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Manuel Puig: Boquitas pintadas

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Manuel Puig Boquitas pintadas

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El texto nos remite a un pasado argentino, a la oculta sordidez de un mundo de novela rosa transcrito con implacable objetividad a través del calco paródico de los clichés del lenguaje periodístico, de la impasibilidad feroz de las descripciones aparentemente neutras, de la trivialidad exasperante de unas vidas despersonalizadas. Nené, varias décadas después, aún conserva las cartas de su antiguo enamorado, Juan Carlos, a pesar de su actual matrimonio. Don Juan Carlos ya fallecido en un sanatorio víctima de la tuberculosis, se va reconstruyendo, mediante la intimidad de unos seres rencorosos o inocentes, esa relación amorosa acontecida en la Argentina de los años treinta.

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El ya mencionado jueves 23 de abril de 1937 Juan Carlos Jacinto Eusebio Etchepare se despertó a las 9:30 cuando su madre golpeó a la puerta y entró al cuarto. Juan Carlos no contestó a las palabras cariñosas de su madre. La taza de té quedó sobre la mesa de luz. Juan Carlos se abrigó con una bata y fue a cepillarse los dientes. El mal gusto de la boca desapareció. Volvió a su habitación, el té estaba tibio, llamó a su madre y pidió que se lo calentara. A las 9:55 tomó en la cama una taza de té casi hirviente, con la convicción de que ese calor le haría bien al pecho. Pensó en la posibilidad de beber constantemente cosas muy calientes y envolverse en paños calientes, con los pies junto a una bolsa de agua caliente, la cabeza envuelta en una bufanda de lana con únicamente la nariz y la boca descubiertas, para terminar con la debilidad de su aparato respiratorio. Pensó en la posibilidad de aguantar sofocado días y semanas en cama, hasta que el calor seco terminase con la humedad de sus pulmones: la humedad y el frío hacían brotar musgo de sus pulmones. Se volvió a dormir, soñó con ladrillos rojizos, el pozo donde se mezclan los materiales para ladrillos, el pozo ardiente de la cal, los ladrillos crudos blandos, los ladrillos en cocción, los ladrillos endurecidos indestructibles, los ladrillos a la intemperie en la obra en construcción de la Comisaría nueva, Pancho le mostraba una pila de ladrillos rotos inservibles que se devuelven al horno para ser triturados y vueltos a cocer, Pancho le explicaba que en una construcción no se desperdiciaba nada. Su madre lo despertó a las 12:00, Juan Carlos estaba sudando. Al levantarse se sintió muy debilitado. Le preguntó a su madre si había agua caliente para bañarse y si tenía la barba muy crecida para ir a la cita con el médico sin afeitarse. Su madre le contestó que se afeitara ya, y que todos los días debería hacerlo al levantarse, y que la noche anterior se había acostado muy tarde, y que a un muchacho como él lo querrían lo mismo las chicas aunque no se afeitara momentos antes de ir a verlas. Agregó que cuando retomara su trabajo en la Intendencia tendría que acostumbrarse a dejar la cama un rato antes y afeitarse, porque era en su trabajo donde tenía que lucir mejor y no por ahí noviando. En ese momento llegó Celina con guardapolvo blanco de maestra y varios cuadernos debajo del brazo, su madre cambió una mirada con ella y preguntó a Juan Carlos adónde había estado la noche anterior hasta las tres de la mañana y si había perdido dinero en el juego. Juan Carlos contestó que no había estado jugando. Su madre dijo que entonces había estado con Nélida. Juan Carlos asintió. Su madre preguntó cómo era posible que los padres la dejaran conversar en la vereda hasta las tres de la mañana, y al no tener respuesta pidió a Juan Carlos que si quería bañarse y afeitarse antes de almorzar por favor lo hiciera enseguida. A