– Es una vergüenza -dijo Larsen mirando una ventana-. Habrá que vender algo para comprar vidrios y tapar los agujeros.
– Sí, no tiene nada de agradable en invierno -con la sonrisa más angosta, lacia, Gálvez se volvió hacia la mañana lluviosa-. Nosotros vendemos cada mes dos mil pesos de mercadería de los galpones. Kunz y yo, a mitades. El alemán no se animaba a invitarlo; no quiero que piense que no se lo decíamos por egoísmo.
– ¿Qué podíamos hacer? -continuaba mirando el agujero triangular del cristal de la ventana, macilento, envejecido, con un temblor húmedo en los extremos de la sonrisa-. Lo mismo da que sean tres mil. Puede haber para un año o dos.
Pensaba cómo hacía para vivir.
– Se agradece -dijo Larsen-. Bueno, es cierto, lo puede mandar a la cárcel. ¿Pero qué vamos ganando?
– Ni piense -dijo Gálvez-. Si va preso perdemos todo, nos echan en veinticuatro horas. No es por eso. Es porque ese viejo merece acabar así. Usted no sabe.
– No -asintió Larsen, pensativo-, no sé. Tal vez sea mejor, tal vez no. Haga lo que quiera.
– Gracias -dijo Gálvez, otra vez ancha y tensa la sonrisa-. Gracias por darme permiso.
Con minucioso cuidado, con asco, con tristeza, como si hubiera peligro de cortarse, Larsen volvió a colgarse el revólver en el pecho y se abandonó en el sillón. Por los agujeros de las ventanas el viento traía ahora gotas heladas de llovizna que salpicaban con breve alegría las hojas de papel de seda, desordenadas en la mesa, de un informe sobre metalización. Incrédulo, trompudo, haciendo con los labios un suave ruido telegráfico, entornó los ojos para comprobar hasta qué distancia le era posible leer. «Los astilleros y talleres de reparaciones navieras han encontrado un gran auxiliar y la solución de múltiples problemas con el empleo de la metalización. Las pinturas por más buenas y antióxidas que fueran no protegen el acero y el hierro contra el fenómeno electroquímico que se establece al contacto de cualquier atmósfera, siendo el zinc el único metal realmente antiácido sobre el hierro o acero, porque cierra el circuito electrogalvánico evitando el fenómeno electroquímico.»
No le preocupaba que la vida pasara, arrastrando, alejándole las cosas que le importaban; sufría, boquiabierto, con una enfriada burbuja de saliva en los labios, sintiendo la grasa en que se le hundía el mentón, porque ya no le interesaban de verdad esas cosas, porque no las deseaba instintivamente y nunca lo bastante como para mantenerlas u organizar la astucia. «Hay mil pesos mensuales seguros, por lo menos, hasta que yo intervenga y les enseñe a esos mozos cómo es posible sacar más sin provocar la ruina, sin comernos el capital. No hay problema. Y, sin embargo, me cuenta la historia de los títulos falsificados, lo veo al tipo ese que anda desde quién sabe cuando durmiendo con la prueba legal entre la piel y la camiseta, como una criatura con una pistola celosa cargada y me quedo frío, haraganeando, no se me ocurre una idea, no sé francamente qué lado tengo que elegir para caer parado.»
Avanzó lentamente la cabeza, impasible, casi inocente, gozándose en su solitaria delincuencia, sospechando confusamente que el juicio deliberado de continuar siendo Larsen, era incontables veces más infantil que el que jugaba ahora. Pudo leer más lejos, aplastado el vientre contra el escritorio, casi cerrando los ojos: «Podemos aportar materiales de las más variadas naturalezas, según los requerimientos de cada caso; aceros de alto carbón, aceros inoxidables, bronce, fósforos, metal Babbit antifricción».
Algunas gotas le golpearon la mejilla. Se levantó y estuvo escuchando el silencio que cubría el viento: recogió los papeles del informe mientras se oía canturrear tres versos de un tango que reiteraba con plácida, jubilosa furia, que se bastaban. Al llegar a la puerta, ladeándose el sombrero, pensó que había olvidado algo: tuvo ganas de reír, de palpar la proximidad de un amigo verdadero, de hacer una crueldad a la que nadie pudiera descubrirle una causa.
