Más tarde o más temprano, hacía sonar la pesada campana, cruzaba el portón de hierro, mostraba a la sirvienta -ahora burlona, huraña- una sonrisa entristecida por represiones visibles, un pequeño gesto de la boca, una mirada que insinuaban la resignación e inducían a compartirla. Avanzaba detrás de ella sin necesidad ya de ser guiado, entre olores y alturas vegetales, descubierto, entre los dos muros de la noche rápida perforados por la inmovilidad blanca de las estatuas.
Sonreía sin sombra de resignación al llegar a la glorieta, cincuenta metros después del portón: él era la juventud y su fe, era el que se labra un porvenir, el que construye un mañana más venturoso, el que sueña y realiza, el inmortal. Y tal vez besara a la mujer antes de sentarse sobre su pañuelo desplegado en el asiento de hierro, antes de prolongar la sonrisa correlativa, la de embeleso y asombro: he suspirado todo el día por este momento y ahora dudo de que sea cierto.
O tal vez sólo se besaran después de haber oído a la sirvienta y a los ladridos del perro alejarse hacia la casa sostenida por los postes de cemento, la casa cerrada para él, Larsen. («Nada más que para ver, estar en los lugares donde vive, la sala, la escalera, la pieza de costura.» Había estado pidiendo. Ella se sonrojó y cruzó las piernas: estuvo gastando la risa al suelo y después dijo que no, que nunca, que tenía que invitarlo Petrus.)
O tal vez, por entonces, no se besaran. Es posible que Larsen alargara su prudencia y esperara el momento inevitable en que descubriría en qué tipo de mujer encajaba la hija de Petrus, con qué olvidaba María o Gladys coincidía, qué técnica de seducción podía usarse sin provocar el espanto, la histeria, el final prematuro. «Más loca que cualquier otra que pueda acordarme» -pensaba en su cama de lo de Belgrano, irritado y admirándola-. «Se ve que es de familia, que es rara, que nunca tuvo un hombre.»
Si era así, si el miedo al fracaso y a otra cosa que no podía determinar fueron más fuertes para Larsen que la conciencia del deber o del oficio que lo impulsaba a no demorar la toma de posesión, a establecer sin pérdida de tiempo la única base que podía dar un sentido a sus relaciones con mujeres, es legítimo admitir, como la versión más importante y rica de las entrevistas crepusculares en la glorieta, la que hubiera dado Angélica Inés Petrus en el caso de que fuese capaz de construir una frase:
«Empiezo a sudar, a dar vueltas, dos horas, una hora antes de que llegue. Porque tengo miedo y miedo también de que no venga. Me pongo crema y me perfumo. Le miro la boca cuando se levanta los pantalones para sentarse, cuando me río alzo la mano hasta los ojos y lo miro como quiero, sin vergüenza. En la glorieta él me toma la mano; tiene olor a bayrhum, a mí, a cuando papá estuvo fumando cigarros en el baño, a espuma seca de jabón. Puedo sentir náuseas pero no asco. Josefina, la Negra, se ríe; ella sabe todo y no me lo dice; pero no sabe eso que yo sé. Le hago caricias o un regalo para que me pregunte. Pero eso nunca lo preguntó, porque no sabe, no puede imaginarlo. Cuando está rabiosa se ríe, me pregunta cosas que no quiero entender. Crema y perfume; miro desde la ventana o lo beso a Dick, Dick ladra, quiere bajar y que lo acompañe. Pienso verdades y mentiras, me confundo, siempre sé cuando es la hora, apenas me equivoco, y él no tiene más remedio que venir en el momento en que yo digo «camina desde la esquina al portón».
