Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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– Vamos que llueve, que va a ser noche -dijo.

Entonces Larsen alzó del mostrador la fusta, veloz y cortés, para ofrecerla a la mujer del pelo largo, la risa, y las botas, sin palabras, sin mirarla. Esperó a que se fueran, las vio montar los caballos en el paisaje amarillento y desconsolado de la vidriera, reanudó con el patrón la charla estéril sobre anises, invitó a tomar y no hizo preguntas y mintió para contestar las que le hicieron.

Oscurecía y apenas lloviznaba cuando empezó a moverse para tomar la última lancha a Santa María, anduvo lento, dejándose mojar por las gotas que caían de los árboles, hasta la penumbra y la soledad del muelle. No quería proyectar ni admitir. Pensó distraído en la mujer del traje de montar; imaginó el ímpetu, el hastío.

LA GLORIETA-I

Estuvo, como se ha dicho, dos semanas después en el atrio, al final de la misa, ofreciendo con un gesto tímido el ramo de primeras violetas que sostenía contra el pecho; estuvo allí, en el mediodía de un domingo, segregando, sin defenderse, el ridículo, rígido y tranquilo, engordando sin prisa en el interior del abrigo oscuro y entallado, indiferente, solo, abandonándose como una estatua a las miradas, a la intemperie, a los pájaros, a las palabras despectivas que nunca le repetirían en la cara. Esto fue en junio, por San Juan, cuando la hija de Petrus, Angélica Inés, estuvo viviendo unos días en Santa María, en casa de unos parientes, cerca de la Colonia.

Y después estuvo -ya de vuelta en Puerto Astillero e instalado en una habitación sórdida, a los fondos de lo de Belgrano -junto al portón de hierro donde se enlazaban con discreción una J y una P . Pisó el jardín abrumado de yuyos de la casa que había construido Petrus sobre catorce pilares de cemento, junto al río, próximo al astillero. Cuchicheó a lo largo de noches ambiguas, rememorativas, profesionales, con la sirvienta. Tenía treinta años, había sido criada por la esposa difunta de Petrus, estaba gastando su vida en un juego de adoración, de fraternidad, de dominio, de revancha, en el que «la niña» y su estupidez eran a la vez el objeto, el aliciente y el otro jugador. Hasta que obtuvo una serie de encuentros, casi idénticos y tan semejantes que podrían haber sido recordados como tediosas repeticiones de una misma escena fallida; encuentros cuya gracia estaba igualmente repartida entre la distancia, la luminosidad del invierno que se había hecho seco, la suave incongruencia de los largos y blancos vestidos de Angélica Inés Petrus, la lentitud dramática del movimiento con que Larsen liberaba su cabeza del sombrero negro y lo sostenía unos segundos, unos centímetros, por encima de su sonrisa, hechizada, candorosa, postiza.

Luego vino el primer encuentro verdadero, la entrevista en el jardín en que Larsen fue humillado sin propósito y sin saberlo, en que le fue ofrecido un símbolo de humillaciones futuras y del fracaso final, una luz de peligro, una invitación a la renuncia que él fue incapaz de interpretar. No reconoció la calidad novedosa del problema que lo enfrentaba con miradas furtivas, escondiendo la mitad de la sonrisa para morderse las uñas; la vejez o el exceso de confianza le hicieron creer que la experiencia puede llegar a ser, por extensión y riqueza, infalible.

El viejo Petrus estaba en Buenos Aires, inventando escritos reivindicatorios con su abogado o buscando pruebas de su visión de pionero, de su fe en la grandeza de la nación, o trotando encogido, piadoso e indignado por oficinas de ministerios, por gerencias de bancos. Josefina, la sirvienta, dijo que sí después de dos noches de asedio; después de tener en los hombros, por sorpresa, un pañuelo de seda; después de ruegos, exaltaciones del amor y sus tormentos, que no se originaban exclusivamente en Angélica Inés Petrus sino -con amplitud, con vaguedad- en todas las mujeres que habían suspirado sobre la tierra, con especial inclusión de ella, Josefina, la sirvienta.

De modo que Larsen recorrió una tarde, a las cinco, la calle de eucaliptos, lento, de negro, planchado, limpio, digno, con un paquete de dulces colgados de un dedo, defendiendo los zapatos relucientes de los charcos de la última lluvia, pesado de trucos y seguridades, codicioso y contenido.

