Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Larsen jugó a indignarse, a fingir interés.

– Raro que no lo haya visto o haya sabido. No debe haber tomado la lancha en Puerto Astillero. Si vino aquí a las tres y se estuvo demorando, no debe haber llegado a tiempo para hacer la denuncia. El juzgado cierra a las cinco. Y calculando una hora de viaje…

– Después de tender la ropa sentí dolores y entré para quedarme quieta en la cama y esperar. Pero antes de que dejara de dolerme me olvidé del dolor, porque se me ocurrió algo, de golpe, como si alguno lo hubiera dicho en voz alta aquí adentro. Salté de la cama y estuve buscando en el armario. Ya casi ni ropa queda sino pilas de recortes de diarios que él iba guardando porque hablan del astillero y del pleito. Encontré el porrón de melaza que usábamos para ir escondiendo algún dinero para cuando llegara el momento. Tiene el cuello muy largo y la boca muy chica. Era difícil sacar el dinero, pensábamos que uno de los dos tendría que romperlo cuando naciera el chico. Escarbé con una aguja de tejer; pero él había hecho lo mismo antes de irse. Ni siquiera tengo idea de cuánto habíamos llegado a juntar. Entonces comprendí que se había ido de verdad. No tenía ganas de llorar, no estaba furiosa ni triste, sólo sentía asombro. Ya le dije que cuando lo miraba irse me parecía mucho más joven. Después pensé que era mucho más joven que el día que lo conocí. Un Gálvez recién salido de la conscripción, anterior a mí, caminando, sacudiéndose por el caminito entre las ortigas. No vuelve más, es otro, no tiene nada que ver conmigo ni con usted. ¿Y qué piensa hacer ahora? Pero no puede hacer nada, tiene que esperar a que le dé permiso para irse.

Sonrió como si la prohibición y todo lo que había contado no fueran más que bromas, gracias inventadas sobre la marcha, buenas para retener a Larsen y coquetear con él.

– Es así, entonces -dijo Larsen-. Bueno, tengo que decirle que lo que hizo Gálvez significa el fin para todos nosotros. Y se le ocurre hacer esta locura cuando todo está a punto de arreglarse. Una verdadera lástima para todos, señora.

Pero ella estaba desinteresada y sorda en el banco, mirando con altivez la forma cuadrada de la noche blanca en el ventanuco.

«Tal vez no haya ido a Santa María; si se llevó el dinero es posible que lo encuentre borracho en El Chámame. Voy y lo converso.» Pero tampoco ahora podía sentir indignación o interés. De modo que se quedaron en silencio, quietos, Larsen bebiendo a traguitos del jarro de lata y mirando con disimulo a la mujer; y la mujer ahora con una cara burlona y maravillada, como si evocara el absurdo de un sueño reciente. Estuvieron así un largo tiempo, helándose, infinitamente separados. Ella tembló e hizo sonar los dientes.

– Ahora puede irse -dijo, mirando la ventana-. No lo echo; pero es inútil que se quede.

Larsen esperó a que ella se levantara. Entonces se puso de pie y depositó el sombrero sobre la mesa. Miraba al avanzar la gran comba del sobretodo, los ojales tirantes, el alfiler de gancho que cerraba el cuello. No tenía ganas de hacerlo; no podía descubrir un propósito que reemplazara las ganas. Miró la cara amarillenta y brillante, los ojos impávidos que ya lo habían juzgado. Apretó delicadamente su vientre contra el de la mujer y la besó sujetándola apenas por los hombros, rozando la tela áspera con las yemas de los dedos. Ella se dejó besar y abrió la boca; se mantuvo inmóvil y jadeante todo el tiempo que Larsen quiso. Después retrocedió hasta tocar la mesa y lentamente, ostensiblemente, alzó una mano y golpeó la mejilla y la oreja de Larsen. El golpe lo hizo más feliz que el beso, más capaz de esperanza y salvación.

– Señora -murmuró, y quedaron mirándose fatigados, con una leve alegría, con un pequeño odio cálido, como si fueran de veras un hombre y una mujer.

