Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Estaba despierto, cansado, débil; escupió el cigarrillo, se puso de pie, fue a empujar la puerta con las letras Gerencia General. Sonriente, frotándose las manos se acercó a la mesa donde Gálvez y Kunz se habían sentado y balanceaban a compás las piernas colgantes mientras tomaban el café,

– ¿Una tacita para mí? -preguntó Larsen antes de servirse-. Un café arriba de la comida y un café arriba del hambre. Es mejor que el viejo aperitivo. Me dan pena esos kilómetros de rieles que no se usaron nunca. La idea del camino carretero paralelo es muy buena; pero, claro, había que conseguir la concesión.

– Por lo menos los durmientes -dijo Gálvez-, los estamos quemando para cocinar y calentarnos.

– Algo se aprovecha -consoló el alemán.

– No deja de ser una lástima -dijo Larsen; puso la taza en la mesa, miró las caras de los otros y se tocó los labios con el pañuelo-. No voy a venir a la oficina esta tarde. Les dejo cincuenta pesos para la noche, para que compren cosas y hacemos una fiesta.

– No se olvide que hoy no es sábado -dijo Kunz.

– Está bien -dijo Gálvez-; nos vamos a divertir. No hay por qué preocuparse; tienen en los libros muchos miles a favor.

Después del almuerzo se tiró en la cama y durmió a través de un sueño cuyas cóncavas paredes estaban hechas con caras ya vistas, con púdicas expresiones de inquisición y renuncia, y despertó para volverse a ver -frío ahora, dispéptico, enchalecado- boca arriba en la cama, escuchando el anuncio del fin de la tarde en los gritos de animales lejanos, escuchando la voz del dueño al pie de la ventana. Buscó un cigarrillo y se puso una manta en los pies, miró en el techo la última luz del día, evocó una infancia campesina, común a todos los hombres, un paraíso invernal, calmo, materno. Olió, debajo del humo, un rastro de amoníaco y una olvidada playa de pescadores. Cada siete días se rompía un caño o desbordaba una letrina. El patrón, con botas de goma, estaba dando órdenes a las dos mucamas y al muchacho.

Esperó a que el sol iluminara el techo con la luz de las seis de la tarde. Se acarició frente al espejo la carne barbuda del mentón, se puso agua en el pelo, hizo llover el talco sobre tres dedos y estuvo masajeándose las mejillas, la frente y la nariz. No quería pensar al anudarse la corbata, al ponerse el saco, al elegir una de las dos polveras. «Este señor que me mira en el espejo.» Caminó metiéndose en la quietud del frío, tieso y taconeando sin resultado, calle abajo sobre la tierra húmeda, negro y empequeñecido entre alturas de árboles.

El portón estaba cerrado; miró las luces aún pálidas de las ventanas, estuvo escuchando el silencio con un perro en el centro, tiró tres veces del cordón de la campana. «Puedo pegarme un tiro», pensó sin entusiasmo, compadeciéndose. Ya no se oía el perro: alguien se apartó de la primera sombra azul de la noche, rodeó la glorieta y vino por el sendero de ladrillos. El perro trotaba, jadeaba, ladró hacia el portón y las estatuas, a derecha e izquierda. Una claridad se desvanecía en las puntas de los árboles. «Puedo también…», pensó Larsen, y se encogió de hombros, apretando la polvera en el bolsillo.

Era Angélica Inés, no Josefina, acercándose y deteniéndose, con un largo vestido blanco, apretado en la cintura, rodeada por los saltos del perro.

– Ya no lo esperaba -dijo-. Papito está por venir y cerramos el portón porque a él no le gusta. Josefina se puso en la cocina.

– Tuve mucho que hacer -explicó Larsen-. Mucho trabajo, y además un viaje a Santa María para buscar algo. Adivine.

Ella terminó de separar la hoja del portón y echó el perro; empezó a reírse encorvada mientras simulaba buscar una piedra para espantar al animal, y se rió después con la boca alzada entregando un brazo a Larsen. La rodeaba un perfume de flores de verano. Mientras se acercaban vieron una luz amarilla dentro de la glorieta, un resplandor inmóvil que crecía con la noche y los pasos.

Entraron en el fulgor apenas inquieto de las velas. Larsen observó con desconfianza el candelabro -viejo y empañado, con formas de bestias y flores- macizo, pesando en el centro de la mesa de piedra. «Parece cosa de judíos, parece todo de plata.»

