Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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La púa rascó unas vueltas en el silencio, hubo otro chasquido, el anuncio del sosiego. Díaz Grey se sintió vacío y aburrido, examinó un confuso remordimiento.

– De tener razón, doctor. Pero yo, por mí, nunca busqué complicaciones. Hay otra cosa, como bien dice -se miró los zapatos opacos por la humedad y se estiró los calcetines.

– ¿Usted conoce a la hija de Petrus? Angélica Inés. Estamos comprometidos.

Incapaz de reírse, jugando con la idea de que la entrevista era un sueño o por lo menos una comedia organizada por alguien inimaginable para hacerlo feliz durante unas horas de una noche, Díaz Grey retrocedió en el asiento arrastrando un cigarrillo sobre el escritorio.

– Angélica Inés Petrus -murmuró-. Y yo dije hace un rato, humildemente, con poca fe: usted y Petrus. Me parece perfecto, todo es perfecto en el segundo momento.

– Gracias, doctor. Ahora, que hay algo. Usted ya lo comprende -sin esperanzas ni intención de ser creído, como un simple homenaje amistoso, Larsen dejó de mirarse los pies y alzó hacia el médico la mejor expresión de inocencia, de honrada inquietud y sinceridad que le era posible componer a los cincuenta años. Díaz Grey asintió como si la repugnante y desinteresada intención de conmover que mostraba la cara de Larsen hubiera sido una frase. Esperó estremecido-. Nos queremos, claro. Todo empezó en casi nada, como siempre sucede. Pero es un paso serio. Lo más importante de mi viaje, con esta lluvia y en una lancha de pescadores, era hablar con usted del problema. Puede haber hijos, puede ser que el matrimonio la perjudique.

– ¿Cuándo se casan? -preguntó Díaz Grey con fervor.

– Eso. Comprenda que no puedo estar haciéndola perder el tiempo. Yo quisiera saber, respetando el secreto profesional…

– Bueno -dijo Díaz Grey, acercando el cuerpo al escritorio, bostezando y sonriendo después plácidamente con los ojos llenos de lágrimas-. Es rara. Es anormal. Está loca pero es muy posible que no llegue nunca a estar más loca que ahora. Hijos, no. La madre murió idiota aunque la causa concreta fue un derrame. Y el viejo Petrus, ya le dije, simula la locura para no quedarse loco del todo. Es duro de decir, pero sería mejor que no tengan hijos. En cuanto a vivir con ella, usted la conoce, me imagino; sabrá si puede soportarla.

Se levantó y volvió a bostezar. Larsen destruyó velozmente su cara de preocupada inocencia y fue a recoger de la camilla, con un crujido de rótula, el sobretodo y el sombrero.

Ahora, en la incompleta reconstrucción de aquella noche, en el capricho de darle una importancia o sentido históricos, en el juego inofensivo de acortar una velada de invierno manejando, mezclando, haciendo trampas con todas estas cosas que a nadie interesan y que no son imprescindibles, llega el testimonio del barman del Plaza.

Acepta que una noche de lluvia, durante aquel invierno, un hombre coincidente con la descripción de Larsen que le fue proporcionada, abundante, contradictoria en ciertos puntos porque los entusiasmos variaban, se acercó al mostrador y preguntó si el señor Jeremías Petrus «paraba» en el hotel.

