Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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– Ninguna, señor. Hubo cierta resistencia, absurda, al principio. Pero ahora, le puedo asegurar, todo marcha como una máquina.

Petrus sonrió y dijo que era justamente lo que había esperado y que estaba seguro de no equivocarse al elegir hombres y asignarles tareas. «Soy un conductor; ésa es la primera virtud de un conductor.» La noche estaba afuera, enmudecida, y la vastedad del mundo podía ser puesta en duda.

Aquí no había más que el cuerpo raquítico bajo las mantas, la cabeza de cadáver amarillenta y sonriendo sobre las gruesas almohadas verticales, el viejo y su juego.

– Me alegro -dijo Larsen, crédulo, sin énfasis-. Siempre he pensado, mientras me ocupaba de los problemas del astillero y vigilaba el rendimiento del personal, que yo estaba a cargo de la retaguardia mientras usted… -suspiró, casi satisfecho, y tuvo un escalofrío dentro del sobretodo empapado.

– En la línea de fuego, señor. Justamente -celebró el viejo, con una sonrisa-. Más riesgo y más gloria. Pero si la retaguardia llega a fallar…

– Esa es la idea que me da ánimos.

– Todo esto es obra mía -dijo Petrus deslizando una mano para tocar durante un segundo la libreta bajo la almohada-. Y no me voy a morir antes de ver que todo vuelve a ponerse en marcha. Es imposible. Pero su tarea, señor, es tan importante como la mía. Si el astillero se paraliza una sola hora, ¿qué cosa podré estar defendiendo en las antesalas de esos covachuelistas, esos piojos resucitados? Le estoy muy reconocido.

Larsen cabeceó con una mueca alegre, tímida, agradecida. El viejo Petrus recogió con rapidez su sonrisa y la cara flaca, entre patillas, se puso a exhibir con deliberación la espera, cortés pero exigente.

Una mujer y un hombre pasaron frente a la puerta conversando en voz alta; despectivo, hundido en la paciencia, el hombre iba negando alguna cosa.

– Aquello está listo, le aseguro, para el momento en que usted dé la orden -se esforzó Larsen.

Pero ni las voces de afuera ni ésta que había sonado a los pies de la cama pudieron distraer de su resolución de pregunta a la cabeza de momia de mono que se apoyaba sin peso en las almohadas.

«No es una sonrisa esa arruga bien repartida que hace. No le importa nada de nadie, y yo no soy yo, ni siquiera el cuerpo número 30 o 40 que está ocupando esta noche el invariable Gerente General del astillero. Yo soy, apenas, una desconfianza. Y ni siquiera me tiene miedo. Entré sin llamar, es tarde, él no me avisó que estaría esta noche en Santa María. Le gustaría saber por qué miento, qué planes y esperanzas tengo. Está impaciente por saber; entretanto se divierte. Nació para este juego y lo practica desde el día en que nací yo, unos veinte años de ventaja. No soy una persona, así que no es una sonrisa la complicación esa que le impone a la cara; es una pantalla y una orden, una manera de ganar tiempo, de pasar mientras espera cartas y apuestas. El doctor estaba un poquito loco, como siempre, pero tenía razón; somos unos cuantos los que jugamos al mismo juego. Ahora, todo está en la manera de jugar. El viejo y yo queremos dinero, y mucho, y también nos parecemos en la falla de quererlo, en el fondo, porque sí, porque ésa es la medida con que se mide un hombre. Pero él juega distinto y no sólo por el tamaño y el montón de las fichas. Con menos desesperación que yo, para empezar, aunque le queda tan poco tiempo y lo sabe; y para seguir, me lleva la otra ventaja de que, sinceramente, lo único que le importa es el juego y no lo que pueda ganar. También yo; es mi hermano mayor, mi padre, y lo saludo. Pero yo a veces me asusto y hago sin querer balance.»

La mujer y el hombre que habían pasado por el corredor ahuecaron allá lejos el silencio con un suave, inhumano murmullo. Hicieron sonar después definitivamente el pestillo de una puerta y la noche de lluvia se transformó en ventosa, placentera y gimiente, no más real que un recuerdo, más allá de las persianas corridas sobre la plaza.

