Se guardó el plano en un bolsillo del sobretodo, tratando de no mancharse. Con un lado de la boca sonrió, indulgente y viril -como a viejos rivales, tantas veces vencidos que el mutuo antagonismo era ahora blando y simpático como un hábito-, a la soledad, al espacio y a la ruina. Juntó las manos en la espalda y volvió a escupir, no contra algo concreto, sino hacia todo, contra lo que estaba visible o representado, lo que podía recordarse sin necesidad de palabras o imágenes; contra el miedo, las diversas ignorancias, la miseria, el estrago, y la muerte. Escupió sin sacudir la cabeza, con una coordinación perfecta de los labios y la lengua; escupió hacia arriba y hacia el frente, experto y definitivo, siguiendo con impersonal complacencia la parábola del proyectil. No pensó la palabra oficina ni la palabra escritorio; pensó: «Voy a instalar mi despacho en la pieza donde está el conmutador ya que el viejo se reservó la más grande, la que tiene o le quedan mamparas de vidrio.»
Debían ser las dos de la tarde; Gálvez y Kunz habrían vuelto ya para completar el inventario; era imposible conseguir un almuerzo en el Belgrano. Separando vigorosamente el lomo de la pila de balsas que se estropeaban bajo una rotura del techo, con las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, seguro con exactitud de los centímetros de su estatura, del ancho de los hombros, de la presión de los tacones sobre la tierra perennemente húmeda, sobre los pastos tenaces, se puso en marcha hacia la entrada del galpón. Iba con el sombrero descuidado en la cabeza, los ojos moviéndose a compás, desconfiados por deber, para pasar revista a las filas de máquinas rojizas, paralizadas tal vez para siempre, a la monótona geometría de los casilleros colmados de cadáveres de herramientas, alzada hasta el techo del edificio, continuándose, indiferente y sucia, más allá de la vista, más allá del último peldaño de toda escalera imaginable.
Fue, paso a paso, con la velocidad que intuía apropiada a la ceremonia, cargando deliberadamente con la amargura y el escepticismo de la derrota para sustraerlos a las piezas de metal en sus tumbas, a las corpulentas máquinas en sus mausoleos, a los cenotafios de yuyo, lodo y sombra, rincones distribuidos sin concierto que habían contenido, cinco o diez años antes, la voluntad estúpida y orgullosa de un obrero, la grosería de un capataz. Iba vigilante, inquieto, implacable y paternal, disimuladamente majestuoso, resuelto a desparramar ascensos y cesantías, necesitando creer que todo aquello era suyo y necesitando entregarse sin reservas a todo aquello con el único propósito de darle un sentido y atribuir este sentido a los años que le quedaban por vivir y, en consecuencia, a la totalidad de su vida. Paso a paso, oprimiendo sin ruido la suavidad del piso, sin dejar de mover los ojos a derecha e izquierda, hacia máquinas estropeadas, hacia bocas de casilleros tapados con telarañas. Paso a paso hasta salir al viento frío y débil, a la humedad que se agolpaba en neblina, ya perdido y atrapado.
De modo que Larsen ya estaba hechizado y resuelto cuando entró en lo de Belgrano, al mediodía siguiente y almorzó con Gálvez y Kunz. Nunca se supo con certeza si eligió encabezar la lista mensual de sueldos con cinco o seis mil pesos. En realidad, su preferencia por una y otra cifra sólo podía tener importancia para Gálvez, que escribía la lista a máquina, con varias copias, cada día 25, interrumpiéndose para frotarse la calva con ataques de furia. Cada día 25 volvía a descubrir, a comprender el absurdo regular y permanente en que estaba sumergido. La revolución periódica lo obligaba a interrumpirse y caminar, ir y volver por la gran sala desierta, las manos en la espalda, el cuello envuelto con la bufanda marrón, deteniéndose frente a la mesa de dibujo de Kunz para mostrarle la risa blanca, silenciosa, siempre exasperada y pronta.
De modo que fueron cinco o seis mil, puntualmente acreditados en los libros, cinco o seis, según las supersticiones de Larsen lo inclinaran a los números pares o nones. Había elegido la cifra y el resto y ahora llegaba cada mañana antes que nadie, pensaba, temblando de frío, sin admitir que sólo había aventajado a Gálvez y a Kunz, para instalarse en la pieza designada como asiento de la Gerencia General, el despacho dominado por el conmutador telefónico, con su entrevero negro de cables, ahora menos polvoriento y sucio, definitivamente sordo y mudo.