– Váyase -dijo ella. Había escondido las manos en los bolsillos del abrigo. Estaba tranquila, soñolienta, con mansedumbre y contento en los rincones de la boca.

Larsen recogió el sombrero y caminó hasta la puerta tratando de no hacer ruido.

– Usted y yo… -empezó ella.

Larsen la oyó reír con suavidad, escuchó los sonidos graves y perezosos. Aguardó el silencio y fue volviéndose, no para mirarla, sino para exhibir su propia cara nostálgica, una mueca que no reclamaba comprensión sino respeto.

– También hubo para nosotros un tiempo en que pudimos habernos conocido -dijo-. Y, siempre, como usted decía, un tiempo anterior a ése.

– Váyase -repitió la mujer.

Antes de pisar los tres escalones, antes de la luna y de una soledad más soportable, Larsen murmuró como una excusa:

– A todo el mundo le pasa.

EL ASTILLERO-VI

Ni en aquella noche ni en varias siguientes pudo Larsen encontrar a Gálvez. Se comprobó que no había hecho ninguna denuncia en el Tribunal de Santa María. No volvió a la casilla ni al astillero. En la gran sala aterida, sólo recibía a Larsen un Kunz monosilábico y apático, que tomaba mate mientras iba estirando con descuido antiguos planos azules de obras y maquinarias que nunca fueron construidas, o cambiaba de lugar las estampillas del álbum.

Kunz no se acercaba ya a la Gerencia General y Larsen no conseguía interesarse en el contenido de las carpetas. Sabía que se acercaba el fin, como puede saberlo un enfermo; reconocía todos los síntomas exteriores pero confiaba mucho más en el aviso que le daba su propio cuerpo, en el significado del aburrimiento y la abulia.

Aprovechaba con escepticismo las pocas energías matinales y lograba casi siempre distraerse unas horas, sin entender del todo, sin que esto le importara, con alguna historia de salvamento, de reparaciones, de deudas y pleitos. La luz gris y fría de la ventana iluminaba su resolución de mantenerse inclinado sobre aquellas historias de difuntos. Formaba las sílabas moviendo los labios, escuchaba el ruidito de la saliva en las comisuras.

Una o dos horas hasta el mediodía. Le era posible aún palmear la espalda de Kunz y seguirlo en el descenso por la escalera de hierro, disimulando, erguido y ancho, con una expresión pensativa pero en modo alguno derrotado.

Ahora cocinaba Kunz. Sin anunciarlo, sin haberse puesto de acuerdo con la mujer, una mañana Kunz hizo el fuego y le quitó de las manos la verdura que ella estaba limpiando. Hablaban, los tres, del tiempo, de los perros, de las raras novedades, de lo que el tiempo hacía en favor y en contra de la pesca y las siembras.

Pero por las tardes le era imposible a Larsen doblarse encima de las carpetas y modular en silencio las palabras muertas. Por las tardes la soledad y el fracaso se hacían sólidos en el aire helado y Larsen se abandonaba al estupor. Había tenido una esperanza de interés, de salvación y ya la había perdido: odiar a Gálvez, encontrar un fin en el odio, en la resolución de venganza, en el cumplimiento de la serie de actos necesarios para el desquite.

Por las tardes, los cielos de invierno, cargados o desoladamente limpios, que entraban por la ventana rota podían mirar y envolver a un hombre viejo que había desistido de sí mismo, que prestaba indiferente su cabeza para que la habitaran y recorrieran recuerdos mezclados, rudimentos de ideas, imágenes de origen impersonal. De dos a seis el aire mordía una cara de viejo, malsana, colgante, boquiabierta, con el labio interior estremecido por la respiración; se apoyaba grisáceo sobre el cráneo redondo, casi calvo, ensombrecía el mechón solitario aplastado en la ceja; exaltaba la nariz delgada y curva, triunfante de la decrepitud y la grasa de la cara. Isócrona, exangüe, la boca se estiraba hacia la base de la mejilla y volvía a empequeñecerse. Un viejo atónito, apenas babeante, con un pulgar enganchado en el chaleco, hamacando el cuerpo entre el asiento y el escritorio, como sacudido por un vehículo que lo arrastrara en fuga por caminos desparejos.

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