"Deje la botella", ordeno al muchacho que acaba de servirme un vaso de ron. Bebo. Entra como un leve consuelo que consigue paliar el agotamiento y el sopor que produce al aire caliente y húmedo que viene de la selva.
Estoy en Shell, un poblado pre-amazónico del Ecuador, en una cantina sin puerta ni ventanas. Miro hacia fuera, veo que las ramas de las palmeras de la única calle permanecen quietas, también aletargadas bajo un cielo limpio de nubes.
Buen cielo para volar con el capitán Palacios. Diablos, ¿cuál sería su nombre de pila? Para los habitantes del lugar, el aviador que mataba las horas en tierra meciéndose en la hamaca y despachando botellas de ron San Miguel era simplemente el capitán Palacios. Y así también lo llamaban en los cientos de caseríos y poblados amazónicos a los que visitó con su destartalada avioneta. ¿Y el socio? ¿Cómo se llamaba el socio?
Los conocí cierta tarde en que debía volar de Shell a San Sebastián del Coca. Un camión me dejó en la que parecía ser una calle ancha. Apenas bajé sentí que mis pies se hundían en el lodo y vi que no estaba solo; varios puercos retozaban felices en el lodazal.
– ¿Y cómo se llega al aeropuerto? -pregunté al camionero.
– Ahí lo tiene, man. Todo lo que está a la orilla del camino es el aeropuerto -dijo señalando un extenso campo de lodo.
A un costado del campo se veía una construcción de madera y techo de zinc. Eché a andar en esa dirección y, a medida que me acercaba, fui escuchando la voz de un locutor deportivo que transmitía un partido de fútbol.
La construcción tenia puertas correderas y estaban abiertas. Dentro, un voluminoso mulato observaba unas piezas metálicas semisumergidas en medio tambor de aceite. Con una mano removía lentamente las piezas confiando a la gasolina el trabajo de quitar la escoria, y con la otra sostenía un largo cigarro. Sus movimientos de cabeza indicaban su absoluto desacuerdo con lo que decía el locutor. Una lona verde tendida de muro a muro dividía la construcción ocultando la parte trasera. El mulato me miró sin el menor interés y volvió a concentrar su atención en el partido de fútbol. -Buenas tardes -saludé.
– Eso se puede discutir. ¿Qué se le ofrece, mister?
– Tengo que volar al Coca. ¿Puede decirme cómo lo hago?
– Seguro. Para volar basta con agitar los brazos correr para tomar impulso y encoger las patas. ¿Algo más? -No joda, compadre. Tengo que volar al Coca. -Seguro, mister. Hable con el capitán Palacios. -¿Dónde lo encuentro?
– Dónde va a ser, en el bar de Catalina. Chapotee por el lodo hasta el final de la calle. Y cuidado con los puercos. Son muy hijueputas.
El bar de Catalina ocupaba una choza de unos treinta metros cuadrados. Al fondo estaba la barra, frente a ella unos hombres echándose tragos y hablando de sus asuntos. En el centro colgaba una hamaca de yute, ocupada por un tipo de cabellera cana que dormía a pierna suelta. A un costado y, con expresión de infinita paciencia, una mujer y un hombre esperaban sin otra ocupación que mantener el vaivén de las sillas mecedoras. La mujer sostenía un costal en su regazo. De él asomaban las cabezas de dos cerdos muy pequeños. El hombre apoyaba los pies en una jaula de alambre, desde donde un gallo de ojos iracundos miraba con odio a los cerditos.
– Busco al capitán Palacios -dije a la mujer que atendía. -Ahí lo tienes, papacito -me contestó señalando al ocupante de la hamaca. -¿Puede despertarlo? -Depende de para qué. Se pone bravo cuando lo despiertan sin motivos. -Tengo que volar al Coca…
No alcancé a decir más. La mujer de los cerditos se incorporó como impulsada por un resorte y empezo a remecer la hamaca.
– ¿Qué pasa, carajo? -masculló el recién despertado.
– Que tiene otro pasajero. Ya completó el cupo. Ahorita podemos volar -dijo la mujer sin dejar de remecer la hamaca.