«Este pobre gordito, este difunto sin sepelio, esta hormiguita laboriosa», podría haber dicho Larsen de sí mismo dos meses antes, si hubiera podido verse entrar a las ocho de la mañana en el despacho de la Gerencia General, quitarse el sombrero, el sobretodo y los guantes, acomodar el cuerpo en la silla cubierta por cuero agujereado, y revisar las pilas de carpetas que había seleccionado y puesto encima del escritorio la tarde anterior.
Los timbres funcionaban, o volvieron a funcionar, desde que él dedicó una jornada a trabajar en los cables. Había pintado con letras negras Gerencia General sobre el vidrio escamoso de la mampara. Un la mitad de la mañana interrumpía el aburrimiento de los azules «muy señores nuestros» precedidos siempre por una fecha de cinco o diez años atrás; interrumpía las historias de precios, toneladas y peritajes, de ofertas e infaltables contraofertas, para apretar uno de los dos timbres sobre el escritorio, Gálvez o Kunz, arreglarse la corbata y ensayar en la soledad una mirada y una sonrisa. Ellos, uno u otro, empezaban a burlarse desde que oían la trabajosa agitación de la campanilla; golpeando la puerta, pedían permiso, lo llamaban señor.
No iba a cobrar, en todo caso, ni cinco ni seis mil pesos a fin de mes. Pero nadie le negaba la satisfacción de imponer un asiento con una sonrisa, con un manoteo afectuoso, al hombre que empujaba la puerta de madera y vidrio de la Gerencia General, Gálvez o Kunz, ni tampoco el placer demente de hacer preguntas y obtener respuestas sobre temas de sonido prestigioso y que muy probablemente no aludieran a nada: alternativas de la balanza de pagos, límites actuales de la compresión de las calderas.
Cruzaba las piernas, reunía las yemas de los dedos frente a la boca, atenta y escéptica la cara redonda, e imaginaba a veces ser el viejo Petrus, manejar sus experiencias y sus intereses.
Todas las mentiras, los disparates, las irritadas burlas que iba inventando el otro, uno de los dos, al otro lado del escritorio -con una oportuna profusión de sonrisas, de cabezadas, de mal calculados «señor Gerente General»- calentaban el corazón de Larsen.
– Entiendo, claro está, seguro, natural, lo que yo pensaba -iba diciendo en las pausas, alegre y discreto como si prestara dinero a un amigo.
Siempre al borde de los bostezos del mediodía, arrancaba una hoja del calendario de escritorio de años anteriores y apuntaba las palabras más extrañas que acababa de oír. Estaba deseando levantarse y abrazar al Gálvez o al Kunz, confesarse en una frase obscena, golpearle la espalda. Pero con voluntad y tristeza, no pasaba nunca de darle las gracias y despacharlo con un corto movimiento de la mano, con una sonrisa de amistad y aprobación.
Esperaba hasta oírlos salir; destrozaba pacientemente los papelitos atravesados por las palabras dudosas y extrañas, se ponía el sobretodo, el sombrero, los guantes, miraba desde un ventanal sin vidrios la soledad del hangar, de la tierra con agua y matas de yuyos que lo rodeaba, y hacía sonar los tacones sobre el piso polvoriento de la gran sala vacía. Entraba a lo de Belgrano por la puerta trasera de alambres que llevaba a las letrinas y al gallinero: se metía en su cuarto y esperaba el almuerzo leyendo El Liberal, tiritando en el sillón de mimbre y cretona raída, haciendo cortes de manga a los presagios que redoblaba el invierno contra el techo. Y por la tarde, al final de un día dedicado a remover, sacudir y hojear carpetas que registraban compras y trabajos que nada le decían a pesar de su empeño en imaginar, que nada podían significar ya para nadie, Larsen se aseguraba de que era el último en abandonar las oficinas, hacía girar cerraduras inútiles, y se iba hasta lo de Belgrano para afeitarse y ponerse la camisa de seda siempre limpia y reluciente, un poco gastada en los puños. Mentía destinos plausibles al patrón si lo tropezaba al salir y daba largos rodeos, dibujaba sobre calles y aceras de tierra caminos siempre distintos e irresolutos, senderos vagos, novedosos, hijos de la trampa y la duplicidad.
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