Y que Gálvez o Kunz contestaba, con la voz de Jeremías Petrus, ritual y apático:
– Soy un pionero, señores accionistas.
Cruzaron dos oficinas sin puertas -polvo, desorden, una soledad palpable, el entrevero de cables de un conmutador telefónico, el insistente, increíble azul de los planos en ferroprusiato, idénticos muebles con patas astilladas- antes de que Petrus circundara una enorme mesa ovalada, sin otra cosa encima que tierra, dos teléfonos, secantes verdes, gastados y vírgenes.
Colgó el sombrero e invitó a Larsen a sentarse. Meditó un instante, las grandes cejas juntas, las manos abiertas sobre la mesa; después sonrió de improviso entre las largas patillas chatas mirando los ojos de Larsen, sin mostrar alegría, sin ofrecer otra cosa que los largos dientes amarillos, y tal vez, el pequeño orgullo de tenerlos. Friolento, incapaz de indignación y de verdadero asombro, Larsen fue asintiendo en las pausas del discurso inmortal que habían escuchado, esperanzados y agradecidos, meses o años atrás, Gálvez, Kunz, decenas de hombres miserables -desparramados ahora, desaparecidos, muertos algunos, fantasmas todos- para los cuales las frases lentas, bien pronunciadas, la oferta variable y fascinante, corroboraban la existencia de Dios, de la buena suerte o de la justicia rezagada pero infalible.
– Más de treinta millones, señor. Y esta cifra no incluye la enorme valorización de algunos de los bienes en los últimos años, ni incluye tampoco muchos otros que aún pueden ser salvados, como kilómetros de caminos que en parte vuelvan a convertirse en tierra, y el primer tramo de la vía férrea. Hablo de lo que existe, de lo que puede ser negociado en cualquier momento por esa suma. El edificio, el hierro de los barcos, máquinas y piezas que usted podrá ver en cualquier momento en el cobertizo. El señor Kunz recibirá instrucciones al respecto. Todo indica que muy pronto el juez levantará la quiebra y entonces, libres de la fiscalización, verdaderamente asfixiante, burocrática, de la Junta de Acreedores, podremos hacer renacer la empresa y darle nuevos impulsos. Cuento desde ahora con los capitales necesarios; no tendré más trabajo que elegir. Es para eso que me serán importantes sus servicios, señor. Soy buen juez de hombres y estoy seguro de no arrepentirme. Pero es necesario que usted tome contacto con la empresa sin pérdida de tiempo. El puesto que le ofrezco es la Gerencia General de Jeremías Petrus, Sociedad Anónima. La responsabilidad es muy grande y la tarea que lo espera será pesada. En cuanto a sus honorarios, quedo a la espera de su propuesta tan pronto como esté usted en condiciones de apreciar qué espera la empresa de su dedicación, de su inteligencia y de su honradez.
Había estado hablando con las manos frente a la cara, unidas por las puntas de los dedos; volvió a ponerlas sobre la mesa, a mostrar los dientes.
– Le voy a contestar, señor, como usted dice -repuso Larsen, calmoso-, cuando estudie el panorama. No son cosas para andar improvisando -reservó la cifra que había redondeado desde días atrás, desde que Angélica Inés le confirmara, mirándolo incrédula, muequeante, no sólo en el principio del amor sino también del respeto, que el viejo Petrus pensaba ofrecerle un puesto en el astillero, una posición tentadora y firme, algo capaz de retener al señor Larsen, un cargo y un porvenir que superaran las propuestas de Buenos Aires que el señor Larsen estaba considerando.
Jeremías Petrus se levantó y recogió el sombrero. Caviloso, aceptando a disgusto el regreso de la fe, rebelándose tibiamente contra la sensación de amparo que segregaban las espaldas encogidas del viejo, Larsen lo custodió a través de las dos habitaciones vacías en el aire luminoso y helado de la sala principal.
– Los muchachos se han ido a comer -dijo Petrus, tolerante, con un tercio de su sonrisa-. Pero no perdamos tiempo. Venga por la tarde y preséntese. Usted es el Gerente General. Tengo que irme para Buenos Aires a mediodía. Los detalles los arreglaremos después.
