Te explicarás mi deseo de que escuches cuanto antes el relato de lo que sucedió entre Ascanio y Demónica. ¿Llevarás la sorpresa que llevé, me obligarás a que vuelva atrás en el cuento y te repita esa declaración redonda y neta de que el general Galvano es una entera ficción? Confío en que así sea, no me extrañará, será la prueba de que descubras la utilidad de este peregrinaje por un pasado que nunca pareció concernirte, remoto en sus relaciones con lo que de verdad te importa. Pues, ¡ya lo ves! Por ahora no podemos decir que la invención de Galvano se relacione de algún modo con la de Napoleón, su modelo o su copia; pero me inclino a creer que no son ajenas la una a la otra si se tiene en cuenta el modo de vestir de Della Porta, que es, calcado, el más tópico del emperador de los franceses. ¡Sería demasiada casualidad, una casualidad sospechosa e inaceptable, proponer la mera coincidencia! Tampoco podemos, sin más datos, concluir alegremente que a Napoleón lo inventó Aldobrandini, pues si bien parece (o podría) ser cierto que el uno repite al otro, queda sin respuesta una pregunta que entiendo principal: ¿Por qué, para qué iba a hacerlo Ascanio? Sería atribuirle un espíritu de juego específicamente estético. Pero, sobre todo, ¿cómo? Porque, supuesto que el genio de Aldobrandini le hubiera llevado a semejante aventura de la imaginación, a semejante hazaña de la perspicacia histórica, ¿de qué medios se hubiera valido para comunicarla, para propagarla, para imponerla? No perdamos de vista las proporciones reales: en el concierto de las potencias contemporáneas a la Revolución Francesa, La Gorgona no pasa de estación cómoda para que las escuadras se provean de agua potable; incidentalmente, y sólo para Inglaterra, que tiene medios para asegurarle la independencia (relativa), es también un astillero barato del que todavía obtiene productos de la mejor calidad. En cuanto a sus gobernantes, jamás han sido de los que se tienen en cuenta a la hora de los grandes congresos, de los que se invitan preferentemente y cuya conformidad, o consejo, se buscan. La Gorgona no ha hecho historia ni colaboró con quienes la hacen: se limitó a aprovecharla unas veces, a padecerla otras, como comparsa, ni más ni menos: desde el punto de vista de esta clase de personajes, lo que acontece en los grandes escenarios trágicos resulta algo distinto de lo que nosotros entendemos, los del patio de butacas, o de lo que a nosotros nos han hecho entender: más desvaída y quizá menos solemne, pero siempre aprovechable y necesariamente imitable, cuando no temible. Por otra parte, la fisonomía ofrecida hasta ahora por Ascanio, según la documentación fidedigna, es la de un tirano local, dictador de escasos ámbitos, cuyos instrumentos exteriores no pasan de meros agentes policíacos, informadores o soplones, y aunque llegue a admitir que, como policía política, fuese la suya excelente, no me sirve de prueba de una visión más amplia de una función y de un destino. Recibámosle, pues, sin exagerar sus límites, pero también sin desquiciarla: dentro de la pequenez de la Isla, que tal vez resulte un poco estrecha, no tengo el menor inconveniente en conceptuarlo como un político genial (acabo de decirlo), si, como parece, Galvano della Porta es de su pura y quizá secreta invención: Galvano y cuanto le rodea, Galvano y su mito, Galvano y su lepra, Galvano y sus epifanías crepusculares, Galvano y su hambre sexual, Galvano… Ascanio fue consciente en algún momento de que no bastaba el respaldo de su suegro, es decir, del dinero, para gobernar, e inventó a Galvano, es decir, al que manda, al responsable: comprendió a tiempo que para ciertas operaciones de opresión y poderío no es menester un hombre, sino ante todo un nombre, aunque necesariamente haya de ser (se supone) de muchas campanillas. Escuchad éste: Galvano. ¡Tilín, tilín, tilín, tilín! ¡Oh, Galvano! ¿Cómo íbamos a encontrarlo, la otra tarde, cuando descendimos al castillo en su demanda? Este descubrimiento nos obliga a pensar que el destino de Inés (Agnes) de Bragança no fue la