Ella volvió a reír inclinada sobre la mesa y las llamas se estremecieron; el vestido blanco llegaba hasta los zapatos de cintas brillantes, recogía la luz de las velas en el cuello y el pecho adornados con espirales de perlas de cera. Descubierto y respetuoso, Larsen olió la humedad y el frío, se detuvo a compararlos con la blancura del vestido.

– Me he permitido traerle un recuerdo -dijo, mientras daba un paso corto y mostraba la polvera-. Es nada; pero tal vez para usted valga la intención.

Cuadrada, flamante, agresiva, la polvera amarilleó la luz de las velas. La mujer hizo otra risa, ahora con ruido de pájaro, murmuró una negativa y fue alargando los brazos, incrédula, animosa, hasta arrebatar la cajita de metal. El perro ladraba lejos, yendo y viniendo, el cielo se hizo repentinamente negro y las velas ardieron crecidas, intensas, con un júbilo vengativo.

– Para que me recuerde -dijo Larsen, sin acercarse-; para que la abra y mire en el espejo, esos ojos, esa boca. Puede ser que entienda, mirándose, que no es posible vivir sin usted.

La voz había sonado rota y convincente, lejana, y era probable que ella -mientras miraba la boca entreabierta en el espejo, mientras balanceaba frente a la polvera los dientes apretados- imaginara una noche sin Larsen, una noche con Larsen perdido para siempre. Pero él estaba avergonzado de su actitud, de la distancia, de la pierna doblada, del sombrero apoyado en el vientre; sufría, consciente de su torpeza, incapaz de corregir el fracaso de sus gestos, admirando la exactitud de las palabras que acababa de decir.

– Es linda, es linda -con las dos manos apoyó la polvera en el pecho para protegerla del frío, miró desafiante a Larsen-. Ahora es mía.

– Es suya -dijo Larsen-, para que me recuerde -no se le ocurrieron frases hermosas y útiles, aceptó que el final de la historia fuese aquel encuentro de la mujer con la caja dorada, en un principio de noche de invierno, a la luz de siete velas quemándose en el frío. Dejó el sombrero sobre la mesa y se acercó con una sonrisa obsequiosa y triste.

– Si usted supiera… -comenzó sin plan. Ella retrocedió sin mover las piernas, inclinando hacia atrás el cuerpo, los hombros encogidos para defender la polvera.

– No -gritó; en seguida se puso a murmurar, hechizada, cantando-: No, no, no -pero apenas Larsen le tocó los hombros, dejó caer el regalo y le ofreció la boca. Con la cabeza junto a la base del candelabro, ella estuvo riéndose, llorando sin queja. Los pasos y las voces de Josefina, las carreras y los jadeos del perro los rodeaban amenazantes mientras se incorporaban.

Ella hizo girar los ojos y trató de llorar un poco más; una manga tocó la llama y Larsen interpuso su mano. Se estaba oliendo el vello chamuscado mientras tanteaba el suelo para buscar la polvera.

Josefina se acercaba en la sombra prometiendo cosas al perro. Larsen recogió el sombrero y besó la frente de la mujer.

– Ni en el más feliz de mis sueños -mintió con ardor.

Mientras se acercaba en la noche a la casilla, hundiendo la cabeza en el abrigo del cuello y el pañuelo, se le hizo imposible alegrarse de su victoria, no pudo siquiera evocarla como victoria. Se sentía empobrecido, incapaz de jactancia, incrédulo, como si no fuera cierto que hubiera besado a Angélica Inés entre los titilantes rombos dorados de las velas; o no se tratara, en realidad, de una mujer; o no fuera él quien lo había hecho.

Desde hacía muchos años, abrirse paso en una mujer no era más que un rito indispensable, una tarea a ser cumplida, a pesar o al margen del placer, con oportunidad, con eficiencia. Lo había hecho, una vez y otra, sin preocupaciones ni problemas, como el patrón que paga un salario; reconociendo su deber, confirmando la sumisión ajena. Pero siempre, aun en los casos más tristes y forzados, había extraído del amor plenitud y un desvaído orgullo. Aun en aquellas ocasiones en que le era necesario exagerar el cinismo y la torcedura de su sonrisa frente a los amigos silenciosos, falsamente desinteresados, que en las reuniones de madrugada bostezaban sin sueño al llegar la mujer de Larsen. Y luchaban contra el silencio, torpes, con la primera frase de sentido heroico que podían componer o recordar: «Es problemática la inclusión de Labruna».

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