Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Ahora tenía los ojos abiertos, dos estrechas y acuosas claridades bajo las cejas retintas. Explicó sin entusiasmo que uno de los títulos había sido robado desde el principio mismo de aquella pequeña aventura de falsificación, tan sin importancia y tan necesaria si se la relacionaba con la aventura que él prefería llamar empresa y titular Jeremías Petrus, S.A. La presentación del título falso al juzgado, concedió con fatiga, podría significar un entorpecimiento, mucho más lamentable ahora, cuando sólo días o semanas los estaban separando de la victoria o del acto justiciero. Sólo faltaba un título, sólo ése significaba un peligro. Larsen cubría fielmente la retaguardia y aquella urgencia, aquel viaje en una lancha de pescadores a través de la tormenta que llenaba el río, evidenciaban con exceso su compenetración con los problemas y riesgos de la empresa. Era necesario que el título no llegara al juzgado de Santa María y todo medio sería bueno y recompensado.

Había vuelto a cerrar los ojos y era evidente que lo estaba echando y que no le importaba de veras que el título falso llegara o no al juzgado. Se divertía ahora de esta manera y continuaría divirtiéndose de la otra. Desde muchos años atrás había dejado de creer en las ganancias del juego; creería, hasta la muerte, violento y jubiloso, en el juego, en la mentira acordada, en el olvido.

Un poco rabioso por la envidia, apocado por una confusa admiración, Larsen caminó en puntas de pie hasta rescatar de la chimenea de estuco el sombrero deformado por la lluvia. Con dos dedos lo encajó en el ángulo habitual y, siempre de puntillas, fue de regreso hasta la cama y miró bien, de arriba abajo, erguido, las manos en los bolsillos.

Casi perpendicular a las mantas, la máscara blanca y amarilla, calva, cejinegra, parecía dormir; la boca fina y vencida, estaba apretada sin esfuerzo. «Quedan pocos como éste. Quiere que lo liquide a Gálvez, a la mujer preñada, a los perros mellizos. Y él sabe que para nada. Voy a despedirme; si despierta y mira, lo escupo.»

Sin doblar las rodillas, se inclinó hasta besar la frente de Petrus. La cara siguió quieta, entregada y a salvo, recóndita, amarilla. Larsen se enderezó y estuvo moviendo un dedo contra el ala del sombrero. Balanceándose y sin ruidos cruzó la salita oscura, llegó a la puerta y la abrió; en la habitación del fondo del corredor, el hombre y la mujer que habían pasado conversando un rato antes discutían ahora furiosos, con la sordina del viento, de las maderas y la distancia.

SANTA MARÍA-III

Si tomamos en cuenta las opiniones y pronósticos de quienes conocieron personalmente a Larsen y creen saber de él, todo indica que después de la entrevista con Petrus buscó y obtuvo el medio más rápido para volver al astillero.

Necesitaba ahora -o simplemente había elegido aceptar esta necesidad con todo el escaso, intermitente entusiasmo que le quedaba -conseguir el título falso y ofrecerlo con sencillez, vagamente ambicioso y lleno de curiosidad, como si cumpliera un sacrificio que no tuviese como fin el logro de ninguna ventaja, sino, complicadamente, la obtención de algunas revelaciones.

Pero aunque la razón y los testimonios nos convenzan de que la única preocupación de Larsen aquella noche fue la de llegar lo antes posible al astillero para impedir cualquier maniobra del enemigo que acababa de inventarse y planear sobre el terreno la operación de rescate que le habían encomendado, también es cierto que ahora, en este momento de la historia, nadie tiene prisa o no importa la que se tenga.

En consecuencia, Larsen tuvo que entrepararse bajo la llovizna y el viento, después de cruzar en diagonal la plaza, para descubrir, con asombro, con fastidio y una indominable excitación, que el hecho de que el astillero hubiera llegado a convertirse en un mundo completo, infinitamente aislado e independiente, no excluía la existencia del otro mundo, este que pisaba ahora y donde él mismo había residido alguna vez. Dobló a la izquierda y se puso a caminar velozmente, paralelo al río, suponiendo que reconocía esquinas y fachadas húmedas y la luz peculiar de cada espaciado farol balanceándose en la llovizna decreciente.

