Ildefonso Falcones - La mano de Fátima
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—Avisa al piloto para que disponga lo necesario para que una barcaza me lleve a tierra —ordenó Fátima a uno de los tres nubios que decidió comprar a través de Efraín. Si los anteriores, puestos para vigilarla por Shamir, habían cumplido bien su función, éstos harían lo mismo para protegerla, ahora bajo sus órdenes—. ¡Ve! —le gritó ante la mirada de duda del esclavo—. Vosotros me acompañaréis. No —se corrigió al pensar en la expectación que podían originar los tres grandes negros—, dile al piloto que disponga de cuatro marineros armados para que vengan conmigo.
Tenía que desembarcar. Sólo si buscaba entre la gente lo encontraría. Disponía de cédulas y autorizaciones suficientes. Efraín había cumplido con su encargo, como siempre, sonrió. La señora tetuaní figuraba como armadora de la carabela con autorización para una ruta con destino final en Berbería. Nadie la molestaría en el Arenal, se dijo Fátima, pero por si acaso..., palpó la bolsa repleta de monedas de oro que escondía entre sus ropas, podía sobornar a todos los soldados cristianos que corrían por la zona.
Descendió ágilmente hasta la barcaza y al cabo estuvo sentada junto a una sirvienta y a cuatro marineros catalanes que el piloto dispuso a sus órdenes.
Con los marineros abriéndole paso entre la muchedumbre, Fátima empezó a recorrer el Arenal manteniendo sus grandes ojos negros en todos cuantos la miraban con curiosidad. ¿Cuál sería el aspecto de su esposo?
Rafaela se sentó, exhausta y derrotada, sobre un tocón a la vera del camino y soltó a Salma y a Musa, que continuaron llorando pese a que la última parte del camino la habían hecho en brazos de su madre. Solo Muqla, a sus cinco años, había resistido en silencio, andando junto a ella, como si fuera verdaderamente consciente de la trascendencia del viaje. Pero la mujer no podía continuar. Llevaban varias jornadas de marcha en pos de los deportados cordobeses que sólo les adelantaban media jornada, pero no lograba darles alcance. ¡Media jornada! Los dos pequeños eran incapaces de andar ni siquiera un cuarto de legua más y su lento caminar la exasperaba, aunque también intuía que la marcha de los cordobeses era tan lenta como la suya. Había tirado la cesta con la comida, los había cogido a los dos, uno en cada brazo y había apresurado el paso. Pero ahora ya no aguantaba más. Le dolían las piernas y los brazos, tenía los pies llagados y los músculos de su espalda parecían a punto de reventar entre agudos y constantes pinchazos. ¡Y los pequeños continuaban lloriqueando!
Transcurrió el tiempo entre el silencio de los campos desiertos y los sollozos de los niños. Rafaela mantuvo la vista en el horizonte, allí donde debía estar Sevilla.
—Vamos, madre. Levantaos —la instó Muqla justo cuando vio que se llevaba las manos al rostro.
Ella negó con el rostro ya escondido. ¡No podía!
—Levantaos —insistió el pequeño, tironeando de uno de sus antebrazos.
Rafaela lo intentó, pero en cuanto apoyó el peso sobre sus piernas, éstas le fallaron y tuvo que sentarse de nuevo.
—Descansemos un rato, hijo —trató de tranquilizarle—, pronto continuaremos.
Entonces lo observó: sólo sus ojos azules brillaban límpidos, expectantes; el resto de él, sus cabellos, sus ropas, sus zapatos ya rotos, ofrecían un aspecto tan desastrado como el de cualquiera de los chiquillos que recorrían las calles de Córdoba mendigando una limosna. Sin embargo aquellos ojos... ¿sería fundada la confianza que Hernando depositaba en esa criatura?
—Ya hemos descansado muchas veces —se quejó Muqla.
—Lo sé. —Rafaela abrió los brazos para que su hijo se refugiase en ellos—. Lo sé, mi vida —sollozó a su oído cuando consiguió abrazarle.
Sin embargo, el descanso no hizo que se recuperase. El frío del invierno se coló en su cuerpo y sus músculos, en lugar de relajarse, se contrajeron en dolorosos aguijonazos hasta llegar a agarrotarse. Los pequeños jugueteaban distraídos entre las hierbas del campo. Muqla los vigilaba con un ojo siempre puesto en la espalda de su madre, presto a reemprender la marcha tan pronto la viera levantarse del tocón en el que continuaba sentada.
