escondido en el mihrab de la mezquita de Córdoba para que algún día él lo recuperase.
Salvo la excepción que hacía con Muqla, evitaba hablar de religión; ni siquiera enseñaba a los demás niños por miedo a que los descubriesen. Las gentes estaban revueltas y las denuncias contra los moriscos que habían logrado burlar la expulsión y esconderse eran constantes. Muerte, esclavitud, galeras o trabajo en las minas de Almadén, tales eran las penas que se imponían a los moriscos capturados. ¡No podía arriesgar la vida de sus hijos! Pero Muqla era diferente. Mostraba el mismo color de sus ojos, el legado del cristiano que violentó a su madre, el símbolo de la misma injusticia que impelió a los alpujarreños a alzarse en armas.
Hernando resopló, apoyó la larga vara en el suelo y se detuvo. Inconscientemente, fue a llevarse una mano a sus doloridos riñones, pero se dio cuenta a tiempo de que Rafaela le observaba y se reprimió.
—Descansa un rato —le aconsejó su esposa por enésima vez, sin dejar de doblar la espalda para recoger las aceitunas del suelo e introducirlas en un gran cesto.
Hernando apretó los labios y negó con la cabeza, pero se permitió observar a sus hijos durante unos instantes: Amin, que para el pueblo volvía a ser Juan, saltaba de una rama a otra del olivo. Reptaba por los troncos torcidos de los árboles para alcanzar aquellas aceitunas que se resistían a los golpes de la vara, igual que de niño hacía él con el viejo olivo que resistía al frío en uno de los bancales de Juviles; los otros cuatro ayudaban a su madre recogiendo la aceituna ya madura caída, o la que caía como resultado del vareo. Su hijo mayor tenía ya quince años y manejaba el largo palo con habilidad, pero si era Amin quien vareaba el árbol para que se desprendieran las aceitunas tardías, ¿qué le quedaba a él? No podía subirse al árbol con casi sesenta años.
Volvió a alzar la vara para golpear las ramas del olivo. Rafaela lo vio y negó con la cabeza.
—¡Terco! —gritó.
Hernando sonrió para sí tras dar un nuevo golpe. ¡Lo era! Pero debían recoger la aceituna. Igual que a muchas otras familias de aquellas tierras, les esperaban decenas de árboles alineados en lo que se les presentaba como una extensión interminable, y cuanto antes se llevase la aceituna a la almazara, mejor aceite se obtendría y mayores jornales ganarían ellos.
Al atardecer, agotados, se dirigieron a su hogar, un ruinoso y minúsculo edificio de dos plantas, que junto a otros cinco igual de destartalados, componían la pequeña alquería alejada del pueblo de Campotéjar.
Allí vivían desde que se habían trasladado, y trabajaban los campos por míseros jornales que les daban para alimentar a sus cinco hijos a duras penas. A menudo pasaban hambre, como todos los que se dedicaban a la tierra, pero estaban juntos, y eso les daba fuerzas.
Los domingos y fiestas de guardar acudían a misa en Campotéjar, donde se mostraban más piadosos que cualquiera de los vecinos. Desde 1610, el arzobispo de Castro, exacerbado defensor de los plomos del Sacromonte, había dejado la sede granadina para ocupar la hispalense. Desde Sevilla, a costa de su enorme patrimonio personal, continuaba con su labor de traducción de láminas y plomos y con la construcción de la colegiata sobre las cuevas, pero también se convirtió en el mayor impulsor del concepcionismo, haciendo de la pureza de la Virgen María la bandera de su episcopado. Las doctrinas acerca de la Inmaculada Concepción se transmitieron por toda España llegando a los rincones más recónditos y a las parroquias más pequeñas, como la de Campotéjar. Hernando y Rafaela escuchaban las apasionadas homilías sobre María, la misma Maryam a la que el Profeta había señalado como la mujer más importante en los cielos y a la que el Corán y la Suna reconocían idénticas virtudes que las que ahora se ensalzaban en las iglesias cristianas. Hernando y Rafaela, cada cual desde su propia fe, se unían alrededor de ella, él con respeto, ella con devoción.
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