Gonzalo Ballester - La Isla de los Jacintos Cortados

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La Isla de los Jacintos Cortados: краткое содержание, описание и аннотация

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En LA ISLA DE LOS JACINTOS CORTADOS (1980), la habitual mezcla de realidad, fantasía, ironía y humor que caracteriza la narrativa de Gonzalo Torrente Ballester se ve enriquecida por nuevos elementos, como son el erotismo y la serena melancolía. Articulada en torno a una doble trama amorosa que se va entrelazando a lo largo de sus páginas, la novela, que obtuvo en 1981 el Premio Nacional de Literatura, constituye en último término una reflexión sobre las relaciones entre la verdad y la apariencia, la historia y la ficción, el autor y su obra, escrita en una prosa que fluctúa entre el barroquismo y la sencillez y que se amolda de forma admirable a la acción a la que da vida.

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"El pueblo del Arrabal se echó a la calle y a las orillas de la mar. La noticia corrió también a la ciudad de los latinos, quienes en un principio, se negaron a admitir lo evidente: no en vano son italianos y tienden a no creer más que en la fuerza secular de la Iglesia. Pero ante la presencia del cortejo nupcial, que se acercaba a la bocana, y de que antes de media hora habría hecho su aparición en la ría, todo el mundo corrió al muelle, o a los balcones y torres desde los que la mar se divisaba. A muchos se les reveló por primera vez la utilidad de un catalejo y la conveniencia de que ese instrumento sea cuanto antes incorporado a los ajuares domésticos, sobre todo en una Isla, aunque, como ésta de La Gorgona, haya renunciado a las glorias marineras. El mío, Excelencia, lo recibí en regalo de un capitán de fragata inglés, y me permitió ver con precisión y cercanía la entrada del carro de Poseidón, tirado por caballos palmípedos que levantaban nubes de espuma. Le precedía un escuadrón de delfines, le acompañaba una pequeña corte de tritones y nereidas, tan hermosas ellas como desvergonzados ellos, pues si bien es cierto que entraron en la ría haciendo sonar relucientes bocinas, como quien dice '¡Aquí estamos!', lo es también que muy pronto prescindieron de las tocatas y se dedicaron a perseguir a las nereidas y a fornicar con ellas a ojos vistos: los más púdicos de ellos, entre dos aguas. No sé si serían conscientes de que una muchedumbre bilingüe les contemplaba, o si les salía por un ardite esta abundante presencia de testigos. Sin ánimo de escandalizar a Sus Honores, debo decir que los dioses que transportaba el carro tampoco daban señas de mayor continencia: durante todo el tiempo que mi anteojo los mantuvo dentro del campo de visión, el señor de los mares se dedicó a mordisquearle apasionadamente los muslos a Anfitrite, lo cual, si se explica por la calidad de lo mordido y quizá también por las ansias del mordiente (el cual, en los últimos años, a lo mejor vivió apartado de su diosa), no por eso justifica semejante publicidad. Debo advertir, sin embargo, que a la gente no la cogió de sorpresa; que la mayor parte de los presentes halló justificadas las expansiones del dios, y que muchos las tomaron como una auténtica invitación al vals, aunque esto de hincar el diente a un muslo no lo aconsejen los moralistas romanos a causa de ciertas propincuidades. El clero griego no suele ser tan detallista, menos aún tan meticón. Para los latinos imitadores del dios, la operación alcanzó la emoción de las grandes trasgresiones.

"Honorable señor ministro, voy alargándome, pero no puedo contar lo que me pide con escasez de palabras, si el actual inquilino del 10 de Downing Street ha de quedar ampliamente informado, al menos en la medida que requiere nuestra política de expansión mediterránea. A la vista de lo narrado, conviene admitir sin discusión que este mar pertenece todavía a los dioses paganos, y que todo poder que no sea el suyo constituye una intolerable intromisión, si bien admita, y me apresuro a dejarlo constante, que el almirante Nelson, erguido en lo más alto de su nave, es semejante a un dios y bien merece competir con cualquiera de ellos. No obstante no parece ser que el estatuto mediterráneo impuesto por Nelson lo hayan admitido (me refiero a los dioses, como es obvio), y por eso castigan algunas injerencias con crueldad e indiferencia por el sufrimiento humano. Yo sé que aquella noche, en lugares secretos de la costa, se encendieron luminarias y se lloraron preces a Ennosgaios, el dios que sacude la tierra, o sea, el propio Poseidón (aunque bajo distinta catadura), quien, para esta gente, además de los mares, señorea también los movimientos telúricos, y en esta Isla se teme, desde el fondo de los siglos, que uno de esos terremotos la hunda en el abismo. Los latinos dicen que así fue profetizado por algún santo ante ciertos pecados cuya consistencia, o cuya formulación verbal, fueron lo suficientemente ambiguos como para que cada predicador los interprete a su manera y condenase, en unos casos, la avaricia, y en otros, la lujuria, según la conveniencia del que manda: pero un humanista que conozco, amigo mío y destripador de cuentos, asegura que en la época de Julio César ya se temía lo mismo.

