Volvió a tener conciencia del invierno y la vejez, de la necesidad de una compensación de dureza y locura. Rehizo el camino al astillero, fue esquivando a pasitos las depresiones fangosas del baldío, se dejó guiar al fin por el resplandor amarillento de la casilla. Subió las tres tablas y entró en el abrigo sin ver a la mujer. Los perros se acercaron a olerle el frío; los apartó a patadas, tratando de golpearles los hocicos, y fue a colocar la cara junto a la hoja del almanaque en la pared. Así despreocupado, supo que el sol se había puesto a las 18.26 y que la luna era llena y que estaba, él y todos los demás, en el día del Corazón Inmaculado de María.
La mujer vino desde la intemperie y no hizo sonar los zapatones hasta llegar a la mitad del piso. El se volvió para mirarla y descubrirse. Tal vez el nombre de María, que estaba terminando de comprender, lo cambió todo; tal vez la transformación haya sido impuesta por la cara de la mujer, los ojos y la sonrisa bajo la polvorienta corona dentada del pelo rígido.
– Buenas noches -dijo Larsen con una lenta inclinación de cabeza -. Señora -sintió el miedo como un frío agregado, como una manera distinta de sufrirlo-. Pasaba por acá y vine a verla. A enterarme. Puedo ir hasta lo de Belgrano y traer algo para la comida. O mucho mejor, me haría feliz que se animara, vamos al restaurante y comemos allí. La acompaño de vuelta, claro. Y por si viene Gálvez, podemos dejarle un mensaje, dos líneas. Habrá visto la luna; parece de día. Podemos caminar despacio para que no se canse. Póngase algo en la cabeza por el rocío.
La mujer no había cerrado la puerta y por encima de su peinado opaco, por encima de los ojos y la sonrisa, Larsen hablaba cortésmente con la blancura ganaba minutos que no habrían de servirle para nada.
No se trataba de un miedo que él hubiera podido explicar de buena fe a cualquier amigo recuperado, a cualquier hombre abatido y reconocible que surgiese de la muerte o del olvido. «Llega el momento en que algo sin importancia, sin sentido, nos obliga a despertar, y mirar las cosas tal como son.» Era el miedo de la farsa, ahora emancipada, el miedo ante el primer aviso cierto de que el juego se había hecho independiente de él, de Petrus, de todos los que habían estado jugando seguros de que lo hacían por gusto y de que bastaba decir que no para que el juego cesara.
Ella estaba apoyada en la mesa, el cuerpo un poco agobiado, la cabeza alta. Los perros la rodeaban, saltaban sin entusiasmo hacia el sobretodo inflado por el vientre.
Larsen se veía a sí mismo, empequeñecido y enlutado, retrocediendo hacia la pared de tablas y el número negro del almanaque, sostenido el sombrero con las dos manos, conservando una cara bondadosa y distraída. Pensó que el único consuelo posible sólo podía ser extraído de la entrega y del ridículo.
– Una noche como ésta, señora. Muy fría y mañana todo afuera va a estar blanco de escarcha. Pero todos estábamos avisados de que íbamos a tener una noche de luna.
Suspiró moviendo la cabeza y rozó con la muñeca el bulto del revólver bajo el brazo antes de sacar el pañuelo y pasárselo por la frente.
– Una noche de luna.
Los perros estaban ahora echados y sólo alzaban los hocicos expectantes hacia el cuerpo de la mujer. Larsen volvió a mirarla, ella estaba como al principio, como si no lo hubiera oído ni visto. La sonrisa continuaba inmóvil, vacía y dolorosa, pero no podía ser soportada; los ojos habían perdido toda capacidad de burla, de acusación y de curiosidad. O sólo miraban con una curiosidad doble e impersonal: ella no era una persona sino el acto, la facultad de mirar; y lo mirado, Larsen, la habitación, la luz amarilla, el tenue vapor de los alimentos, no eran más que puntos de referencia, confirmaciones de una certidumbre.
«Ahora empieza» había estado pensando Larsen. Se inclinó nuevamente y dijo con una sonrisa casi triste:
– Ahora empieza.
Entonces ella contestó que sí con la cabeza y alzó una mano para pedirle que esperara. Hizo gemir la mesa al inclinarse y luego le escondió la cara con una sacudida.
Alguna música muy lejana llegaba en hilachas; atorado y forastero, un motor se acercaba por el Camino de las Tropas. Después ella se volvió lentamente, menos temible, con una mueca de niño y los ojos disminuidos por las lágrimas.
– Júreme que no me deja sola esta noche y le digo lo que quiere saber. Júreme que no me deja sola hasta que yo se lo pida.
– Sí -dijo Larsen y alzó los dedos. Ella vaciló mirándolo con desaliento.
– Está bien. Si se lo pedí fue porque quería creerle.