«Era una palabra vieja y por eso dejé de pensar en el Simmons Fizz y lo miré dos veces. Ya casi todos dicen «alojarse» o «encontrarse»; y algunos de la Colonia, hombres hechos, que tal vez no hayan nacido aquí, «estar de paso». Este decía «parar» sin sacarse las manos de los bolsillos del sobretodo, ni tampoco el sombrero; no había dado las buenas noches o no se las oí. Esa palabra vieja, es posible que ayudada por la voz, me hizo pensar en tiempos de juventud, en café de esquinas de barrios. Cosas. Cuando el tipo habló yo estaba sin nada que hacer, la sala casi vacía y nadie en el mostrador, limpiando algún vaso con una servilleta aunque no me corresponde, y los vasos están siempre limpios. Yo estaba pensando en el negro Charlie Simmons y en el fizz que había hecho y bautizado y en la evidencia de que la receta que me transmitió era falsa. Porque me la dijo en cuanto se la pedí, porque la bebida que sale, de un color muy lindo, es sinceramente maléfica y porque nunca, en realidad, lo vi preparando. Él estaba entonces, duró poco, en el Ricky, que después se llamó Noneim, y después no sé. Pensaba distraído en eso y en otra cosa anterior. Entonces vino el hombre, que tal vez sea quien usted dice, aunque nunca lo vi antes, cuando vivió en Santa María. Más bien bajo, seguro, engordando, yendo para viejo pero todavía con cuerda y con aire de no enterarse del almanaque. Tendría que haberle dicho que se dirigiera al conserje, Tobías, el que anota y anda con las llaves. Pero la frase ésa, si «para» en el hotel, la palabra más bien, me ganó y le contesté. Le dije que sí y en qué habitación. Todos sabíamos y comentamos el asunto: el viejo Petrus enfermo o haciéndose el enfermo, metido desde la mañana en el 25, que tiene living y se reserva para novios, sin haber pedido durante todo el día otra cosa que una botella de agua mineral, sin que nadie supiera, por más que dijeron, si el francés se atrevería a presentarle la cuenta, ésta y las atrasadas, sólidos miles de pesos. Y no para verlo firmar arriba de la cuenta sino en un cheque con fondos, contra algún banco que no puedo imaginarme pero que, por qué no, tendría que llamarse Petrus y Compañía o alguna cosa como Petrus y Petrus. Sólo así. Cabeceó para darme las gracias y se puso a caminar en dirección al ascensor. Quería chistarle y decirle que llamara antes por el interno; me dejé estar y siguió caminando. Era como me dice: naturalmente pesado pero exagerándolo, negro de ropas, taconeando mientras pudo en el silencio del bar vacío, sin ruido después sobre la alfombra del corredor, la espalda arqueada como si estuviera llevando con el pecho alguna cosa por delante. El pobre. La otra cosa anterior en que yo pensaba se le ocurre a cualquiera. Pensaba en el negro Charles Simmons, el hombre mejor vestido que vi nunca; en la vez, que alguna vez tuvo que ser, en que se distrajo revolviendo un gin fizz con una cuchara larga y se le ocurrió que lo que hacía podía mejorarse o que era posible hacerse famoso con cualquier cambio de medidas o ingredientes sin dar nada nuevo o mejor. Que es lo que no sé y me sigo preguntando.»

La puerta no tenía llave; de modo que después de algunos pasos sinuosos en la penumbra de la salita, Larsen se introdujo en la luz del dormitorio y vio al viejo Petrus boca arriba, acurrucado en la cuarta parte de una cama matrimonial, con una lapicera en la mano y una libreta negra, con ganchos cromados, apoyada en las rodillas. Vuelta hacia él la cara reducida, sin asombro ni miedo, sin otra cosa que una suave inquisición profesional.

– Buenas noches y perdone -dijo Larsen. Sacó las manos de los bolsillos y puso cuidadosamente el sombrero en la repisa de la chimenea falsa.

– Es usted, señor -comentó el viejo; sin desviar la cara, guardó la lapicera y la libreta debajo de la almohada.

– Aquí estamos, señor, a pesar de todo. Y mucho me temo… -avanzó velozmente y ofreció su mano hasta que Petrus colocó la suya, muy pequeña y seca.

– Sí -dijo Petrus-. Siéntese, señor. Arrime una silla -lo miró calculando, estuvo moviendo la cabeza como si aprobara.

– Espero que todo marche bien en el astillero. Estamos al borde del triunfo, cuestión de días. En esta época, es triste, hay que llamar triunfo a un acto de justicia. Tengo la palabra de un ministro. ¿Alguna dificultad con el personal?

Larsen se sentó en la cama, sonrió para congraciarse con los ángeles, pensó en el batallón de espectros del personal, en huellas que tal vez hubieran dejado y que en todo caso no constituían evidencia; pensó en Gálvez y Kunz, en la pareja de perros saltando hacia la barriga de la mujer con abrigo de hombre. También en algún charco, un agujero en forma de ventana, alguna bisagra destornillada y colgante.

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