Las bolas de votar salieron de una cuna de marfil, blancas y negras como los hados, redondos instrumentos del Destino en forma de conveniencia urgente: quedaron alineadas encima de un tapetillo rojo: doce y doce, también dramática cuanto inesperada muestra de la insoluble estructura contradictoria de la realidad: el día y la noche, el sol y la luna, lo salado y lo dulce, lo bueno y lo malo, lo caduco y lo eterno. ¡Lo que se puede decir de unas bolitas blancas y negras! Y eso que dejo aparte al mullido lecho de terciopelo rojo del que vienen y al que irán, que de ahí también podría sacar un poco de literatura. Te la ahorro. Como había previsto Flaviarosa, en aquella ocasión ganaron nones y se acordó que Demónica fuese pasaportada al continente en el primer navio que partiese de la Isla, y se aceptó la propuesta complementaria de que fuera provista de un razonable viático «que la eximiese de todo riesgo de pecar para comer nada más desembarcada en Ragusa», aunque Ascanio, casuista, adujese (con escasa energía), que si los fondos del Estado debían cooperar en el castigo de las transgresiones morales, no estaba escrito en ningún código que se les debiera también utilizar para evitarlas.
Flaviarosa pidió ser ella misma quien sacase a Demónica de la mazmorra, quien la tomase a su cargo, quien la guardase en custodia antes de que saliera de la Isla. Necesitó un guía que la alumbrase por aquellos vericuetos profundos, y pasó delante de la puerta de Inés (Agnes) sin detenerse, porque los gemidos de la muchacha, espaciados y débiles, no llegaban al corredor: eran como gemidos de moribunda. Desde la puerta dijo a Demónica con su voz más suave: «Recoja su equipaje, señorita. Está usted en libertad».
4. – Aquel lunes tuve por la mañana dos horas de clase, de nueve a once, sin más interrupción que los minutos justos del café sacado de una máquina; al terminar, me fui solo al comedor del restaurante, no bajo la luz del sol, que se había nublado y soplaba un viento largo, sino por los túneles; y antes de coger el ascensor, me entretuve un rato en la bolera, viendo a una muchachita morena (tirando a negra) elástica y graciosa, que apuntaba con tino, disparaba con fuerza y ponía al mismo tiempo en juego los resortes más eróticos de su musculatura, aunque inocentemente, me pareció. Lo más probable es que de todos los presentes, docena y media entre chicas y muchachos, fuese yo solo el que recibiera la sugestión emanante de aquel sistema puesto en tensión por el deporte. ¿Debo sentirme orgulloso o avergonzado? ¿Es una deficiencia advertir y responder (imaginariamente) a la llamada involuntaria de unos ojos calientes, de unos muslos estirados, de unos senos que a veces asomaron por encima del escote, duros e impertinentes? ¿O es lo correcto? No podría responderme, porque jamás he llegado a comprender el meollo de la moral puritana y de sus derivaciones, pero insisto en confesar que lo pasé muy bien contemplando a la chica, la cual, siendo mestiza, llevaba nombre judío, con el que la llamaban o la jaleaban: Déborah.
