Ildefonso Falcones - La mano de Fátima

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—El hombre que buscáis está allí, señora —anunció uno de los marineros, a la vez que señalaba en dirección a la Torre del Oro—, junto a unos caballos.

Fátima se levantó del poyo en el que había permanecido sentada.

—¿Estás seguro?

—Sí. He hablado con él. Hernando Ruiz, de Juviles, me ha dicho que se llama.

La mujer notó cómo un escalofrío recorría su cuerpo.

—¿Le has dicho...? —La voz le temblaba—. ¿Le has dicho que le están buscando?

El marinero dudó. Alguien de Córdoba le había señalado a un hombre que estaba de espaldas con los caballos, y el marinero se había limitado a agarrar al morisco del hombro y girarlo con brusquedad. Luego le había preguntado su nombre y, al oír su respuesta, había vuelto enseguida en busca del premio prometido.

—No —contestó.

—Llévame hasta él —ordenó Fátima.

El marinero se lo señaló: era aquel hombre que, de espaldas a ella, charlaba con un tullido apoyado en unas muletas. Entre ellos se interponía un constante ir y venir de gente cargada con fardos. Tembló y se detuvo un instante. Esperó a que se diera la vuelta: no se atrevía a dar un paso más. El marinero se paró a su lado. ¿Qué le pasaba ahora a la señora? Gesticuló y volvió a señalar al morisco. Miguel, que estaba de frente a ellos, reconoció al hombre que acababa de hablar a Hernando y llamó la atención de éste con un movimiento de cabeza.

—Me parece que alguien te busca, señor.

Hernando se volvió. Lo hizo despacio, como si presintiese algo inesperado. Entre la gente vio al marinero, en pie a pocos pasos de él. Le acompañaba una mujer... No consiguió verle la cara porque en ese momento alguien se interpuso entre ellos. Lo siguiente que vio fueron unos ojos negros clavados en él. Le faltó el aliento... ¡Fátima! Sus miradas se cruzaron y quedaron fijas la una en la otra. Un incontrolable torbellino de sensaciones le atenazó y le impidió reaccionar: ¡Fátima!

Fue el pequeño Muqla quien tuvo que detener a su madre, tirando de su mano, cuando ésta aligeró el paso a la vista de las murallas de Sevilla. ¡Los moriscos habían aminorado su ya lento caminar! Los suspiros se oían por todas partes. El pavoroso sollozo de una mujer se alzó por encima del sonido de los cascos de las caballerías y del arrastrar de miles de pies. Un anciano que andaba junto a ellos negó con la cabeza y chasqueó la lengua, sólo una vez, como si fuera incapaz de mostrar mayor dolor que el que se desprendía de aquella insignificante queja.

—¡Caminad! —gritó uno de los soldados.

—¡Andad! —se escuchó de boca de otro.

—¡Arre, malas bestias! —los humilló un tercero.

Entre las carcajadas que surgieron de boca de los soldados tras la burla, Rafaela miró a su hijo. «¡Continúa igual que ellos! —Pareció indicarle el niño en silencio—; no nos descubramos ahora. ¡Llegaremos!», le auguró con una sonrisa que borró de inmediato de sus labios. Pero Rafaela no quería entregarse a la desesperación que se respiraba entre las filas de moriscos. Se soltó de la mano de Muqla y zarandeó con cariño a Musa.

—Vamos, pequeño, despierta —le dijo antes de darse cuenta de la mirada de sorpresa que le dirigía el arriero.

Rafaela vaciló, pero luego hizo lo mismo con Salma.

—¡Ya llegamos! —susurró al oído de la niña, ocultando su ansiedad al arriero.

La pequeña balbuceó unas palabras, abrió los ojos pero los volvió a cerrar, rendida por el cansancio. Rafaela la desmontó de la mula, la tomó en brazos y la apretó contra sí.

—¡Tu padre nos espera! —volvió a susurrar, esta vez escondiendo sus labios en el enmarañado cabello de la niña.

Fue Fátima quien rompió el hechizo: cerró los ojos al tiempo que apretaba los labios. «¡Por fin!», pareció decirle a Hernando con aquel gesto. Luego se encaminó hacia él, muy despacio, con los ojos negros llenos de lágrimas.

