Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Ahora no; ahora no había sitio para el orgullo o la vergüenza, estaba vacío, separado de su memoria. Escupió ruidoso cuando se acabó a su izquierda el paredón de ladrillos de los fondos del astillero; vio la luz caliente de la fogata, su reflejo en las chapas del cobertizo. Volvió a escupir mientras doblaba, mientras componía la cara, mientras un viento helado y tranquilo traía un murmullo de música y el olor del asado y las ramas ardiendo.

«Todas son locas», pensó, aliviándose.

Avanzó deslumbrado, tanteando los ladrillos sinuosos entre el fango, con la cabeza, alzada, con una expresión de júbilo y bondad que fue creciendo desde la oscuridad a la hoguera. Se acercaba a la fiesta y él la había pagado.

– Buenas noches la compañía -gritó cuando lo descubrieron. Atravesó los saludos para acariciar los hocicos de los perros.

Después de la comida estuvo un momento a solas en la casilla con la mujer; entregó la polvera con el mismo aire de nostalgia y arrepentimiento con que acariciaba a los perros. Sólo dijo:

– Para que me recuerde, para que la abra y se mire en el espejo.

Despeinada y huraña, oscurecida, con su viejo abrigo de hombre cerrado hasta el mentón por un alfiler enorme, deformada por la gran barriga, limitando con los brillos grasosos de su cara una sabiduría que era inútil e imposible transmitir, la mujer protestó con indolencia, sonrió burlándose, miró paciente y cariñosa, como si Larsen fuera su padre, su hermano mayor, un poco fantástico, bueno en el fondo, tolerado.

– Gracias, es linda -dijo; la abrió y estuvo paseando su pequeña nariz resuelta en el espejo-. Para lo que me va a servir… Es cómico que me haya regalado esto. Pero hizo bien, no importa. Si me hubiera preguntado le habría dicho que no quiero nada, pero creo que después le habría pedido una polvera como ésta -la cerró por el gusto de oír el chasquido del resorte a la altura de su oreja, movió en la luz el brillo de oro y la forma de corazón del escudo en la tapa y se guardó la polvera en un bolsillo-. Ya debe estar el agua para el café. ¿Qué quiere? ¿Quiere que le dé un beso?

Lo ofrecía sin secreto, sin rencor. Larsen encendió un cigarrillo y le hizo una pequeña sonrisa extasiada. Jugó un instante a creer, desesperado y contenido: «Esto sí que es una mujer. Si estuviera bañada, vestida, pintada. Si yo me la hubiera encontrado hace años». Acentuó el éxtasis, lo hizo melancólico.

– No, gracias, señora; no quiero nada.

– Entonces vaya afuera a conversar y les llevo el café.

Él alzó los hombros y salió de la casilla con su aire definitivo, transportando en el frío, por segunda vez en la noche, la sensación de un triunfo complicado e inservible.Tomaron el café junto a la fogata y continuaron sirviéndose vino de la damajuana, charlando de política, de fútbol, de buenos negocios ajenos. La mujer ya estaba durmiendo con los perros en la casilla cuando Gálvez se desperezó y alzó la sonrisa.

– Tal vez no lo crea -dijo, y miró rápidamente a Kunz-. Pero al viejo Petrus yo puedo mandarlo a la cárcel cuando quiera.

Mientras se agachaba para encender el cigarrillo en la brasa de una ramita, Larsen preguntó indiferente:

– ¿Y por qué lo va a meter preso? ¿Qué va ganando, aunque pueda?

– Son cosas -dijo el alemán con suavidad-. Es algo de contar.

Larsen esperaba, inmóvil en su cajón, el cigarrillo colgándole con indolencia de la cara. Kunz tosió y uno de los perros apareció corriendo, lamió la grasa que rodeaba el asador, hizo sonar, cauteloso, un hueso. Cantaba lejos un gallo, la noche verdadera se hacía sensible y próxima cuando Larsen vio, de reojo, la curva de la gran sonrisa blanca de Gálvez elevándose hacia el cielo.

– Usted no cree -dijo Gálvez con tristeza. «No es una sonrisa, ni está contento ni se burla, nació así, con los labios abiertos y los dientes apretados»-. Pero puedo.