Al principio yo hubiera querido que fuera hermano de papito y que tuviese la boca, las manos, la voz, distintas según las horas del día. Sólo esas cosas. Él viene y me quiere; tiene que venir porque yo no lo busqué. Ahora son amigos y están siempre juntos en la oficina cuando yo no los veo. Papá mira el cielo y tiene la cara sin brillo y flaca. El no es así. Bajo y lo espero, me pongo a reír con Dick y todo lo que encuentro, rápida, para estar sin risa, o sólo la que yo quiera tener, cuando él llega y me da la mano y empieza a mirarme. Entonces me río un poco y veo cómo se sienta: recoge los pantalones con los dedos, con dos golpecitos y se queda quieto con las piernas separadas. Pienso verdades de noche, cuando él no está y cuando encendemos velas a los santos y a los muertos. Pero en la glorieta siempre pienso mentiras; me habla, le miro la boca, le doy una mano, y él explica con paciencia quién soy y cómo. Pero también lloro. Cuando recuerdo la mentira en la cama me veo acariciar el pasto de la glorieta con los zapatos; nunca lo lastimo, trato de conocerlo. Pienso en mamá, en las noches siempre de invierno, en Lord durmiendo parado y la lluvia que le revienta en el lomo, pienso en Larsen muerto muy lejos, vuelvo a pensar y lloro.»
El escándalo debe haberse producido más adelante. Pero tal vez convenga aludir a él sin demora para no olvidarlo. De todos modos, debe haber sucedido antes de que Larsen mirara nuevamente la cara de la miseria, antes de que Poetters, el dueño de lo de Belgrano, suprimiera las sonrisas y casi los saludos, antes de que terminara el crédito por las comidas y los lavados. Antes de que Larsen plagiara, gordo, enfurruñado, sin ingenio, como cuando aceptaba ser llamado Juntacadáveres, escenas de veinte y treinta años atrás, dietas de mate y tabaco, promesas que se repetían y se embotaban, sobornos humillantes para conseguir del mucamo una plancha, un cigarrillo, agua caliente por las mañanas.
El escándalo puede ser postergado y hasta es posible suprimirlo. Puede preferirse cualquier momento anterior a la tarde en que, al parecer, Angélica Inés Petrus entró y salió de la oficina de Larsen para detenerse en la puerta que comunicaba la gran sala con la escalera de entrada y donde hacía lentos remolinos el viento, para volver sin apuros, sin orgullo ni modestia, con el vestido roto sobre el pecho, arrancado por ella misma desde los hombros hasta la cintura mientras regresaba con el abrigo desprendido hacia las retintas letras, Gerencia General, sobre el vidrio despulido.
Podemos preferir el momento en que Larsen se sintió aplastado por el hambre y la desgracia, separado de la vida, sin ánimos para inventarse entusiasmos. Después del mediodía de un sábado estaba leyendo en un despacho un presupuesto de reparaciones dirigido un 23 de febrero de siete años atrás a Señores Kaye and Son Co. Ltd., armadores del barco Tiba, entonces con averías en El Rosario. Habían pasado cuarenta y ocho horas de viento y lluvia, de la presencia inolvidable e impuesta del río hinchado y oscurecido; hacía cuatro o cinco días que sólo se alimentaba de las tortas y las jaleas que acompañaban el té en la glorieta.
Dejó la carpeta y fue alzando la cabeza; escuchó el viento, la ausencia de Gálvez y Kunz, sintió que también le era posible escuchar el hambre, que había pasado ahora del vientre a la cabeza y a los huesos. Tal vez el Tiba se hubiera hundido en marzo, siete años atrás, al salir de El Rosario, cargado de trigo. Tal vez su capitán, J. Chadwick, pudo hacerlo navegar sin novedad hasta Londres, y Kaye and Son Co. Ltd. (Houston Line) lo hizo reparar en el Támesis. Tal vez Kaye and Son, o Mr. Chadwick, por poderes, aceptaron el presupuesto o aceptaron el precio final, después del regateo, y el barco gris sucio, alijado, con nombre de mujer, descendió el río y vino a echar anclas frente al astillero. Pero la verdad no podía ser hallada en aquella carpeta flaca que sólo guardaba un recorte de periódico, una carta fechada en El Rosario, la copia de otra que firmaba Jeremías Petrus y el minucioso presupuesto. El resto de la historia del Tiba, su desenlace feliz o lamentable, estaría perdido en las pilas de carpetas y biblioratos que habían formado el archivo y que cubrían ahora medio metro de las paredes de la Gerencia General y se desparramaban por el resto del edificio. Quizá lo descubriera el lunes, quizá nunca. En todo caso, disponía de centenares de historias semejantes, con o sin final; de meses y años de lectura inútil.
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