Juan Carlos Onetti
El astillero
Hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días, página discutida y apasionante -aunque ya casi olvidada- de nuestra historia ciudadana. Pocos lo oyeron y es seguro que el mismo Larsen, enfermo entonces por la derrota, escoltado por la policía, olvidó en seguida la frase, renunció a toda esperanza que se vinculara con su regreso a nosotros.
De todos modos, cinco años después de la clausura de aquella anécdota, Larsen bajó una mañana en la parada de los «omnibuses» que llegan de Colón, puso un momento la valija en el suelo para estirar hacia los nudillos los puños de seda de la camisa, y empezó a entrar en Santa María, poco después de terminar la lluvia, lento y balanceándose, tal vez más gordo, más bajo, confundible y domado en apariencia.
Tomó el aperitivo en el mostrador del Berna, persiguiendo calmoso los ojos del patrón hasta obtener un silencioso reconocimiento. Almorzó allí, solitario y rodeado por las camisas a cuadros de los camioneros. (Ahora éstos disputaban al ferrocarril las cargas hasta El Rosario y los pueblos litorales del norte; parecían haber sido paridos así, robustos, veinteañeros, gritones y sin pasado, junto con el camino de macadam inaugurado unos meses atrás.) Se cambió después a una mesa próxima a la puerta y a la ventana para tomar el café con gotas.
Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel mediodía de fines de otoño. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero frente a cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa del reencuentro. Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz, acodado en la mesa, el cigarrillo en la boca, paralelo a la humedad de la avenida Artigas, mirando las caras que entraban, sin otro propósito que la contabilidad sentimental de lealtades y desvíos; registrando unas y otras con la misma fácil, breve sonrisa, con las contracciones involuntarias de la boca.
Pagó el almuerzo, con la exagerada propina de siempre, reconquistó su pieza en la pensión de encima del Berna y después de la siesta, más verdadero, menos notable por haberse aliviado de la valija, se puso a recorrer Santa María, pesado, taconeando sin oírse, paseando ante la gente y puertas y vidrieras de comercios su aire de forastero incurioso. Caminó sobre los cuatro costados y las dos diagonales de la plaza como si estuviera resolviendo el problema de ir desde A hasta B, empleando todos los senderos y sin pisar sus pasos anteriores; fue y volvió frente a la verja negra, recién pintada, de la iglesia; entró en la botica, que seguía siendo de Barthé -más lento que nunca, más característico, más alerta-, para pesarse, comprar jabón y dentífrico, contemplar como a la imprevista foto de un amigo el cartel que anunciaba: «El farmacéutico estará ausente hasta las 17».
Insinuó después una excursión a los alrededores, fue bajando, aumentando el balanceo del cuerpo, tres o cuatro de las cuadras que llevan a la convergencia del camino de la costa con el que va a la Colonia, por la descuidada calle en cuyo final está la casita con balcones celestes, alquilada ahora por Morentz, el dentista. Lo vieron más tarde cerca del molino de Redondo, con los zapatos hundidos en el pasto mojado, fumando contra un árbol; golpeó las manos en la granja de Mantero, compró un vaso de leche y pan, no contestó directamente a las preguntas de los que trataron de ubicarlo («estaba triste, envejecido y con ganas de pelear; mostraba el dinero como si tuviéramos miedo de que se fuera sin pagarnos»). Llegó, probablemente, a perderse durante unas horas en la Colonia, y reapareció, a las siete y media de la tarde, en el mostrador del bar del Plaza que no había visitado nunca cuando vivió en Santa María. Estuvo repitiendo allí, hasta la noche, las farsas de agresión y curiosidad que atribuyeron a su estada del mediodía en el Berna.
Disputó benévolo con el barman - con una tacita, mantenida alusión al tema que llevaba cinco años de enterrado- acerca de fórmulas de cócteles, del tamaño de los pedazos de hielo, del largo de las cucharas de revolver. Tal vez haya esperado a Marcos y sus amigos; miró al doctor Díaz Grey y no quiso saludarlo. Pagó esta otra cuenta, empujó sobre el mostrador la propina y fue bajándose con seguridad y torpeza del taburete, fue caminando por la tira de linóleo, balanceándose con el premeditado compás, corto y ancho, seguro de que la verdad, aunque marchita, iba naciendo de los golpes de sus zapatos y se transfería al aire, a los demás, con insolencia, con sencillez.
Salió del hotel y es seguro que cruzó la plaza para dormir en la habitación del Berna. Pero ningún habitante de la ciudad recuerda haberlo visto nuevamente antes de que se cumplieran quince días de su regreso. Entonces, era un domingo, todos lo vimos en la vereda de la iglesia, cuando terminaba la misa de once, artero, viejo y empolvado, con un diminuto ramo de violetas que apoyaba contra el corazón. Vimos a la hija de Jeremías Petrus -única, idiota, soltera- pasar frente a Larsen, arrastrando al padre feroz y giboso, casi sonreír a las violetas, parpadear con terror y deslumbramiento, inclinar hacia el suelo, un paso después, la boca en trompa, los inquietos ojos que parecían bizcos.
Fue la casualidad, claro, porque Larsen no podía saberlo. De todos los habitantes de Santa María, sólo Vázquez, el distribuidor de diarios, puede aceptarse como posible corresponsal de Larsen durante los cinco años de destierro; y no está probado que Vázquez sepa escribir y no es creíble que el astillero en ruinas, la grandeza y decadencia de Jeremías Petrus, el caserón con estatuas de mármol y la muchacha idiota sean temas de cualquier hipotético epistolario de Froilán Vázquez. O no fue la casualidad, sino el destino. El olfato y la intuición de Larsen, puesto al servicio de su destino, lo trajeron de vuelta a Santa María para cumplir el ingenuo desquite de imponer nuevamente su presencia a las calles y a las salas de los negocios públicos de la ciudad odiada. Y lo guiaron después hasta la casa con mármoles, goteras y pasto crecido, hasta los enredos de cables eléctricos del astillero.
Dos días después de su regreso, según se supo, Larsen salió temprano de la pensión y fue caminando lentamente -acentuados, para quienes pudieran reconocerlo, el balanceo, el taconear, la gordura, aquella expresión de condescendencia, de hacer favores y rechazar el agradecimiento- por la rambla desierta, hasta el muelle de pescadores. Desdobló el diario para sentarse encima, estuvo mirando la forma nublada de la costa de enfrente, el trajinar de camiones en la explanada de la fábrica de conservas de Enduro, los botes de trabajo y los que se apartaban, largos, livianos, incomprensiblemente urgidos, del Club de Remo. Sin abandonar la piedra húmeda del muelle, almorzó pescado frito, pan y vino, que le vendieron muchachitos descalzos, insistentes, vestidos aún con sus harapos de verano. Vio el derribo de la balsa y su descarga, examinó con negligencia las caras del grupo de pasajeros; bostezó, separó de la corbata negra el alfiler con perla para limpiarse los dientes. Pensó en algunas muertes y esto lo fue llenando de recuerdos, de sonrisas despectivas, de refranes, de intentos de corrección de destinos ajenos, en general confusos, ya cumplidos, hasta cerca de las dos de la tarde, cuando se levantó, hizo correr dos dedos ensalivados por la raya de los pantalones, recogió el diario aparecido la noche anterior en Buenos Aires y se fue mezclando con la gente que descendía la escalinata para ocupar la lancha entoldada, blanca, que iba a remontar el río.
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