Volvió a bravuconear en mediodía, con las piernas separadas, desprendido el sobretodo, en la enorme oficina desierta; miró las mesas de Gálvez y Kunz, los escritorios que no habían sido convertidos aún en leña, los ficheros abollados, las inútiles, incomprensibles máquinas arrumbadas. El viento inflaba los papeles amarillos que habían protegido al piso de las goteras del techo; próxima, una canaleta rota dejaba caer un chorro de agua sobre latas. Casi alegre, inquieto, abrochándose, con una diminuta expresión de venganza, Larsen imaginó el ruido laborioso de la oficina cinco o diez años atrás.
Salió a la llovizna por la escalera de hierro y pudo atravesar el barro sin que lo viera ninguno de los habitantes de la casilla. Fue corriendo, como si viera todo por primera vez, como si lo hubiera presentido y lo encontrara ahora en un éxtasis de amor a primera vista, la casilla de Gálvez, la timonera ladeada, los yuyos y los charcos, el esqueleto herrumbrado del camión, la baja muralla de despojos, cadenas, anclas, mástiles. Reconoció ese tono exacto de gris que sólo los miserables pueden distinguir en un cielo de lluvia; la delgada línea purulenta que separa las nubes, la sardónica luz lejanísima filtrada con ruindad. Ahora la lluvia se acumulaba en su sombrero; él sonrió con bonhomía, sin cambiar el paso, tratando de recoger hasta la más distante voz del viento en el río y en los árboles. Erguido, contoneándose con exageración, esquivó hierros de formas y nombres perdidos que descansaban aprisionados en un torbellino de alambres, y penetró en la sombra, en el distante frío, en la reticencia del galpón. Pasó revista a los casilleros, a los hilos de lluvia, a los nidos de polvo y telarañas, a las maquinarias rojinegras que continuaban simulando dignidad. Caminó sin ruido hasta el fondo del hangar y buscó con las nalgas hasta sentarse en el borde de una balsa para naufragio. Mirando el ángulo del techo -y miraba también las carreras gozosas del viento colado, el matiz arcaico de la lluvia que había empezado a sonar con bufonesca intransigencia- se tanteó distraído para buscar cigarrillos y encendió uno. Podía enumerar lo que no le importaba: fumar, comer, abrigarse, el respeto ajeno, el futuro. Algo había encontrado aquel mediodía o tal vez hubiera dejado algo olvidado en la Gerencia General, después de la entrevista con Gálvez. Daba lo mismo.
Imaginó sonriendo un ruido de ratas que devoraban bulones, tuercas y llaves en los casilleros; imaginó sonriendo un protegido mediodía de invierno en la casa de Petrus, con una Josefina engordada y cómplice sirviendo la mesa, con una Angélica Inés de inconmovible sonrisa enajenada vigilando la altura del fuego en la chimenea, mimando a un número variable de niños, transportando su mirada servicial y su murmullo patético de la cara lustrosa de un Larsen dichoso al gran retrato en óvalo del padre y suegro muerto; a la cabeza de voluntad y arcano, severa, rodeándose con las patillas, a dos metros de altura, ejemplar dominante, obedecida.
Se acercó a la puerta trasera del cobertizo, asistió al final veloz y acobardado de la lluvia, estuvo calculando las consecuencias que tendría para la navegación la cortina de niebla que se acercaba desde el río. Fue y vino, chapoteando el barro, complaciéndose con el ruido, considerando aplicadamente el miedo, la duda, la ignorancia, la pobreza, la decadencia y la muerte. Encendió otro cigarrillo y descubrió una oficina abandonada, sin puertas, con paredes de tablas; había un catre, un cajón con un libro, una palangana con el esmalte estrellado; ésa era la casa de Kunz.
«Otra cosa: nunca se me ocurrió preguntarme, tampoco, dónde vivía el alemán.» Entró y se sentó en el catre, encogido, la cabeza alzada y hacia la puerta, el cigarrillo cerca del vientre, en una actitud tan humilde y amistosa que Kunz no podría enojarse si entrara de repente. «Esta es la desgracia -pensó-, no la mala suerte que llega, insiste, infiel y se va, sino la desgracia, vieja, fría, verdosa. No es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo; anduve dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con el sueño de la Gerencia General, de los treinta millones, de la boca que se rió sin sonido en la glorieta. Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que no importe qué quieren decir. Siempre fue así; es mejor que tocar madera o hacerse bendecir; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae».
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