Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Larsen se introdujo en el frío del pasillo embaldosado y se detuvo, sombrero en mano, frente al escritorio, al uniforme, al mestizo de bigotes colgantes.

– Buenas -sonrió con un desprecio, con una burla ya serenados, viejos de cuarenta años. Entregó cerrada la cédula de identidad-. Para ver al señor Petrus, don Jeremías Petrus; si dan permiso.

Avanzó después por una soledad resonante, dobló a la izquierda y se detuvo a esperar que otro uniformado, de pie y con máuser, le hiciera preguntas. Un hombre viejo, en tricota y alpargatas, fue y vino, le hizo una seña con la cabeza y se adelantó para guiarlo en un nuevo laberinto de líneas rectas, más frío, invadido por olores de sentina y bodega. Junto a un extinguidor de fuego sujeto a la pared, el viejo se detuvo y abrió una puerta sin llave.

– ¿Cuánto tiempo puedo estar? -preguntó Larsen mirando hacia la penumbra adentro.

– Hasta que se aburra -contestó el viejo alzando los hombros-. Después arreglamos.

Larsen entró y permaneció inmóvil hasta escuchar el ruido de la puerta al cerrarse. No estaba en una celda; la habitación era una oficina con muebles arrumbados, escaleras y tarros de pintura. Avanzó luego con un saludo en la cara, en dirección equivocada, oscilando con pesadez al atravesar el olor a aguarrás. De golpe descubrió al prisionero, a la derecha, detrás de un escritorio en ochava en un rincón, pequeño, alerta, afeitado, como si lo hubiera estado acechando, como si hubiera planeado la distribución de los muebles para sorprenderlo, como si esa ventaja inicial pudiera asegurarle alguna victoria en la entrevista.

Más viejo y huesoso, más largo y blanco el marco de las patillas, más inquietante el brillo de los ojos. Apoyaba las manos sobre el cuero de un cartapacio cerrado; no había otra cosa encima del cuadrilátero de raída felpa verdosa del escritorio. Casi con la primera mirada, Larsen recuperó el entusiasmo, la imprecisa envidia que la separación anulaba.

– Aquí estamos -dijo.

El otro, excitado y dominándose, mostró el borde de un diente para cubrirlo en seguida. La boca volvió a ser delgada, horizontal y sinuosa. Tal vez, para tenerla, Petrus no había necesitado reiterar desdenes y negativas desde la infancia, tal vez otros actuaron durante siglos para darle en herencia una boca que fuera un simple, imprescindible tajo para comer y hablar. «Una boca que podría ser suprimida sin que los demás se dieran cuenta. Una boca que protege del asco de la intimidad y libra de la tentación. Un foso, una clausura.» La luz era gris y suave, cernida por una cortina que cubría casi totalmente el balcón; en un extremo se derramaba con dulzura, triangular y alargado, el sol de agosto. Había, tocando la cortina, un diván de cuero negro con mantas prolijamente dobladas y un pequeño almohadón chato y duro. Aquel rincón era el dormitorio de Petrus, tan distinto a los de la casa lacustre sobre el río, con las grandes almohadas panzudas, protegidas por fundas con orlas de punto cruz en colores que ostentaban fechas familiares, o atavíos campesinos, y desplegaban el insospechado doble sentido de la leyenda: Ein gutes Gewissen ist ein sanftes Ruhekissen.

Aquí estamos -repitió Petrus con amargura-. Pero no de la misma manera. Siéntese. No dispongo de mucho tiempo, tengo muchos problemas que estudiar.

– Espere un momento, por favor -dijo Larsen. Se sentía obligado al respeto pero no a la obediencia. Dejó el sombrero en una esquina de la mesa verde y se acercó a la cortina para levantar el borde y anticipar el ademán, curioso, maquinal, que años después repetiría de mañana y de tarde el comisario Cárner, un piso más arriba.