muerte repugnante en brazos de un leproso, el belfo podre en procura de un labio fresco. Pero, ¡qué bien maneja este sujeto los ingredientes melodramáticos! Fíjate tú… ¿Qué habrá sido realmente de Inés? ¿Estará acaso recluida en una mazmorra de la Señoría, como lo estuvo al parecer Demónica, alimentadas una y otra de manos de Aldobrandini, palomas preferidas de un cuidador celoso? Hechos pasados irremediables son: no nos es dado acudir a liberarlas. ¡Y es lástima, porque me gustaría hacer alguna vez en mi vida de Lan-zarote del Lago, o al menos de San Miguel. ¿Lo imaginas, la batalla entre el cojo Aldobrandini, ducho quizás en ardides de pelea, y este profesor cansado que sólo supo en su vida manejar la palabra? Lanzarote del Diccionario, o así… Bueno. Volvamos a lo nuestro: cualquier consideración moral sobre el caso queda ya fuera de tiempo. Pero, estéticamente, ¿verdad que es atractivo, que es fascinante? Imagínate a Ascanio recorriendo, solitario, toc-ti-qui-toc, los corredores profundos donde escucha todavía, el que sabe escuchar, ayes de torturados de antaño. Lleva en una mano una linterna; en la otra, un canastillo con comida y un mínimo servicio. Después de esquinas, escaleras, crujías y encrucijadas llega a un espacio ancho al que dos puertas abren. Se acerca a la primera, saca ese manojo de llaves de todos los carceleros, aro de alambre, piezas enormes que tintinean: una de ellas actúa (rechina); Ascanio empuja la puerta ferrada… ¡Chrrrrr! En el rincón apenas con luz -el ventanuco queda lejos, arriba- Inés medita acerca de su suerte, o quizá de su muerte; acaso ni siquiera medite: se limita a cerrar los ojos que fueron bellos… ¿Dormirá, así sentada, así inmóvil? Ascanio la sacude delicadamente, le habla al oído con dulzura, la anima a que coma. Ella, por fin, lo hace, voraz de pronto, como una niña, sin que el hedor que asciende de algún rincón oscuro se lo estorbe. Ascanio le ha puesto la servilleta, le parte el pan, le ofrece el agua de un vaso… Y cuando Inés aparta el plato de la amargura (donde aún quedan viandas, no puede decirse que la maten de hambre), él lo recoge y coloca encima de una mesilla que está en alguna parte, y advierte a Inés, por si más tarde tiene hambre. Ella ha abierto los ojos, mira hacia la penumbra de la pared frontera, como hacen todos los presos, aunque no todos hayan tenido los ojos tan bellos como Inés, si bien alguno (o alguna) puede haberlos tenido más bellos todavía. Chi lo sà ? La historia está llena de casos… Ascanio, entonces, se sienta junto a ella, empieza a hablar: el sermón de hoy, dicho con voz tan dulce, convincente, continúa el de ayer, preludia el de mañana: hay que ser casta… Por no haberlo sido sufre ahora este castigo. Las penas actuales le serán conmuntadas al llegar al Purgatorio: es lo que sale ganando. La dialéctica de las manos de Ascanio es de las persuasivas, de las apabullantes: lógica pura en dedos de marfil, algunos oscurecidos ya en las yemas a causa del tabaco.
Demónica está bastante menos decaída: pasaron pocos días desde el de su prisión, y, acaso por descuido, tal vez por imprevisión, aunque no quepa descartar en este caso la voluntad deliberada, Ascanio había ordenado que llevaran con ella su maleta, que le entregasen los instrumentos de su coquetería, de modo que ella cambiase de ropa: se muda la interior, y la que lleva no huele mal, todavía, como huele la de Inés. Demónica puede mantenerse erguida y orgullosa, dar a Ascanio la espalda, esquivar la respuesta. Él le cuenta que hace un día excelente, que las chicas de la edad de Demónica pasean por el camino de ronda, que está a punto de llegar a la Isla el almirante Nelson, quien representa a Inglaterra; la protección real y virtual de La Gorgona y de sus gobernantes. «Francia lo evitaría de buena gana, ya lo sabemos, pero los barcos de Francia no se atreven a presentar batalla a los ingleses. ¡Lástima que no lo hagan! Esa gentuza sería arrojada del poder usurpado y volvería a Francia el heredero legítimo del trono… Con él, las cosas en orden.»
Читать дальше