las 12:55 Juan Carlos salió del baño duchado, pero sin afeitarse. Al entrar al comedor empezó a notar los síntomas de sus habituales acaloramientos. Su madre y Celina estaban sentadas a la mesa. Juan Carlos se tomó de su silla, pensó en volver al dormitorio y acostarse, ellas lo miraron, Juan Carlos se sentó. Sopa de cabellos de ángel, después carne a la plancha y puré. El bife de Juan Carlos era alto y jugoso, poco cocido, a su gusto. Al empezar a cortarlo ya sintió la frente bañada de sudor. Su madre le dijo que se acostara, era peligroso transpirar y después enfriarse. Juan Carlos no contestó y fue a su cuarto. Pocos minutos después le llevaron la comida en una bandeja a la cama. Juan Carlos halló que el bife estaba frío. Lo llevaron de nuevo a la plancha, Celina lo dejó pocos segundos tocar el hierro de un lado y del otro para que no se cociera demasiado. Juan Carlos lo encontró demasiado cocido. Su madre y Celina estaban de pie en la habitación mirándolo, esperando alguna orden. Juan Carlos les pidió que se fueran a terminar de almorzar. Sin ganas terminó su plato. Cuando su madre entró con el postre, una manzana asada, Juan Carlos ya se sentía mejor y dijo que antes de la serie de resfríos y bronquitis a veces se había sentido muy acalorado después de una ducha, y que tanto él como el resto de la familia se estaban sugestionando inútilmente. El almuerzo le sentó bien. Su madre y Celina dormían la siesta, salió a la calle con la misma ropa del almuerzo -pantalón de franela gris, camisa de lanilla a cuadros celestes, pulóver de manga larga azul- más una campera de cuero marrón oscuro con cierre relámpago. Esa prenda, típica de rico propietario de campo, por la calle despertó reacciones variadas. Juan Carlos sonrió satisfecho al notar la mirada despectiva de un dueño de panadería que conversaba en la vereda con un proveedor. El sol templaba el aire pero a la sombra hacía frío. Juan Carlos eligió la vereda soleada y abrió el cierre de la campera. A las 14:48 llegó a «La Unión», el bar de más categoría. En una mesa tomaba café un hombre canoso que lo saludó con alegría agitando la mano al verlo entrar. Juan Carlos aceptó acompañarlo hasta un corral de hacienda a pocos kilómetros del pueblo, pero antes ordenó un café y telefoneó: tratando de que no lo oyera nadie dio una excusa falsa a la enfermera para cancelar la consulta. Juan Carlos pensó en la posibilidad de que el médico después de revisarlo le dijese que la semana de descanso le había sentado bien; en la posibilidad de que le impusiera prolongar el descanso más allá de la semana siguiente, fin de su licencia; en la posibilidad de que le impusiera descansar todo el invierno, como ya había insinuado; en la posibilidad de que se hubiera descubierto un inmenso malentendido de radiografías: aquella placa con una leve sombra en el pulmón derecho no era la suya sino otra, la de un pobre condenado a morir después de dos o tres años privándose de mujeres y demás juergas. A las 15:50 Juan Carlos se paseaba bajo el sol por un terreno contiguo al corral en que su amigo hablaba con los peones. El campo era de color marrón claro y oscuro, alrededor de un tanque australiano crecían plantas enanas de manzanilla con tallo verde y flor amarilla y blanca. Juan Carlos recordó que de niño siempre alguien le decía que no masticara la flor de manzanilla, porque era venenosa. A las 16:15 el sol alumbraba menos y Juan Carlos pensó que de haber ido al consultorio a esa hora el médico ya le habría dicho cómo estaba su salud. A las 16:30 su amigo detuvo el coche frente a la obra en construcción de la Comisaría nueva para que Juan Carlos descendiera. Se despidieron hasta más tarde en el bar. Juan Carlos entró en la obra y preguntó a un albañil electricista dónde estaba Pancho. En el futuro patio de la Comisaría tres obreros revocaban las paredes del excusado