Vio la grupa manchada del caballo y la ese que bocetaba la cola; impedido por las ramas de los plátanos sólo pudo distinguir del Fundador un fleco de poncho cubriendo la cadera y una bota alta estribada con indolencia. Leal y con empeño, Larsen trató de comprender aquel momento de su vida y del mundo: los árboles torcidos, sombríos y con hojas nuevas; la luz apoyada en el bronce de las ancas; la detención, el secreto paciente de la tarde provinciana. Dejó caer la cortina, vencido y sin rencor; regresó a otras verdades y mentiras ayudándose con el vaivén del cuerpo. Manoteó una silla y se sentó, un segundo antes de que Petrus reiterara, frío y paciente:

– Tome asiento, hágame el favor.

«Por qué esto y no otra cosa, cualquiera. Da lo mismo. Por qué él y yo, y no otros dos hombres.

Está preso, concluido, y la calavera blanca y amarilla me está diciendo con cada arruga que ya no hay pretextos para engañarse, para vivir, para ninguna forma de pasión o bravata.»

– Desde hace unos días esperaba su visita. Me he negado a creer en su deserción. Para mí nada ha cambiado; hasta podría decir, sin cometer infidencia, que las cosas han mejorado desde nuestra última entrevista. En realidad, estoy aislado transitoriamente, descansando. Esto, ese absurdo de encerrarme por un tiempo, es lo último que pueden hacer mis enemigos, el golpe más fuerte que pueden descargar. Unos pocos días más en esta oficina, más incómoda que las otras pero no distinta, y habremos llegado al fin de la mala racha. Ahora no pierdo el tiempo; me han hecho el favor de impedir que nadie pueda hacerme perder el tiempo y esto me permite solucionar mis problemas cómodamente y de manera definitiva. Puedo decírselo: encontré solución para todas las dificultades que estaban entorpeciendo la marcha de la empresa.

– Es una gran noticia -dijo Larsen-. Todos van a tener una gran alegría cuando vuelva al astillero y la transmita. Si usted me autoriza, claro.

– Puede decirlo; pero estrictamente al personal superior, a los que han dado pruebas de fidelidad. No me he preocupado por saber el motivo de mi detención. Pero, según parece, se trata de una denuncia basada en aquel famoso título de que hablamos. ¿Qué ocurrió? ¿La misión que le confié terminó en el fracaso o usted hizo causa común con mis enemigos?

Larsen sonrió y se puso a maniobrar lentamente para encender un cigarrillo; después se esforzó en mirar con odio la cabeza de pájaro, expectante y fanática, que se inclinaba hacia él, segura de todos los triunfos, segura de que nadie le impediría tener razón hasta el final.

– Usted sabe que no -dijo lentamente-. Por algo estoy aquí, por algo vine en cuanto me enteré de que usted estaba detenido -pero hubiera dicho: «Hice todo lo posible. Soporté algunas humillaciones e impuse otras. Recurrí a formas de violencia que usted conoce como yo, ni más ni menos que yo, y cuya víctima es incapaz de describir en una acusación porque también está impedida de comprenderlas, de apartarlas de su sufrimiento y saber que son su causa. Usted debe haber usado diariamente esas formas de la violencia. Y también conoce todo el resto, igual que yo pero no mejor, porque somos hombres y las posibilidades de infamia son comunes y limitadas: la astucia, la lealtad, la tolerancia, el mismo sacrificio, el pegarse al flanco del otro como un nadador para defenderlo de la correntada, y para ayudarlo a hundirse, casi siempre a su pedido, exactamente cuando nos conviene»-. Lo único censurable que hice fue fracasar.

Petrus recogió su cabeza como una tortuga, volvió a mostrar los dientes amarillos, esta vez generosamente. No condenaba del todo; los ojos hundidos y brillantes miraron a Larsen cavilosos, casi apiadados, con una divertida curiosidad.

– Está bien, creo en usted. Nunca me equivoco al juzgar a un hombre -dijo, por fin, Petrus-. En realidad, no tiene importancia. Puedo demostrar que ignoraba la existencia de títulos falsificados. O nadie puede demostrar que yo sabía algo. Dejemos eso. Lo importante es que el momento de la justicia definitiva está próximo; cuestión de días, un par de semanas a lo sumo. Necesitamos, más que nunca, un hombre capaz y leal al frente del astillero. ¿Se siente usted con fuerzas, con la fe necesaria?

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