«Nunca nadie la vio, esa cara, si es que la tiene. Porque puede usarla y mostrarla desnuda sólo en la soledad y si no hay por los alrededores un espejo o un vidrio sucio que pueda alcanzar de reojo o bizqueando. Y lo más malo es que ella -y no pienso sólo en ella-, si por un milagro o una sorpresa o una traición se pudiera mirar la cara que se dedicó a cubrir desde los trece años, no podría quererla y ni siquiera reconocerla. Pero ésta, por lo menos, va a tener el privilegio de morir más o menos joven, antes en todo caso de que las arrugas le formen otra máscara definitiva, más difícil de apartar que ésta. Entonces, sosegada la cara, limpia de la triste, movediza preocupación de vivir, tal vez tenga la suerte de que dos viejas la desnuden, la comenten, la laven y la vistan. Y no será imposible que alguno de los que entren a tomar caña en el rancho le sacuda envarado y por compromiso una ramita mojada encima de la frente y observe la extraña forma de cristal que van revelando las gotitas, por no más de un minuto, con la ayuda caprichosa de las velas. Entonces, si sucede, alguno le habrá visto por fin la cara y ella no habrá vivido inútilmente, puede decirse.»
El hombre de la camiseta a cuadros hacía avanzar la persuasión y el ruego hacia la máscara ondulante. Afuera y arriba el viento golpeaba, ajeno a los hombres escondidos en sus cubículos, apretándose estentóreo contra los plantíos, los árboles, las lustrosas ancas nocturnas de las reses. El de la guitarra volvió a preludiar y se alzó a medias para agradecer una copa que le habían hecho servir. Barreiro vio la mirada de Larsen.
– Quién la imagina -dijo, con un poco de orgullo y otro de fastidio-. Es capaz de pasarse regateando hasta la mañana. Norteña, le dicen; tal vez venga de por donde anda usted ahora. Es dura en el oficio. Pero aparte, no crea, gran amiga.
El viento giraba arremolinado y por juego sobre el techo del cafetín, las rectas calles de barro, el edificio de la fábrica de conservas; pero ya enroscaba su mayor violencia encima de la Colonia, de los trigales de invierno, del tren lechero que corría tartamudeante por la planicie negra al otro lado de la ciudad.
– ¿Cuándo tengo lancha para arriba? -preguntó Larsen, volviéndose hacia el mostrador, buscando en los bolsillos como si tuviera ganas de pagar.
– No es nada, hágame el favor -dijo Barreiro-. Las de la carrera no empiezan hasta las seis. Pero a lo mejor sale alguna de carga y lo quieren llevar.
El hombre había apoyado en el respaldo de la silla la poderosa espalda cuadriculada; ajustado el precio, la mujer dejó de agitar la cara y se limitó a cubrirla con una sonrisa de malicioso reproche, de saboreo de secretos felices, que podría mantener sin esfuerzo durante el camino y hasta el alba. Para festejar, el hombre pidió dos copas.
Así que el mundo, éste, el que continuaba siendo el mundo de los demás, no había cambiado, no sufría de su deserción. Irresponsable, tranquilizado, Larsen saludó al hombre que decía llamarse Barreiro y cruzó el salón, imitando por delicadeza el balanceo, el aburrido desdén con que había pisoteado tantos pisos mugrientos de cafetines durante su larga, remotísima residencia en este otro planeta.
El primer aviso creíble lo tuvo Larsen acurrucado en la lancha, cabizbajo, alargando el puño que sujetaba el boleto hacia indecisas olas que alzaba y mantenía vibrantes la proa. Un sol recién nacido ensayaba su apática, rasante claridad. «Una mañanita; linda, fresca mañanita de invierno», pensó para esquivarse. Después, porque no hay coraje sin olvido: «Esta luz de invierno en un día sin viento y metido en ella, mientras ella desinteresada y fría me está rodeando y me mira. Yo haré porque sí, tan indiferente como el resplandor blanco que me está alumbrando, el acto número uno, el número dos y el tres, y así hasta que tenga que detenerme, por conformidad o cansancio, y admitir que algo incomprensible, tal vez útil para otro ha sido cumplido por mi mediación.»