y duchas para personal subalterno. Pancho le gritó que faltaban solamente quince minutos para terminar la jornada, Juan Carlos se encogió de hombros, Pancho le hizo un corte de manga y siguió trabajando pero pocos segundos después corrió hasta él con la sensación de hacer una travesura y le dio para que se entretuviera el juguete más codiciado por su amigo: un cigarrillo. Juan Carlos fumó en la vereda, consciente de cada pitada. Una niña casi adolescente pasó y lo miró. A las 16:55 los dos amigos llegaron al único lugar donde Pancho se animaba a entrar en mameluco, un bar de fonda frente a la estación del ferrocarril. Juan Carlos le preguntó si por seguir viviendo se avendría a no tener más mujeres, a no tomar y a no fumar. Pancho le contestó que no sacara otra vez ese tema y apuró la copita de grapa. Juan Carlos le dijo que se lo preguntaba en serio. Pancho no contestó. Juan Carlos le iba a decir algo más y se calló: que si tenía que renunciar a vivir como los sanos prefería morirse, pero que aunque no le quitasen las mujeres y los cigarrillos lo mismo prefería morirse si era a cambio de trabajar como un animal todo el día por cuatro centavos para después volver a un rancho a lavarse bajo el chorro de agua fría de la bomba. Juan Carlos le pidió otro cigarrillo. Pancho se lo dio sin protestar. Agradecido Juan Carlos ordenó más grapa. Pancho le preguntó si había aprovechado para mirar cómo era, de día, el patio de la construcción. Juan Carlos preguntó a Pancho si también él había tenido relaciones sexuales la noche anterior. Pancho dijo que por ser fin de mes no tenía dinero para ir a «La Criolla». Juan Carlos le prometió acompañarlo el día 1° y le aconsejó que mientras tanto abordase a Rabadilla, la sirvienta del doctor Aschero. Pancho le preguntó por qué la llamaban Rabadilla y Juan Carlos contestó que cuando chica tenía el trasero prominente y en punta como la rabadilla de una gallina; en el rancho donde la crió una tía la empezaron a llamar así. A las 17:40 cerraron la discusión sobre Rabadilla aconsejando Juan Carlos a Pancho que si no se apresuraba a dar el zarpazo se le adelantaría cualquier otro. A las 18:00 entró solo al bar «La Unión», notó que ningún parroquiano tosía. En una mesa junto a la ventana estaban el agrónomo Peretti, el comerciante Juárez y el veterinario Rolla: respectivamente un cornudo, un infeliz y un amarrete, pensó Juan Carlos. En una mesa vecina había tres empleados de banco: tres muertos de hambre, pensó Juan Carlos. En otra mesa, el doctor Aschero y el joyero-relojero Roig: un hijo de puta con aliento a perro y una comadreja chupamedias, pensó Juan Carlos. Se dirigió a una mesa del fondo donde se lo esperaba para jugar al póker, sentados lo rodeaban tres hacendados: un cornudo más, otro cornudo y un borrachín suertudo, pensó Juan Carlos. Estaba muy acalorado pero al quitarse la campera la sensación pasó; contempló la posibilidad de ganar como el día anterior para cubrir todos los gastos de bar y cine de las dos semanas de licencia, y se concentró en el juego. Una hora después sintió picor en la garganta, reprimió la tos y buscó con la mirada al mozo: el segundo pocillo de café no llegaba. Tenía los pies fríos, de la cintura para arriba se le desprendía en cambio un vaho caliente, se desabrochó el botón del cuello. El mozo trajo el café. El picor de la garganta recrudeció. Juan Carlos rápidamente quitó el envoltorio a los terrones de azúcar y sin esperar que se disolvieran apuró el pocillo entero. Con disimulo se tocó la frente, caliente pero todavía seca, pensó que la culpa de todo la debía tener el portón frío de la casa de Nené. Recién entonces recordó que ella ya habría pasado por la vereda. A las 20:15 después de haber perdido pocos centavos volvió a su casa y fue directamente al baño. Se afeitó con jabón especial, brocha y un jarro de agua hirviente