Se despidió de madrugada y silabeó todos los juramentos que le fueron requeridos. Llevándola del brazo, flanqueado por ella y por el perro, recorrió hacia el portón el increíble silencio ya sin luna y no quiso volverse, ni antes ni después del beso, para mirar la forma de la casa inaccesible. Al final de la avenida, dobló hacia la derecha y se puso a caminar en dirección al astillero. Ya no era, en aquella hora, en aquella circunstancia, Larsen ni nadie. Estar con la mujer había sido una visita al pasado, una entrevista lograda en una sesión de espiritismo, una sonrisa, un consuelo, una niebla que cualquier otro podría haber conocido en su lugar.
Caminó hasta el astillero para mirar el enorme cubo oscuro, por mandato; hizo un rodeo para husmear silencioso la casilla donde había vivido Gálvez con su mujer. Olió las brasas de la leña de eucalipto, pisoteó huellas de tareas, se fue agachando hasta sentarse en un cajón y encendió un cigarrillo. Ahora estaba encogido, inmóvil en la parte más alta del mundo y tenía conciencia en el centro de la perfecta soledad que había supuesto, y casi deseado, tantas veces en años remotos.
Primero oyó el rumor; vio en seguida la luz amarillenta, aguda, en las hendijas geométricas de la casilla. El ruido fue al principio una ciega, aguda protesta de cachorros; después, a medida que él iba cometiendo el error de enterarse, se hizo humano, casi comprensible, imprecatorio. Tal vez la luz siniestra le dijera más que el grito sofocado e incesante; cerró los ojos para no verla y continuó fumando hasta que le ardieron los dedos. Él, alguno, hecho un montón en el tope de la noche helada, tratando de no ser, de convertir su soledad en ausencia.
Se alzó dolorido y fue arrastrando los pies hacia la casilla. Se empinó hasta alcanzar el agujero serruchado con limpieza que llamaban ventana y que cubrían en parte vidrios, cartones y trapos.
Vio a la mujer en la cama, semidesnuda, sangrante, forcejeando, con los dedos clavados en la cabeza que movía con furia y a compás. Vio la rotunda barriga asombrosa, distinguió los rápidos brillos de los ojos de vidrio y de los dientes apretados. Sólo al rato comprendió y pudo imaginar la trampa. Temblando de miedo y asco se apartó de la ventana y se puso en marcha hacia la costa. Cruzó, casi corriendo, embarrado, frente al Belgrano dormido, alcanzó unos minutos después el muelle de tablas y se puso a respirar con lágrimas el olor de la vegetación invisible, de maderas y charcos podridos.
Los lancheros lo despertaron antes del amanecer debajo del cartel Puerto Astillero. Averiguó que iban hacia el norte y le aceptaron sin esfuerzo el reloj en pago del pasaje. Acurrucado en la popa se dispuso a esperar que los hombres terminaron la carga. Se levantaba el día cuando encendieron el motor y gritaron frases de despedida. Perdido en el sobretodo, ansioso y enfriado, Larsen imaginaba un paisaje soleado en el que Josefina jugaba con el perro; un saludo lánguido y altísimo de la hija de Petrus. Cuando pudo ver se miró las manos; contemplaba la formación de arrugas, la rapidez con que se iban hinchando las venas. Hizo un esfuerzo para torcer la cabeza y estuvo mirando -mientras la lancha arrancaba y corría inclinada y sinuosa hacia el centro del río- la ruina veloz del astillero, el silencioso derrumbe de las paredes. Sorda al estrépito de la embarcación, su colgante oreja pudo discernir aún el susurro del musgo creciendo en los montones de ladrillos y el del orín devorando el hierro.
(O mejor, los lancheros lo encontraron, pisándolo casi, encogido, negro, con la cabeza que tocaba las rodillas protegidas por el untuoso prestigio del sombrero, empapado por el rocío, delirando. Explicó con grosería que necesitaba escapar, manoteó aterrorizado el revólver y le rompieron la boca. Alguno después tuvo lástima y lo levantaron del barro; le dieron un trago de caña, risas y palmadas, fingieron limpiarle la ropa, el uniforme sombrío, raído por la adversidad, tirante por la gordura. Eran tres, los lancheros, y sus nombres constan; estuvieron atravesando el frío de la madrugada, moviéndose sin apuros ni errores entre el barco y el pequeño galpón de mercaderías, cargando cosas, insultándose con amansada paciencia. Larsen les ofreció el reloj y lo admiraron sin aceptarlo. Tratando de no humillarlo, lo ayudaron a trepar y acomodarse en la banqueta de popa. Mientras la lancha temblaba sacudida por el motor, Larsen, abrigado con las bolsas secas que le tiraron, pudo imaginar en detalle la destrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se deslizaba incontenible por las fisuras del invierno decrépito. Lo respiraba lamiéndose la sangre del labio partido a medida que la lancha empinada remontaba el río. Murió de pulmonía en El Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.)