Había bajado hacia el río después de dejar atrás el cubo sombrío y brillante de la Aduana y andaba por el camino de Enduro; ya no llovía y el viento empezaba a entrar en la ciudad a saltos, conquistando una línea de manzanas tras otra. «Si tenía que volver, por qué en una noche como ésta y por qué me corro hacia la parte más sucia y miserable.» Iba con una mano metida entre las solapas del sobretodo, la cabeza torcida para que el viento no le robara el sombrero, sintiendo el agua en los calcetines a cada paso sonoro.

Ya se olía pescado muerto cuando descubrió la luz amarilla del cafetín, y, media cuadra después, la música, el balanceo rápido del vals en la guitarra. Abrió la puerta y manoteó para cerrarla, a sus espaldas, mientras miraba el humo, las cabezas oscuras, la pobreza, el fugaz consuelo, el rencor indolente, la cara siempre asombrosa del pasado. Caminó hacia el mostrador con un medido aire de desafío, escondiendo su emoción hasta que lograra entenderla.

– ¿No se saluda a los amigos? Barreiro, ¿se acuerda?

Al otro lado del estaño el hombre joven sonreía, cerrada hasta el cuello la sucia chaqueta blanca, sin afeitar, cansado y animoso.

– Barreiro, cómo no -dijo Larsen, sin saber con quién hablaba, tendiendo la mano, golpeando la del otro antes de apretarla. Hablaron del tiempo y pidió una caña. Falsamente apoyado en el mostrador, vuelto a medias hacia el salón, Larsen filió con calma, incurioso, fácil de complacer, a quienes habían sido, en este otro mundo, durante un tiempo muerto y sepultado, sus pares. El de la guitarra abría las piernas en el centro del salón, sonriendo incansable bajo el bigote escaso, afinando ahora en el silencio expectante y sin respeto que le armaban los demás, acurrucados por el peso, las alharacas del viento. Reconoció la expresión adormecida y gatillada de los mestizos, peones de quintas o estanzuelas atraídos a Enduro por cualquier otra fantasía industrial del viejo Petrus. Las mujeres eran pocas, raídas, chillonas y baratas. El de la guitarra blanqueó los ojos y empezó otro vals. En el rincón que formaban la cortina metálica y unos carteles de madera y latas puestos de espaldas, un interminable gancho de hierro, y una salivadera repleta de materias secas e indefinibles y un gato negro dormido, un hombre y una mujer se apretaban las manos encima de la mesa.

– Ahora otra vez vuelven a decir que la fábrica cierra -dijo Barreiro-. Pero nunca se sabe por qué. Pesca hay y sobra. Son esos líos que uno no entiende; y menos los desgraciados que se hicieron la ilusión de que iban a enriquecerse con salarios de veinte y treinta pesos. El que sabe es el que está arriba; cuando cierra gana y cuando abre también. Aunque no parezca. ¿Volvió para quedarse? No es por curiosear.

– Está bien. De paso, nada más. Tengo algunos negocios por el norte de la provincia.

– Negocios -repitió Barreiro, sin animarse a sonreír.

Larsen miraba las mesas e iba repasando letras de tango, despreocupado de los que maltrataban la guitarra y alargaban el gesto, los silencios y lo que había de humano en los rostros agolpados sobre los vasos. Se estremeció de frío y aceptó otra caña. El hombre de la mesa del rincón inclinaba la cabeza, los anchos hombros, la blusa a cuadros, el pañuelo negro al cuello con el nudo ladeado y visible. La mujer tenía el pelo grasiento peinado sobre los ojos y la mueca repetida de la negativa era ya una segunda cara, una máscara móvil permanente de la que sólo se despojaba, tal vez, en el sueño. Y todo lo que podía desenterrar y reconstruir la experiencia de Larsen, ayudada por antiguas intuiciones que habían demostrado ser ciertas, no bastaba a convencerlo de que abajo de los torpes signos de ternura, rechazo, modestia y patético narcisismo, rezumados como un brillo por los temblores de la piel, estaba, realmente, la cara primera de la mujer, la que le habían dado, no hecho y ayudado a hacer.

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