El estupor de la cabeza falsamente apoyada en la almohada, casi vertical, consciente de los límites que imponían las patillas blancas y agresivas, y fortalecida por ellos, empezaba a teñirse de impaciencia. Escaso de fe, Larsen organizó el gran gesto de la cara que cae y se acerca con una demorada expresión de confidencia. «Abajo de estas ventanas pasé tantas noches con una mano en el revólver o cerca, pisando fuerte, a la vez ajeno y desdeñoso y provocando siempre inútilmente.»

Oyó, ronco y débil, inconvincente, un bocinazo en el río repetido tres veces. Se palpó de cigarrillos y no tuvo fuerzas para desprender el sobretodo húmedo que lo rodeaba, seduciéndolo, con un olor triste y cobarde, un perfume de resaca y de antiquísimas lociones que le habían resegado en el pelo en salones de peluquerías que series de espejos hacían infinitos, tal vez demolidos años atrás, increíbles ya, en todo caso. Sospechó, de golpe, lo que todos llegan a comprender, más tarde o más temprano: que era el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas, que la comunicación era imposible y ni siquiera deseable, que tanto daba la lástima como el odio, que un tolerante hastío, una participación dividida entre el respeto y la sensualidad eran lo único que podía ser exigido y convenía dar.

– Sí, señor -dijo calmoso Petrus o sólo la voz de Petrus. Entonces Larsen pidió perdón y explicó en pocas palabras que sólo actuaba impulsado por la lealtad y por una incontrolable, total identificación con Jeremías Petrus y sus ambiciones. No enumeró, sino que ofreció en síntesis -y con la modestia del profano que más presiente que sabe- los peligros agazapados en el título falso, marcado por los dobleces de la meditación y el miedo, que Gálvez le había mostrado en una absurda embriaguez de desafío y con el cual, sin duda, continuaría jugando, sin prudencia, con una desesperada irresponsabilidad que amenaza imponer el fin del mundo en cualquier momento caprichoso.

Tal vez ya fuera tarde. Claro que podía ser empleada la violencia y él, Larsen, garantizaba, era obvio, su buen éxito. Pero acaso aquel papel verdoso, con dibujos circulares en los márgenes, con un número lleno de coincidencias, con la innegable, rápida, encogida firma de Petrus en su parte inferior derecha, no fuera el único título falsificado que andaba rodando por donde no debía. En este caso la violencia sería inútil y contraproducente, señor.

Jeremías Petrus había escuchado con los ojos cerrados o había cerrado los ojos en algún momento preciso del relato, un momento que Larsen lamentaba desconocer. Seguía inmóvil contra la almohada, no era nada más que aquella cabeza disminuida, que se exhibía impúdica. El tórax de niño, las piernas raquíticas, y hasta las mismas manos hechas de alambre y papeles viejos, se aplanaban sin bulto bajo las mantas. Nada más que la cabeza ciega e indiferente, la máscara preparada para un susto sobre la almohada. El viento no quería acercarse; limpiaba el cielo encima del río, se estiraba y volvía con un tesón maniático, con un rumor explicativo, con la voluntad de prescindir de los árboles y sus hojas.

– Eso es lo que hay -dijo al fin Larsen, irritado-. A lo mejor no tiene importancia, me equivoqué. Pero Gálvez asegura que el título es falsificado y que puede meterlo en la cárcel cualquier día que se despierte con dolor al hígado. Véalo. Yo trabajando en la Gerencia, en un problema de metalización, y el tipo ese mostrándome como un perdonavidas aquella cartulina verde ajada. No le di importancia, le mostré no creerle.

Pero tuve que alquilar una lancha de pescadores para verlo a usted en seguida y avisarle.

Petrus parpadeó y repitió «sí, señor» con los ojos cerrados. Después miró a Larsen, demostrando comprender, informándole que era innecesario descubrir los dientes y arrugar trabajosa y metódicamente la cara para formar una sonrisa. Pero Larsen supo que la cabeza impasible estaba sonriendo y que aquella invisible pero indudable sonrisa era ávida, burlona, y lo estaba incluyendo a él mismo junto con Gálvez, el título, el peligro, la Sociedad Anónima, y el destino de los hombres.

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