Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Sonriente, enganchado en el pulgar el vaso vacío, el patrón regresó al mostrador.

– ¿Sirvo otra?

– No gracias -dijo Larsen-. Es mi medida.

– Como quiera -pasó inútilmente la sucia servilleta sobre la madera seca-. Algo hay. Si es tan importante, como yo creo, que lo vea esta noche al señor Petrus… No será muy cómodo, pero no hay otra cosa. Los amigos vienen de Míguez, más abajo de Enduro, donde entra la costa.

– Conozco -dijo Larsen, indolente, perfilado, el cigarrillo colgándole de un lado de la boca.

– Si se anima… Les hablé y, por ellos, lo llevan con gusto hasta Santa María. Van a bailar un poco y no tienen toldo impermeable. Vea si le conviene; es gratis.

Larsen sonrió sin volverse, sin contestar a las miradas y los tímidos cabeceos de los tres hombres.

– ¿Lancha de vela?

– Tienen motor -dijo el patrón-. La Laura , la tiene que haber visto. Pero claro que si no hay necesidad no van a gastar combustible.

– Gracias -murmuró Larsen-. ¿A qué hora salen?

– En seguida, estaban por irse.

– Perfecto. Présteme cincuenta, si puede y quiere, hasta el lunes. El lunes arreglamos.

El patrón abrió la caja y golpeó suavemente contra el mostrador el billete verde. Larsen asintió con la cabeza y lo fue envolviendo en dos dedos. Sin prisa, disimulando el taconeo, rebajando su importancia, con las manos en los bolsillos del abrigo y el cigarrillo casi convertido en ceniza colgando de su boca benévola y fraternal, se acercó a los pescadores, que se pusieron de pie, sonrientes, cabeceando. Así empezó el viaje de Larsen a Santa María.

Hagen, el del surtidor de nafta en la esquina de la plaza, creyó reconocerlo; debe haber sido aquella misma noche; era lluviosa y ningún testimonio indica que Larsen haya hecho más visitas a Santa María, desde que se instaló en Puerto Astillero, que la última y esta otra, más confusa y ofrecida a las conjeturas.

«Me pareció que era él por la manera de caminar. Casi no había luz y la lluvia molestaba. Y tampoco lo hubiera visto, o creído verlo, si no es porque en el momento, casi las diez, le da por atracar al camión de Alpargatas que debió haber pasado a la tarde. Empezó a los bocinazos hasta que me hizo salir de Nueva Italia, y nos estábamos insultando con el chofer, cuando le dije «Pare un momento», y me quedé con el caño en el aire, mirando hacia la esquina por donde me pareció que lo veía venir. Ya le digo que había vuelto a caer agua y allí el farol alumbra más nada que poco. Venía empapado y más viejo, si es que era él, ayudándose al caminar más que antes con los brazos, la cabeza con el gacho negro doblado hacia adelante; con lo que ya se hacía imposible, entenderle la cara, porque la lluvia le golpeaba de, frente. Suponiendo que fuera. Decían que estaba , en la capital, y le puedo asegurar que no vino en la balsa del mediodía ni en la de la tarde; y si vino por tren a las cinco y siete, difícil que no me haya enterado. Fue menos de media cuadra, entonces, con luz y lluvia en contra, desde la esquina donde están rompiendo la ochava para poner, dicen, una vidriera de gomería como si no hubiera bastantes, hasta que me lo escondió el automóvil del doctor y es forzoso que se haya metido en un zaguán. No me puedo confundir porque lo que había de farol brillaba en la chapa de bronce, aunque parece que no la hizo limpiar desde que le dieron el título. Si dobló en aquella esquina no venía del muelle ni de la estación. Sólo media cuadra, menos; y lo estuve viendo con las desventajas que dije. Pero, sin jurarlo, me pareció que era él, que reconocía sobre todo aquel trote retobado, menos saltarín ahora, y algo que no puede explicarse en el braceo y la cuarta de puños que se sobraba de las mangas. Pensando después, pero sólo como capricho, me convencí casi porque cualquier otro, lloviendo y con frío, andaría con las manos metidas en los bolsillos. Él, no; si era él.»