Larsen quedó solo. Con las manos a la espalda, pisando cuidadoso planos y documentos, zonas de polvo, tablas gemidoras, comenzó a pasearse por la enorme oficina vacía. Las ventanas habían tenido vidrios, cada pareja de cables rotos enchufaba con un teléfono, veinte o treinta hombres se inclinaban sobre los escritorios, una muchacha metía y sacaba sin errores las fichas del conmutador («Petrus, Sociedad Anónima, buenos días»), otras muchachas se movían meneándose hasta los ficheros metálicos. Y el viejo obligaba a las mujeres a llevar guardapolvos grises y tal vez ellas creyeran que era él quien las obligaba a conservarse solteras y no dar escándalos. Trescientas cartas por día, lo menos, despachaban los chicos de la Sección Expedición. Allá en el fondo, invisible, creído a medias, tan viejo como hoy, seguro y chiquito, el viejo. Treinta millones.
Los muchachos, Kunz y Gálvez, estaban comiendo en lo de Belgrano. Si Larsen hubiera atendido su propia hambre aquel mediodía, si no hubiera preferido ayunar entre símbolos, en un aire de epílogo que él fortalecía y amaba, sin saberlo -y ya con la intensidad de amor, reencuentro y reposo con que se aspira el aire de la tierra natal-, tal vez hubiera logrado salvarse o, por lo menos, continuar perdiéndose sin tener que aceptarlo, sin que su perdición se hiciera inocultable, pública, gozosa.
Varias veces, a contar desde la tarde en que desembarcó impensadamente en Puerto Astillero, detrás de una mujer gorda cargada con una canasta y una niña dormida, había presentido el hueco voraz de una trampa indefinible. Ahora estaba en la trampa y era incapaz de nombrarla, incapaz de conocer que había viajado, había hecho planes, sonrisas, actos de astucia y paciencia sólo para meterse en ella, para aquietarse en un refugio final desesperanzado y absurdo.
Si hubiera recorrido el edificio vacío para buscar la escalera de salida -milagrosamente, una mujer de metal continuaba volando a su pie, sonriente, con las ropas y el pelo arrastrado rígidamente por un viento marino, sosteniendo sin esfuerzo una desproporcionada antorcha con llama de cristal retorcido-, es seguro que habría entrado a almorzar en lo de Belgrano. Y entonces hubiera ocurrido -ahora, antes de que aceptara perderse- lo que sucedió veinticuatro horas después, en el mediodía siguiente, cuando él ya había hecho, ignorándolo, la elección irrevocable.
Porque al siguiente mediodía entró en lo de Belgrano y vio que Gálvez y Kunz se volvían para mirarlo desde la mesa en que comían; no lo invitaron a sentarse con ellos, no lo llamaron. Pero mantuvieron sus ojos, sus caras de asechanza y liviana sabiduría dirigidas hacia él, sin pedir nada ni desearlo, como si contemplaran un cielo nublado y esperaran desinteresados la caída de la lluvia. De modo que Larsen se acercó a la mesa desprendiéndose el sobretodo, y roncó:
– Permiso, si no molesto.
Renunció al fiambre para alcanzarlos; comieron la sopa, el asado y el flan mientras hablaban, vehementes, insinceros, sin tomar partido, de climas, cosechas, políticas, la vida nocturna en las diversas capitales de provincia. Cuando fumaban sobre pocillos de café, Kunz, el más viejo, que parecía teñirse el pelo y las cejas, miró a Gálvez y señaló a Larsen con un dedo.
– ¿Así que usted es el nuevo Gerente General? ¿Cuánto? ¿Tres mil? Perdone, pero como Gálvez está a cargo de la administración lo vamos a saber muy pronto. Tiene que anotarlo en los libros. Acreditado al señor Larsen, ¿Larsen, verdad?, dos o tres o cinco mil pesos por sus honorarios correspondientes al mes de junio.
Larsen lo miró, primero a uno, un rato, después al otro, tomándose tiempo; había construido una frase insultante, sonora, ideal para su voz de bajo y para el silabeo moroso. Pero no pudo comprobar que se burlaran; el más viejo, peludo y redondo, corpulento, encorvado como una araña, con la piel de la cara marcada por arrugas profundas y escasas, Kunz, lo miraba sin otra cosa que curiosidad y un brillo de ilusión infantil en los ojos renegridos; el otro, Gálvez, mostró con franqueza la dentadura de adolescente y se acarició calmoso la cabeza desnuda.
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