El capitán Palacios se desperezó, se frotó los ojos, bostezó y finalmente bajó de la hamaca. No medía más de un metro sesenta y vestía un desteñido mameluco de piloto, de ésos llenos de cremalleras.
– ¿Cómo está el tiempo? -consultó sin dirigirse a nadie en particular.
– Como la mierda -respondió un tipo de la barra.
– Podía estar peor. Volamos entonces -replicó Palacios.
Salió del bar con paso seguro. La mujer de los cerditos, el hombre del gallo y yo lo seguimos. En el aeropuerto, el mulato que antes me mandara al bar seguía ocupado con las piezas metálicas y con el fútbol.
– Socio, cobre -ordenó Palacios apenas entramos.
– ¿Qué? ¿Va a volar con este tiempo? -observó el mulato señalando el techo. Un poco más arriba grises nubes presagiaban una tormenta.
– Si vuelan los gallinazos, que son más feos, no veo por qué no podría hacerlo yo -replicó Palacios.
– Qué tipo tan terco. A ver, ustedes, vayan dándome sus nombres. Es algo muy útil para identificar los cadáveres en caso de accidente. Son doscientos cincuenta sucres por nuca -indicó el mulato.
La mujer de los cerditos iba a Mondaña, un caserío de colonos a unos noventa kilómetros de Shell al que también podía llegarse por otros medios: primero a pie hasta Chontapunta, luego en canoa por el río Napo, siempre y cuando hiciera buen tiempo y se tuviera la paciencia necesaria como para realizar un viaje de dos a tres días.
El hombre del gallo iba hasta San José de Payamino, un poblado junto al río Payamino. El corral de gallos de San José de Payamino es famoso en la Amazonia. Se apuesta fuerte allí, y muchas fortunas amasadas por los garimpeiros tras arduos años de trabajo destrozando la selva y sus propias vidas navegan en la sangre del gallo derrotado hasta las faltriqueras de los apostadores profesionales. El hombre iba a probar suerte con su gallo campeón. Era una máquina de matar aquel pequeño gallo cobrizo. Así lo aseguraba su dueño, indicando que la semana anterior había destripado ocho adversarios en la gallera de Macas. También hubiera podido hacer el viaje por vía terrestre y fluvial, pero le habría llevado unos cinco días que habrían fatigado al gallo.
– ¿Qué esperan? ¡A jalar! -ordenó Palacios descorriendo la lona verde. Allí estaba la avioneta. Un viejo y descolorido Cessna de cuatro plazas.
Los hombres tiramos de las cuerdas atadas al tren de aterrizaje y arrastramos el cacharro hasta la pista. Miré los más que notorios remiendos del fuselaje y jamás antes sentí tan cerca la fuerza del arrepentimiento, pero tenía que llegar al Coca, a ciento ochenta kilómetros de Shell, y la vía más corta era por aire.
Repitiéndome como en una plegaria "estos aviones son seguros, muy seguros, absolutamente seguros", subí a bordo. Me tocó el asiento del copiloto. A mi espalda gruñían nerviosos los cerditos. El gallo permanecía ausente a los ajetreos previos al despegue.
– San Sebastián… San Sebastián… responda… El capitán Palacios le hablaba a un micrófono. Como toda respuesta recibió una serie de silbidos. Tras manipular unas perillas que sólo consiguieron aumentar el volumen de los silbidos, colgó el micrófono. -Te dije que arreglaras esta vaina. Te lo dije.
– Esa pendejada no tiene arreglo. Soy mecánico. No hago milagros -precisó el mulato.
– Conforme. Qué más da. Igual nos verán llegar.
La avioneta empezó a corretear por el lodo y, al echar una mirada al panel de instrumentos, sentí deseos de saltar. Nunca antes había visto un panel tan humilde. Entre varios agujeros vacíos y restos de cables que alguna vez fueron sin duda instrumentos de navegación, se veía oscilar la aguja del altímetro y la del tanque de combustible. El "horizonte" o indicador de estabilidad, que debe ir paralelo a la tierra, estaba casi vertical.
– Oiga…, el horizonte no funciona -comenté ocultando el pánico.
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