Sin suerte, trató Larsen de recordar cuándo y a quién y dónde había escuchado aquella nota de odio impuro, de sosiego, de imperio. En la voz de una mujer, sin duda, amenazándolo a él o a cualquier amigo, prometiendo implacables venganzas remotas.

Gálvez continuaba sonriendo hacia arriba. Larsen escupió el cigarrillo y estuvieron los tres mirando el cielo negro de la noche de invernó, el camino de limaduras de plata, la insistencia de las estrellas aisladas que exigían un nombre.

EL ASTILLERO – III

LA CASILLA-III

Al día siguiente, a las diez de la mañana, Kunz golpeó en la puerta de la Gerencia General y avanzó intimidado, sonriente, exponiendo a la luz un colmillo de oro. (Era una luz gris y desanimada, una luz que llegaba vencida después de atravesar nubes gigantescas de agua y frío; el tiempo se había descompuesto, un viento indiferente entraba silbando por todos los agujeros del edificio.)

Larsen alzó la cabeza entre las pilas de carpetas y estuvo husmeando, sin cariño, la burla, el juego, la encubierta desesperación.

– Permiso -dijo Kunz, y se inclinó, golpeó un carcomido taco contra el otro.

– El señor Administrador pide al señor Gerente General una entrevista. La gracia de una entrevista. El señor Administrador se considera en condiciones de documentar, ésa es la palabra justa, la verdad de ciertas afirmaciones verbales.

Larsen contrajo la boca y el hombro, mirándolo. Hubo un silencio, un rencor, un desconsuelo. Saliendo de las dos vueltas de la bufanda rojiza y desteñida, la cabeza peluda del hombre no parecía borracha ni agresiva. Sólo que él no servía para aquello que recitaba penosamente y nada era más triste que la oscuridad inmóvil de sus ojos.

– Que venga -dijo Larsen; le mostró los dientes con insolencia-. Mi despacho está siempre abierto.

El alemán asintió en silencio, dio media vuelta y salió. Siempre jugando, estremecido de esperanza, de energía, de saña, casi joven, Larsen se quitó el revólver de abajo el brazo y lo puso en el cajón semiabierto que le empujaba el vientre. El viento susurraba en los papeles caídos en el piso, se revolvía en cortas vueltas contra los altos techos. Gálvez tocó la puerta y fue acercando su sonrisa fija, también él sin desafío, hasta llegar al escritorio. Tenía los pómulos más grandes, más viejos, más amarillos.

– Me anunció el señor Gerente Técnico… -empezó a decir Larsen silabeando; pero el otro le hizo ver la mano abierta, agrandó un poco la sonrisa y puso sobre la mesa, con dulzura, como la carta de un triunfo que le doliera obtener, una cartulina ajada, impresa en verde.

Larsen examinó confuso el torbellino de círculos en los márgenes y leyó: Jeremías Petrus, S.A., emisión autorizada, diez mil pesos, presidente, secretario, las acciones libradas al portador.

– Así que usted tiene un título de diez mil pesos…

– Parece raro, ¿verdad? Diez mil pesos. Se acuerda que le dije anoche que podía mandarlo a la cárcel.

Ahora la sonrisa hizo un ruido, una diminuta explosión, como una cucaracha que aplastaran.

– Sí -dijo Larsen.

– ¿Entiende?

– ¿Qué tiene que ver?

– Es falso. Lo falsificó él, éste y no sé cuántos más. Por lo menos, es falso y él lo firmó. Lea. J. Petrus. Hubo dos emisiones, la primera y la de ampliación del capital. Este título no es de ninguna de las dos. Y él lo firmó, vendió muchos como éste.

El dedo tocando la firma tenía el color del queso demasiado viejo. La mano recogió la cartulina de encima de la mesa.

– Bueno -dijo Larsen con alegría, descansado-. Usted debe estar seguro, y usted entiende el asunto. Falsificó títulos. El viejo Petrus. Lo puede meter en la cárcel y es seguro, a primera vista, que le van a dar una punta de años.

– ¿Por esto? -Gálvez volvió a reír, golpeándose el bolsillo donde había guardado el título-. No sale más. No le queda vida para pagar.

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