No lo conseguirían, sollozó Rafaela. Sólo las lágrimas parecían estar dispuestas a romper la quietud de su cuerpo y se deslizaban libres por sus mejillas. Hernando y los niños embarcarían en alguna nave rumbo a Berbería y los perdería para siempre.
La angustia fue superior al dolor físico y los sollozos se convirtieron en convulsiones. ¿Qué sería de ellos? Empezaba a sentir un tremendo mareo cuando un sordo alboroto se escuchó en la distancia. Muqla apareció a su lado, como salido de la nada, con la mirada puesta en el camino.
—Nos ayudarán, madre —la animó el pequeño buscando el contacto de su mano.
Una larga columna de personas y caballerías apareció a lo lejos. Se trataba de los moriscos de Castro del Río, Villafranca, Cañete y otros muchos pueblos que también se dirigían a Sevilla. Rafaela se enjugó las lágrimas, venció el dolor de su cuerpo y se levantó. Se escondió con sus hijos a unos pasos del camino, y cuando la columna pasó por delante de ellos y comprobó que ningún soldado le observaba, agarró a los pequeños y se confundió con las gentes. Algunos moriscos los miraron con extrañeza, pero ninguno de ellos les concedió importancia; todos ellos se dirigían al destierro, ¿qué más daba que alguien se sumase a la columna? Ella no se lo pensó dos veces: extrajo la bolsa con los dineros y pagó con generosidad a uno de los arrieros para que permitiese a Salma y a Musa encaramarse sobre un montón de fardos que transportaba una de las mulas. ¡Podían llegar a Sevilla a tiempo! La sola idea le proporcionó fuerzas para mover las piernas. Muqla caminó sonriente junto a ella, los dos cogidos de la mano.
Fátima tuvo que sobreponerse al hedor de miles de personas reunidas en las peores condiciones. Los gritos, el humo de las hogueras y de las frituras, el chapotear en el barro, los correteos de los niños que se colaban entre sus piernas, los llantos en algunos grupos o las zambras en otros, los empujones que llegó a recibir pese a la protección de los marineros, y el caminar de un lado al otro, a menudo pasando por el mismo lugar por el que ya lo habían hecho, la convenció de que aquélla no era la manera de conseguirlo. Llevaba mucho tiempo recluida en su lujoso palacio, aislada entre sus muros dorados, y notó que empezaba a sudar. Intentó controlar su nerviosismo: no quería presentarse ante Ibn Hamid sucia y desastrada después de tanto tiempo.
Preguntó por Hernando a unos soldados que la miraron como a una idiota antes de estallar en carcajadas.
—No tienen nombre. ¡Todos estos perros son iguales! —espetó uno de ellos.
Junto a la muralla, encontró un poyo en el que sentarse.
—Vosotros —ordenó dirigiéndose a tres de los marineros—, buscad a un hombre llamado Hernando Ruiz, de Juviles, un lugar de las Alpujarras. Ha venido con las gentes de Córdoba. Tiene cincuenta y seis años y ojos azules —«unos maravillosos ojos azules», añadió para sí—. Le acompañan un niño y una niña. Yo esperaré aquí. Os recompensaré generosamente si lo encontráis, a todos —agregó para tranquilidad del que obligaba a permanecer con ella.
Los hombres se apresuraron a dividirse en varias direcciones.
Mientras en el puerto de Sevilla aquellos marineros catalanes se mezclaban entre los moriscos, escrutaban en su derredor y preguntaban a gritos entre las gentes, zarandeando a quienes no les prestaban atención, Rafaela, en el camino, trataba de acompasar su ritmo al lento caminar de la columna de deportados. Los dolores habían cedido ante la esperanza, pero sólo ella parecía tener prisa. Las gentes caminaban despacio, cabizbajas, en silencio. «¡Ánimo! —le hubiera gustado gritar—. ¡Corred!» El pequeño Muqla, cogido de su mano, alzó el rostro hacia ella, como si leyera sus pensamientos. Rafaela apretó la mano de su hijo al tiempo que con la otra acariciaba a los dos pequeños que dormitaban agarrados a los fardos que transportaba la mula.
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