Hernando no pudo apartar la mirada de Fátima. Treinta años no habían sido suficientes para marchitar su belleza. Una sucesión de recuerdos pugnó por aflorar y le hizo temblar como una criatura justo en el momento en que ella llegó a su altura.

—¡Fátima! —susurró.

Ella le miró durante unos instantes, acarició con la mirada aquel rostro, tan distinto del que recordaba. Los años no habían pasado en balde, se dijo, pero el azul de aquellos ojos seguía siendo el mismo que la enamoró en las Alpujarras.

No se atrevía a tocarlo. Tuvo que agarrarse las manos para no lanzarle los brazos al cuello y llenar aquel rostro de besos. Alguien que pasaba la empujó sin querer y él la agarró para que no se cayera. Notó la mano en su piel y se estremeció.

—Ha pasado mucho tiempo —musitó él por fin. Seguía cogido de su mano, aquella mano que tantas noches le había acariciado.

Con un suspiro, Fátima dio un paso hacia él y ambos se fundieron en un estrecho abrazo. Por unos instantes, entre el tumulto que había a su alrededor, los dos permanecieron inmóviles, sintiendo sus respiraciones, invadidos por mil y un recuerdos. Él aspiró el aroma de sus cabellos, apretándola con fuerza, como si quisiese retenerla para siempre.

—¡Cuánto tiempo he soñado...! —empezó a decirle al oído, pero Fátima no le permitió seguir hablando. Echó la cabeza hacia atrás y le besó en la boca; fue un beso ardiente y triste, que él avivó deslizando las manos hasta su nuca.

Miguel y los niños, que habían salido de entre los caballos, observaban atónitos la escena.

La columna de deportados de Castro del Río rodeó las murallas de la ciudad y dejó atrás el cuerpo de guardia que vigilaba los accesos al Arenal de Sevilla. Los moriscos se desperdigaron entre la muchedumbre y Rafaela se detuvo para hacerse una idea del lugar. Sabía qué buscar. Dieciséis caballos juntos tenían que ser fácilmente reconocibles incluso entre la multitud; con ellos estarían Hernando y los niños.

—Estate atento a tus hermanos y permaneced junto a mí. No vayáis a extraviaros —advirtió a Muqla al tiempo que se encaminaba hacia una carreta que se hallaba a pocos pasos.

Sin pedir permiso, se encaramó al pescante nada más llegar a ella.

—¡Eh! —gritó un hombre que trató de impedírselo. Pero Rafaela ya tenía prevista aquella posibilidad y se zafó de él con determinación—. ¿Qué haces? —insistió el carretero tirando de la saya de la mujer.

Sólo necesitaba unos instantes. Aguantó los tirones, se puso de puntillas sobre el pescante y recorrió el amplio lugar con la mirada. Dieciséis caballos. «No puede ser difícil», musitó Rafaela. El hombre hizo ademán de subir también, pero Muqla reaccionó y se abalanzó sobre él para aferrarse a sus piernas. Un corrillo de curiosos se formó en el lugar mientras el carretero trataba de librarse a patadas del mocoso. «¡Dieciséis caballos!», seguía diciéndose Rafaela. Escuchaba los gritos del hombre y los esfuerzos de su pequeño por detenerle.

—¡Allí! —se sorprendió gritando.

Los caballos aparecieron nítidos al pie de una torre resplandeciente que se alzaba en la ribera del río, al otro extremo de donde se hallaban.

Saltó del pescante como si fuera una muchacha. Ni siquiera sintió el dolor de sus pies al golpear sobre la tierra.

—Gracias, buen hombre —le dijo al carretero—. Deja tranquilo a este caballero, Muqla. —El niño liberó su presa y salió corriendo por si se escapaba otra patada—. ¡Vamos, niños!

Se abrió paso entre los curiosos y se encaminó airosa hacia la torre, con una sonrisa en los labios, sorteando a hombres y mujeres o apartándolos a empujones si era menester.

—Lo hemos conseguido, niños —repetía.

Volvía a llevar a los pequeños en brazos. Muqla se esforzaba por seguir su paso.

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