Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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– ¿Por qué no se va al diablo? -propuso Gálvez con dulzura.

Larsen dominó la intensidad de la indignación que consideraba apropiado sentir. Atrajo un banco con un pie y se doblaba para sentarse cuando descubrió la botella sobre la mesa. Estaba casi llena, tenía una etiqueta de uvas, espigas y plumas. Se sirvió un poco en un jarro de lata y se sentó mirando la espalda estrecha que ocultaba una sábana remendada y limpia.

– Puede echarme otra vez. No me voy a ir porque es necesario que hable con usted. Este coñac es muy malo; puedo convidarlo.

Volvió a beber y miró alrededor; pensó que la casilla formaba parte del juego, que la habían construido y habilitado con el solo propósito de albergar escenas que no podían ser representadas en el astillero.

– Estamos en la víspera; estoy autorizado para decírselo. Unos días más y nos pondremos nuevamente en marcha. No sólo tendremos el permiso legal sino también el dinero necesario. Millones de pesos. Tal vez sea necesario modificar el nombre de la empresa, agregar algún nombre al de Petrus, o sustituirlo por un nombre cualquiera que no sea un apellido. No vale la pena que le hable de los sueldos atrasados; el nuevo Directorio los reconoce y los paga. Ni Petrus ni yo hubiéramos aceptado otra solución. De modo que puede ir echando cuentas. Eso para arreglar las cosas y vivir con dignidad, como uno merece. Pero lo que realmente importa son los sueldos futuros. Y otra cosa: los bloques de casas que va a construir la empresa para el personal. Claro que no será obligatorio vivir en ellas, pero será sin duda muy conveniente. Pronto le voy a mostrar los planos. Respecto a todo esto tengo la palabra de Petrus.

No la tenía, claro; no tenía más que aquella tediosa manía, el embrujo que soportaba y cumplía, la necesidad de prolongarlo. En la casilla sucia y fría, bebiendo sin emborracharse frente a la indiferencia del Gerente Administrativo, Larsen sintió el espanto de la lucidez. Fuera de la farsa que había aceptado literalmente como un empleo, no había más que el invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la misma posibilidad de la muerte. Hubiera pagado cualquier precio para que Gálvez se incorporara en la cama, mostrara los dientes y se pusiera a beber de la botella.

Sin aceptar la derrota, habló de sí mismo, plagió los monólogos recitados en la glorieta de la quinta de Petrus. Contaba, mintiendo, su encuentro con el comisario Vales, el revólver sobre la mesa, el displicente escupitajo, cuando Gálvez estiró las piernas y se volvió bostezando.

– ¿Por qué no se va al diablo? -invitó nuevamente-. Mañana voy a ir a trabajar.

Se rieron juntos, sin burlarse demasiado; prefirieron los tonos graves. Después quedaron en silencio, inmóviles, mucho tiempo, pensando en la verdad. Los perros habían estado ladrando enfurecidos pero ya no se oían. Larsen no había perdido la tarde; ahora se quedaba por cortesía y disimulo. Tomó la botella y fue a dejarla sobre la mesa; no se despidió porque desconfiaba de las palabras.

En la oscuridad sorprendente repitió el tanteo en los tres escalones y cruzó contoneándose el baldío desierto. No había mujer ni perros. Un viento alegre limpiaba el cielo y era seguro que para medianoche se verían las estrellas.

SANTA MARÍA-II

La última lancha de la carrera pasaba hacia el sur por Puerto Astillero a las dieciséis y veinte llegaba a Santa María cerca de las cinco.

Era lenta como la primera de la mañana; entoldada bajo la lluvia, iría arrimándose a cada desembarcadero para dejar huevos, damajuanas, cartas y saludos, algún mensaje confuso que se balancearía sobre el agua encrespada antes de intentar el arribo a la orilla. Pero a las cinco, a pesar del mal tiempo, aún habría luz en Santa María, curiosos en el muelle. Y él no deseaba -sobre todo sabiendo que iba para nada, que su viaje sólo era una pausa sin sentido, un acto vacío- tener que caminar sobre las piedras del puerto y las rectas rampas de las callejuelas con los ojos buscando miradas de asombro o burla o simple reconocimiento, con la boca apretada, lista, cargada de ordenados insultos, con la hipocresía de la mano escondida en la solapa, del dedo que rascaba el gatillo y lo seguiría rascando con fingida furia, pasara lo que pasara.