que su madre le alcanzó. A las 20:40 se sentaron a la mesa. Celina contó que la madre de Mabel estaba desesperada porque la ausencia de la mucama la obligaba a trabajar sin descanso, justamente en época de remates de hacienda, con el novio de Mabel de paso por Vallejos y constantemente de visita en la casa. Terminada la cena Celina tocó una pieza del álbum nuevo que le había llegado de Buenos Aires, titulado «Éxitos melodiosos de José Mojica y Alfonso Ortiz Tirado». Juan Carlos les recordó que era el momento de fumar el único cigarrillo diario permitido por el médico. Entonces su madre tratando de no dar importancia al tema le preguntó qué había dicho el médico esa tarde. Juan Carlos respondió que por una emergencia el médico había debido abandonar el consultorio toda la tarde. A las 22:00 salió de su casa, caminó dos cuadras por calles de tierra y se encontró con Nélida. Cuando estuvieron seguros de que los padres dormían, se besaron y abrazaron en el jardín. Juan Carlos como de costumbre pidió a Nélida que le cediera sus favores. Ella se negó como de costumbre. Juan Carlos pensó que Nélida era la Reina de la Primavera 1936, la besó por segunda vez ciñéndola con fuerza y pensó en las maniobras que infaliblemente la seducirían como habían seducido a muchas otras. Pero Juan Carlos no dejó que sus manos descendieran más allá de la cintura de Nené. Estuvo por decirle que no era un tonto, que solamente hacía el papel de tonto: «che pibe, vos estás delicado, no te pasés de hembras porque vas a sonar, trata de reducir la cuota, yo no te lo digo más, la próxima voy y como médico de la familia se lo digo a tu vieja». Dominado por un impulso Juan Carlos repentinamente tomó una mano de ella y suavemente la llevó hacia abajo, frente a su bragueta, sin alcanzar a apoyarla. Era la primera maniobra de su estrategia habitual. La mano de Nené oponía una resistencia relativa. Juan Carlos titubeó, pensó que en el jardín de Nené no crecían flores silvestres de manzanilla, según algunos eran venenosas ¿sería cierto?, ese invierno haría mucho frío en el portón ¿se cumpliría su plan secreto antes de empezar los fríos? ¿todas las noches de invierno en ese portón? pensó en un picaflor que deja una corola para ir a otra, y de todas liba el néctar, ¿había gotas de néctar en las flores de manzanilla? parecían secas. Pensó que tenía veintidós años y debía conducirse como un viejo. Soltó bruscamente a Nélida y dio un paso hacia el cerco de ligustro. Con rabia arrancó una rama. A las 23:20 consideró necesario acariciarle los senos pasando su mano por debajo de la blusa y corpiño, porque debía mantenerla interesada en él. A las 23:30 se despidieron. A las 23:46 Juan Carlos pasó por la construcción de la Comisaría. En las casas de la cuadra no había ventanas encendidas, no había gente en las veredas. A una cuadra de distancia se veía una pareja caminar en dirección a él. Tardaron cinco minutos en pasar, en la esquina doblaron y desaparecieron. Juan Carlos miró nuevamente en todas direcciones, no se divisaba ningún ser viviente. Ya era medianoche, la hora de la cita. El corazón empezó a latirle más fuerte, cruzó la calle y entró en la construcción. Se abrió paso más fácilmente que la noche anterior, recordando los detalles del patio vistos a la luz del día. Pensó que para subir al tapial de casi tres metros de altura un viejo necesitaría una escalera, no podría treparse como él por los andamios. Ya en lo alto del tapial pensó que un viejo no podría pasar de un salto al patio contiguo. Sin saber por qué recordó a la niña casi adolescente que lo había mirado esa tarde, provocándolo. Decidió seguirla algún día, la niña vivía en una chacra de las afueras. Juan Carlos se refregó las manos sucias de polvo contra la campera de estanciero y se preparó para dar el salto.

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