Mi preocupación, sin embargo, no debió de ser mucha, porque el problema moral se desvaneció en el trayecto del ascensor, quizá a causa de la entrada tumultuosa y súbita de un grupo de visitantes de mi lengua, mujeres y hombres, y, aunque mezclados, más de allende el Atlántico que del aquende: deducido por los acentos. Comentaban lo mal que se come en los Estados Unidos y lo barata que está la gasolina: dos realidades que deben de estar profundamente relacionadas, juzgando por su posición vecina en el mapa mental de aquellos vocingleros. Me senté solo en una mesa, llegó alguien después, la conversación fue normal, entiéndase trivial. ¿Quién piensa que los profesores, sólo por serlo, estamos siempre en trance, o de parto, y sólo producimos proposiciones de contenido genial y expresión rigurosa? Recuerdo que una vez, en mi patria, un mancebo comentó lo vulgar de los coloquios que se escuchaban en el tranvía, convencido de que, si aquel artefacto traslaticio fuese en aquel momento ocupado por medio centenar de profesores, lo menos de que se hablaría sería de Picasso o de la fisión del átomo. Confío en que a estas alturas mi joven amigo se habrá desengañado y habrá aprendido que nosotros, los escogidos, somos vulgares como cualquiera, y, a veces, más, y que en nuestros paliques jamás se pierden los resplandores. Pues fíjate en mí: me encandilan las tetas de una morena, y charlo, durante media hora larga, con un profesor de lingüística, de lo inseguro que está el tiempo, de que se anuncian fríos, de que van a subir un diecisiete por ciento los neumáticos para la nieve. De todo esto, lo que realmente me interesa es lo del frío. ¿Qué pasará en nuestra cabaña cuando caigan los primeros copos? Me gustaría ver el estanque a través de las estrellas heladas de los vidrios. Mi alquiler se agota el treinta y uno de diciembre; hasta entonces…
Apareciste a las tres en mi despacho. Antes, había estado Nancy Ray, un rato largo, con lágrimas y todo, porque le ha salido mal el matrimonio procurado con tan grande entusiasmo, con tan hermosas esperanzas, al que asistí, ¿lo recuerdas?, en una iglesia unitaria donde el pastor, vestido de toga académica, desde una especie de presbiterio decorado con un tresillo romántico realmente bonito, nos habló del espíritu puro (que no sé si escribir con mayúsculas o minúsculas) mientras el órgano trepaba por las escalas más abstractas y la gente pensaba en el partido del domingo. ¡De esta ceremonia no hace más que seis meses! Si vieras llorar a Nancy… Llegó a recriminarme por no haberla advertido de lo que es un matrimonio por dentro. ¡Y yo qué sé, criatura! Nancy no llegó virgen al tálamo propiamente dicho, aunque sí a los brazos del que es aún su marido. ¿Será la inexperiencia la causa del fracaso? Uno ya no sabe qué pensar… Quedó en volver otro día. La encontré desmejorada, ella, que pimpaba como una flor, y que no hace más que ocho meses venía a confesarme que era feliz con su novio: a confesarlo porque necesitaba decirlo a alguien, porque rebosaba de ella la felicidad, y la naturaleza, en estos casos, no suele responder, ni sonreír, menos aún congratularse.
Tampoco tú traías buena cara. Te me sentaste enfrente, mi dulce silencio , desanimada a juzgar por el suspiro. «Hay dos cosas, ¿por cuál quieres que empiece?», y, sin esperar palabra mía, me contaste tu desilusión de la visita a la doctora Wagner, una señora objetiva como una computadora, cuyo diagnóstico resultó de cotejar datos referentes a Claire con los que a ti te conciernen, incluidas las respectivas historias familiares, aunque de esto poco hayas podido decir, porque eres una emigrante que se olvidó de la aldeíta griega y de sus generaciones, y porque de la prosapia de Claire, poco más sabes que el abolengo de sir Ronald -nombre por otra parte que no inmutó a la doctora. «¡Es uno de los más grandes poetas ingleses, señora!» «Sí, pero, como antepasado, poco recomendable.» En fin, que a lo que tú ibas es a saber si tu mezcla de amor y sacrificio podría remediar las deficiencias de Claire, te respondió leyendo una estadística de resultados positivos y negativos, no en tanto frutos de un amor desesperado, sino de tratamientos. «Tendrá usted que traérmelo aquí, y después hablaremos.» Y al terminar me preguntaste: «¿Qué hago?». Y no te respondí sino esto: que tenías dos caminos y que antes de elegir cualquiera de ellos deberías pensarlo bien. ¿Te diste cuenta de que eso mismo se le puede decir al que trae en los labios la palabra angustiada que conduce a la muerte, y al que no sabe si asesinar o no al presidente de la Unión (en el nombre, siempre respetable, de una tradición ya secular)? Tengo a mi favor (o en mi contra) que lo hice adrede, consciente de la ambigüedad; pero en aquel momento no me sentí capaz de cogerte por los brazos, de morderte en la boca y de llevarte conmigo. Probablemente, de hacerlo, hubiera fracasado.
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