Una milla después bostezó y fue alzando voluntarioso el sombrero negro y protector; inspeccionó los cuerpos soñolientos y estremecidos que lo acompañaban en el banco en forma de herradura de la lancha, parpadeó y puso el ardor de sus ojos al día que acababa de empezar, ciego, incontenible, el mismo día que había resbalado su luz sobre el estupor de lomos gigantes y escamosos, y volvería a deslizaría, con la misma imprevista precisión, encima de rebaños de otras bestias nacidas de una nueva ausencia del hombre.
Entonces -la lancha viró para acercarse cabeceando al atracadero carcomido que llamaban «del Portugués»- Larsen se resolvió, como quien prueba palpando un dolor, a dar entrada a la vanguardia del miedo, a la apostasía, a la parte más próxima del terror, debilitada, soportable, porque se embotó en el asedio, porque estuvo contagiándose de la calidad humana. Entonces pensó: «Este cuerpo; las piernas, los brazos, el sexo, las tripas, lo que me permite la amistad con la gente y las cosas; la cabeza que soy yo y por eso no existe para mí; pero está el hueco del tórax, que ya no es un hueco, relleno con restos, virutas, limaduras , polvo, el desecho de todo lo que me importó todo lo que en el otro mundo permití que me hiciera feliz o desgraciado. Y tan a gusto, y siempre listo para empezar, si me hubiera dejado quedar allí o hubiese podido.»
El sol, apenas enrojecido ahora, estaba ya muy arriba del río. Era la hora en que se despertaba el doctor Díaz Grey y tanteaba buscando el primer cigarrillo, con los ojos cerrados para salvar lo que fuera posible por las imágenes del sueño recién muerto y fortalecer sin imposiciones lo que tuvieran de nostalgia y dulzura. Una madre, una amiga desvanecida, una sonrisa que se había inclinado sobre su almohada -o la blancura efímera de cualquier adiós- sobre la cara más suya, más pura, un poco más joven que imaginaba tener dormido.
Encendió el cigarrillo y entornó los ojos en la penumbra; trataba de adivinar el calor y la temperatura del día en que acababa de ser depositado. Pensó en visitas a enfermos, en visitas de enfermo, en lo bueno y lo malo de la soledad, en la conversación de anoche con Larsen, en la hija de Petrus. Sólo la había visto, de cerca, dos veces.
Durante años los Petrus estuvieron viviendo en Santa María, en Puerto Astillero y en cualquier ciudad de Europa, sin quedarse más que algunos meses en ningún lugar. Aunque las ausencias del viejo Petrus fueron siempre más cortas que las del resto de cada grupo familiar transportado. Y, en realidad, él no hacía otra cosa que acompañar a la esposa y a la hija, una gobernanta, una cuñada o hermana, instalarlas en la seguridad y la comodidad, dejar minuciosamente planeadas sus vidas por un tiempo a fin de poder olvidarlas sin remordimiento y con una gozosa, pregustada resolución. Pudo ser visto: pequeño y seco, rápido y preciso, con las duras patillas entonces negras y los sombreros redondos y los trajes cerrados y rabones de aquella posguerra, de una moda que parecía inventada para su tipo de complicada y austera dignidad. De aquella moda todavía se encontraban sorprendentes rémoras en las ropas que se encargaba ahora. Más que como marido y padre, como un empleado, un mayordomo, un consejero de la familia que sólo buscara como recompensa la sensación armoniosa de su propia eficiencia, indiferente a que se lo agradecieran o no, despreocupado de que la mujer (la hija no había nacido o no contaba) y la infaltable pariente renovada en cada viaje, pero siempre la misma, coincidieran con él en conceptos de confort, prestigio, salud y belleza panorámica.
Empeñado en obtener aquellos pequeños triunfos de organización no tanto para satisfacer su vanidad, que tal vez nunca necesitó ser alimentada desde el exterior, sino porque debía considerar su logro como un suave, desenmohecedor ejercicio de sus potencias en los períodos en que, forzosamente, los negocios no podían ser otra cosa que aprensiones y fantasías. Aquellos pequeños, útiles, desdeñables triunfos obtenidos con y contra horarios de trenes, folletos de turismo mapas carreteros, cicerones y consejos amistosos.
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