"Los latinos viven bastante al margen de esas tradiciones. Si contemplaron la entrada de los dioses en la ría, fue para escandalizarse por su escaso pudor. El obispo intentó presentarse en el muelle convenientemente revestido y provisto de un complicado, aunque brillante, instrumental para la exorcización, pero alguien cuenta que un sacerdote que le acompaña siempre, gran teólogo y hombre no muy claro, así como escurridizo y navegante entre aguas, impidió que acometiera tal ceremonia, por la certeza que tenía de que iba a quedar mal. '¡Los hundiré en el fondo de los infiernos con el hisopo!', dicen que clamaba el obispo; y el otro le preguntaba: '¿Y si siguen flotando?'. 'Pero, ¿cómo van a flotar si les echo agua bendita?' '¡Están tan lejos!', dicen que dijo el preste, y eso solo dejó al obispo acoquinado, que no se explica lo que le sucedió, y hasta es posible que hubiera seguido adelante con la ceremonia si no fuera porque se le acercó un propio de Aldobrandini y le enteró claramente de que el ministro quería hablar con él: en lo cual terminó el incidente. Los presentes, que eran miles, a una banda y a otra de la ría, vieron por fin cómo el cortejo lo tragaba la espelunca, que por cierto se iluminó al recibirlos, si se ha de creer el testimonio de los marineros que andaban por allí con sus odres haciendo agua y contaron que aquella gente divina dejaba un rastro u olor a marea fuerte, como de berberechos o de caviar, y que la luz iluminante les salía de los cuerpos como a los peces de noche, aunque bastante más intenso y de un verde más suave. El caso fue que se los engulló la cueva, y allí acabó la visión. Como los griegos, pese a la reliquia de san Demetrio por la que pelean los de aquí, nunca dejaron del todo de creer en sus dioses antiguos, esos que ellos mismos inventaron y que han tenido siempre, o como retirados, o como supernumerarios y en reserva, no se han creado graves problemas de conciencia. En cambio, los latinos no aciertan con la explicación, y eso que no hacen ya otra cosa que buscarla, y se murmura entre ellos que entre el obispo y el ministro se cruzaron al respecto palabras violentas, y que salió para Roma un informe en latín con el ruego de una respuesta urgente a la pregunta formulada."

»E1 resto de lo escrito por míster Algernon Smith tiene menos importancia, pues se trata únicamente del desahogo de un ateo que siempre sospechó, sin embargo, que los dioses no habían muerto del todo, y que anuncia a sus superiores ciertas alteraciones en sus ideas personales acerca de la divinidad, si bien sólo en lo profundo de su corazón, ya que en la mera apariencia continuará siendo fiel a la Iglesia Anglicana y a Su Graciosa Majestad que la gobierna. Pero a mí me interesaba saber un poco más de la entrevista del obispo con el ministro, y, como si dijéramos, hojeé el texto de la Historia del mundo hasta encontrarla: que fue en el despacho de Ascanio, quien, de pie y con la mesa por delante, recibió al prelado con ira visible, y, por supuesto, audible, y, sin mandarlo sentar, le exigió una razón suficiente de cuánto acababan de ver, "…no sólo el pueblo entero, señor obispo, sino usted y yo", y el obispo sólo sabía decir que era el demonio, que sin duda era el demonio, que únicamente el demonio podía ser. Pero al ministro no pareció convencerle aquella respuesta balbucida. "Señor obispo, yo he respetado la vida de personas que estorban mi política porque Roma me lo ordena. Señor obispo, yo vivo en difícil castidad forzada porque Roma me dice que, en el caso contrario, iré al Infierno. Y ahora acabo de ver cómo una pareja de dioses fornica en mis narices y en las de Su Señoría Ilustrísima. Señor obispo, el pueblo acaba de ver lo mismo que nosotros, y en el pueblo hay también personas que no pecan por temor al Infierno. ¿Qué pensarán, qué es lo que harán, después de ver lo que han visto?" El obispo estaba consternado. No se atrevía a levantar del suelo la mirada, y el suelo sólo le daba la imagen alucinante de infinitos cuadrados de mármol, blancos y negros. "Roma no miente, Roma jamás engaña, Roma dejará tranquila y satisfecha nuestra razón." "¿También la suya, señor obispo?" "¡También la mía, señor ministro, también la mía!" Esta repetición, cargada de esperanza o decepción, no se puede saber; en cualquier caso, de intención claramente patética, pareció dulcificar un poco a Aldobrandini. Al menos, entonces fue cuando rogó al obispo que se sentara y le preguntó si quería tomar algo.»

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