La hora en que Hagen tuvo su dudosa visión de Larsen coincidía con el momento en que normalmente el doctor Díaz Grey, luego de la indiferente lectura en la cena, prolongada en la sobremesa solitaria, mientras la sirvienta recogía los platos, alisaba la carpeta y le aproximaba el mazo de naipes, comenzaba a pensar qué convendría intentar para dormirse, qué combinaciones de drogas, ritmos respiratorios, trampas de la imaginación. Tal vez no fuera él mismo quien pensara sino una puntual memoria, dentro de él pero independiente desde años atrás. Siempre, con un corto desafío sin objeto que lo rejuvenecía, planeaba no hacer nada, esperar inmóvil e indiferente el alba, la mañana, otra noche que encajara en ésta.

Si ningún enfermo lo hacía llamar, si no lo obligaban a traquetear con una cómica velocidad en el automóvil de segunda o tercera mano que había terminado por comprar, aquélla era la hora en que cargaba de discos sacros el fonógrafo y se ponía a combinar solitarios con los naipes, concediendo a la música, invariable ya hasta en su orden, sabida de memoria, no más de la cuarta parte de un oído, mientras dudaba, con leve excitación, entre reyes y ases, entre seconal y bromural.

Cada uno de los discos del inmodificado programa nocturno, cada uno de sus ambiciosos crescendos, de los fracasos finales, tenía un sentido claro, expuesto con mayor precisión que todo lo que pudiera incorporársele por la palabra o el pensamiento. Pero él, Díaz Grey, este médico de Santa María, solterón, de casi cincuenta años de edad, casi calvo, pobre, acostumbrado ya al aburrimiento y a la vergüenza de ser feliz, no podía prestar a la música -a esa música, justamente, elegida un poco por bravata y por el deseo perverso de saberse cada noche, pero protegido, al borde de la verdad y de un inevitable aniquilamiento-, más que la cuarta parte de un oído. A veces, con una deliberada picardía sin gracia, silbaba entre dientes la música que estaba escuchando, mientras cambiaba de columna, con orgullo y decisión, un siete o una sota.

Aquella noche, la de Hagen o cualquier otra, a las diez, Díaz Grey oyó el timbre de la calle. Mezcló los naipes sobre la carpeta como si quisiera embarullar pistas e interrumpió el disco que estaba sonando. «Cuando no usan el teléfono, a esta hora, es el caso grave, la desesperación, la necesidad de atrapar al médico, el supersticioso alivio de mirarlo y hablarle en seguida. Tal vez Freitas, no le queda más de una semana; y entonces, digitalina porque está prescripto, y hablar del lino con las bestias de los hijos y de un caballo de carrera, puro, con el menor. Si muere de madrugada, les voy a mostrar mi fatiga y mi insomnio y mi paciencia hasta que salga el sol.» Pasó del comedor al consultorio y cuando estuvo en el vestíbulo gritó a la mujer que empezaba a taconear en la escalera del altillo:

– Deje, que yo atiendo.

Dos metros abajo, en la puerta cancel que no se cerraba nunca con llave, Larsen se quitó el sombrero para sacudir la lluvia y saludó sonriendo y disculpándose.

– Suba -dijo Díaz Grey. Entró al consultorio y dejó la puerta abierta; esperó apoyado en el escritorio, oyendo el chapoteo del agua en los zapatos del hombre que subía, tratando de animar los recuerdos que rodeaban aquella voz ronca, aquella sonrisa torcida.

– Salud -dijo Larsen en la puerta, quitándose el sombrero que había vuelto a ponerse-. Le voy a dejar el piso a la miseria -dio unos pasos y volvió a sonreír, de manera distinta ahora, ya sin humildad ni cortesía, la cabeza hacia un hombro, los ojos hundidos entre arrugas escasas y profundas, esféricos y calculadores-. ¿Se acuerda? Díaz Grey se acordó de todo; inmóvil contra el escritorio, mordiéndose suavemente los labios, sintió que iba llenándose de entusiasmo por el recuerdo y de una absurda lástima por el hombre que chorreaba lluvia en silencio sobre el linóleo. Le apretó la mano y puso otra sobre el hombro empapado y frío.

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