– Como un reloj -dijo Josefina en el portón, un poco burlona, un poco amarga; tenía un delantal nuevo, lleno de dibujos de flores y almidón.

Larsen se tocó el ala del sombrero y le ofreció la bandeja de dulces.

– Traje algo -dijo con disculpa, con modestia.

Ella no extendió un dedo para tomar el paquete por el lazo de cinta celeste como esperaba Junta; lo sostuvo con la mano, vertical, como un libro, contra la curva del muslo y miró al hombre de arriba abajo desde la sonrisa enternecida hasta las puntas de charol, incólumes.

– Me gustaría no haberlo hecho -dijo-. Pero ahora lo está esperando. No se olvide de lo que le dije. Toma el té y se va, la respeta.

– Claro, mi hija -asintió Larsen; le buscó los ojos y fue ensombreciendo la cara-. Como usted quiera. Si lo prefiere, me voy desde la puerta. Usted manda, mi hija.

Ella volvió a mirarlo, ahora en los ojos pequeños, plácidos, que sostenían sin esfuerzo el decoro y la obediencia. Encogió los hombros y se puso a caminar por el jardín. Con el sombrero en la mano, mirándole las caderas, la firmeza del paso, Larsen la siguió con desconfianza, inseguro de que lo hubiera invitado a entrar.

El pasto había crecido a su capricho durante todo el año, por lo menos, y las cortezas de los árboles tenían manchas blancas y verdes, de humedad sin brillo. En el centro del jardín -a Larsen le bastaba, ahora, seguir con el oído la continuidad de los pasos, el ruido de cuchilla de las piernas de la mujer entre los yuyos- había un estanque, redondo, defendido por un muro de un metro, musgoso, con grietas ocupadas por tallos secos. Junto al estanque después del estanque, una glorieta, también circular, hecha con listones de madera, pintados de un azul marino y desteñido, que imponían formas de rombo al aire. Más allá de la glorieta estaba la casa de cemento, blanca y gris, sucia, cúbica, numerosa de ventanas, alzada sin gracia por los pilares, excesivamente, sobre el nivel de las probables crecidas del río. En todas partes, manchadas y semicubiertas por el ramaje, blanqueaban mujeres de mármol desnudas. «Lo están dejando convertir en una ruina, pensó Larsen con disgusto; doscientos mil pesos y me quedo corto; y quién sabe cuánto terreno hay atrás, desde la casa al río.» Josefina bordeó el estanque y Larsen, dócilmente, miró de reojo el agua sucia, la confusión de las plantas en la superficie, el angelito que se encorvaba en el centro.

La mujer se detuvo en la puerta de la glorieta y alzó con pereza un brazo. Defraudado, Larsen hizo una sonrisa y un cabeceo, se quitó el sombrero y avanzó hacia la mesa de cemento de la glorieta, rodeada de sillas de hierro, cubierta por un mantel bordado, por tazas, por un vaso de violetas, por platos con tortas y dulces.

– Póngase cómodo. En seguida llega. La tarde no está fría -dijo Josefina, sin mirarlo, balanceando la mano con el paquete.

– Gracias, todo está perfecto -volvió a inclinar la cabeza hacia la mujer, hacia la forma baja y presurosa que se alejaba rozando las maderas de la glorieta.

Tratando de analizar su sensación de estafa, Larsen colgó su sombrero de un clavo, palpó el asiento de hierro y puso sobre él un pañuelo abierto antes de sentarse.

Eran las cinco de la tarde, al fin de un día de invierno soleado. A través de los tablones mal pulidos, groseramente pintados de azul, Larsen contempló fragmentos rombales de la decadencia de la hora y del paisaje, vio la sombra que avanzaba como perseguida, el pastizal que se doblaba sin viento. Un olor húmedo, enfriado y profundo, un olor nocturno o para ojos cerrados, llegaba desde el estanque. Al otro lado, la casa se alzaba sobre los delgados prismas de cemento, sobre el alto hueco de oscuridad violácea, sobre pilas de colchones y asientos de verano, una manga de riego, una bicicleta. Bajando un párpado para mirar mejor, Larsen veía la casa como la forma vacía de un cielo ambicionado, prometido; como las puertas de una ciudad en la que deseaba entrar, definitivamente, para usar el tiempo restante en el ejercicio de venganza sin trascendencia, de sensualidad sin vigor, de un dominio narcisista y desatento.

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