«Y tal vez, además, ni siquiera pueda encontrar a Díaz Grey; tal vez haya reventado o esté en la colonia ayudándose con un farol a esperar que una vaca o una gringa bruta se resuelva a largar la placenta. Es así de imbécil. Si voy a buscarlo, justamente hoy, con este tiempo sucio, sin que nada me impida postergar el viaje a no ser la superstición de que un ciego movimiento perpetuo pueda fatigar a la desgracia, es porque tiene más que nadie eso que por apresuramiento estoy llamando imbecilidad.»

Así que caminó por la calle enlodada, erguido en el viento, defendiendo el sombrero con dos dedos, de Puerto Astillero a la fonda de Belgrano. Subió a su habitación, se estuvo examinando en el espejo, decidió afeitarse y cambiar la corbata. «Eso que viene sin interrupción de aquella cara chica y tranquila, y vaya a saber cuál es la palabra. Las ganas de tenerle lástima, de palmearle el hombro, y decirle hermano, Díaz Grey.»

Bajó a tomar el vermut con el patrón y estuvo mirando desde el mostrador los grupos en la sala, llena de humo, de humedad y mal aire. Vio un hombre viejo y dos jóvenes, con sacos de cuero y capotes encerados; estaban cerca de una ventana, tomando vino blanco; uno de los muchachos separaba regularmente los labios y exhibía los dientes; limpiaba el vidrio de la ventana con el antebrazo, sonriendo a cada espasmo hacia los amigos y hacia el atardecer gris y arremolinado.

– ¿Qué pueden pescar con este tiempo? -comentó Larsen compasivo.

– No crea -dijo el patrón-. Depende de las corrientes. A veces, cuando el agua se enturbia, se cansan de sacar pescado.

Cuando el reloj alto, con un borroneado aviso de aperitivo en la esfera, marcó las cuatro y media, Larsen se golpeó la frente y puso los dedos sobre el mostrador.

– Gott - se enderezó el patrón con una servilleta-. ¿Qué se olvidó?

Larsen sacudió un rato la cabeza, sonrió después con heroísmo.

– Casi nada. Tenía una cita muy importante esta noche en Santa María. Y la última lancha se fue hace rato. De veras, algo especialmente importante.

– Ah -dijo el patrón-. Entiendo. A mediodía vino la Josefina y me contó, confidencia, que don Jeremías llegaba esta noche a Santa María. A medianoche.

– Eso -confirmó Larsen-. Y ahora no hay nada que hacer. ¿Tomamos otro vasito?

– Dieciséis y veinte la última lancha. Uno se queja, pero había una por semana y después dos. Cuando tuvimos dos, acá mismo hicimos una fiesta -llenó los vasos, parsimonioso, con una contenida alegría-. Quién sabe. Perdone -alzó su vaso, tomó un trago y fue a sentarse con los pescadores.

Solitario en el mostrador, volviendo la cabeza hacia la tormenta y el río, hacia el origen impreciso del olor a podredumbre, a profundidades excavadas, a recuerdos muertos que se habían filtrado en el salón del Belgrano, Larsen pensó en la vida, en mujeres, en el ronquido del viento a través de las ramas peladas de los plátanos, sobre la casilla de perro gigante de los fondos del astillero. «Ahora, por ejemplo, cuando todo empieza a terminar; la loca de la risa en la glorieta y el bicho éste con un sobretodo de hombre sujeto por un gancho. Son una sola mujer, lo mismo da. No hubo nunca mujeres sino una sola mujer que se repetía, que se repetía siempre de la misma manera. Y las maneras posibles eran pocas y no pudieron agarrarme desprevenido. Así que todo, desde el primer baile en un salón de barrio y hasta el fin, se me hizo dulce, cuesta abajo, y yo no tuve que gastar otra cosa que tiempo y paciencia.»

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