Encorvada, buscó un banco y fue a sentarse. Desde el almanaque Larsen la veía de perfil, sudorosa en el frío, como escuchando y con miedo de oír, como concentrada en el sabor del labio que sujetaba con los dientes. Estaba fea, despeinada y amarilla; pero Larsen la sentía más temible que nunca, secreta, intangible.
«Lo que se la está comiendo esta noche -sea lo que fuere, la barriga o los celos o lo que esta luz de luna la hizo ver de repente- lo está haciendo con su permiso, con su aprobación. Y mientras la come la alimenta. Tal vez esa luz de afuera le hizo recordar que es una persona, y, más a mi favor, una mujer. Se dio cuenta de que está viviendo en una casilla de perro, ni siquiera sola, sino vista y estorbada por un hombre, un extraño, cualquiera, porque ya no la quiere. No, al revés, porque se trata de una mujer aunque no parezca; un hombre que es un extraño porque ella ya no lo quiere. A lo mejor salió afuera por una necesidad y miró sin querer hacia aquí, hacia las tablas y las chapas, hacia los tres peldaños sujetos con cadena. Todo nuevo y desconocido bajo la luna. Tuvo que medir su miseria y su edad, el tiempo perdido, el poco que le queda para malgastar.»
– Cuando yo le diga que se vaya -dijo la mujer- usted se va y no dice nada a nadie. Si se encuentra con Gálvez no le dice que estuvo conmigo.
Se limpió la cara con una manga y la alzó repentinamente tranquilizada. El brillo del sudor parecía rejuvenecerla. Los ojos y la sonrisa no contenían nada más que una oferta de complicidad.
– Todavía no -murmuró-. Ahora estoy segura. Pero no importa, igual voy a cumplir. Todavía debe quedar de aquel coñac. Gálvez llega siempre borracho pero aquí no toma nunca. Me respeta. Me respeta -la segunda vez silabeó con lentitud, buscando el sentido de las dos palabras. Después hizo una risita y miró hacia la noche-. Sería bueno cerrar la puerta. Deme un cigarrillo. El título ya no está aquí y creo que tampoco lo tiene Gálvez. La verdad, yo ya había resuelto robarlo para dárselo a usted; pero él, de golpe, enloqueció y se puso a querer el papel ese como si fuera una persona. Lo estuve viendo no querer otra cosa en el mundo. Una cartulina verde. Estoy segura de que no hubiera podido seguir viviendo sin ella. Larsen le encendió el cigarrillo, taconeó trazando un laberinto para cerrar la puerta y buscar la botella; estaba debajo de la cama, destapada. Encontró un jarro de lata y lo trajo a la mesa; arrastró un cajón y fue doblando el cuerpo hasta quedar sentado. Puso el sombrero sobre las rodillas y encendió también un cigarrillo para él; no quería fumarlo sino verlo consumirse entre sus dedos, velando el brillo de las uñas limpias y engrasadas; no quería mirar a la mujer.
– Usted no toma, claro -se sirvió un chorro y compuso una expresión pensativa-. Así que el título no está. Y tampoco lo tiene Gálvez. ¿Kunz?
– ¿Qué le puede importar al alemán? -continuaba agazapada pero su cara era divertida y serena-. Sucedió esta tarde y yo no pude hacer nada, suponiendo que hubiera algo que quisiera haber hecho. Gálvez vino a eso de las tres del astillero y estuvo un rato sentado, sin hablar, mirándome a escondidas. Le pregunté si necesitaba algo y me dijo que no con la cabeza. Estaba ahí en la cama, sentado. Me asusté porque era la primera vez en mucho tiempo que tenía aire de sentirse feliz. Me estaba mirando como un muchacho. Me cansé de preguntarle y salí afuera para lavar; estaba tendiendo cuando vino de atrás y me acarició la cara. Acababa de afeitarse y se había puesto una camisa limpia sin pedírmela. «Ahora todo se va a arreglar», dijo; pero yo supe que sólo pensaba en él. «¿Cómo?», le pregunté. No hizo más que reír y tocarme; parecía, de veras, que todo se hubiera arreglado para él. Me emocionó verlo contento; no volví a preguntarle nada, lo dejé acariciarme y besarme todo el tiempo que quiso. Tal vez se estuviera despidiendo, pero tampoco eso le pregunté. Al rato se fue, no para el astillero sino por el camino de atrás de los hangares. Me quedé mirándolo porque parecía mucho más joven. Por la velocidad y el entusiasmo con que caminaba. Y justo cuando estaba por desaparecer se detuvo y volvió. Lo esperé sin moverme y a medida que se acercaba fui sabiendo que no se había arrepentido. Me dijo que se iba a Santa María para entregar el título al juzgado, creo, y hacer la denuncia. Me lo dijo como si a mí me importara mucho, como si lo hiciera por mí, como si aquéllas fueran las frases más hermosas que pudiera decirme y yo estuviera deseando oírlas. Después se fue de veras y yo continué tendiendo la ropa sin mirarlo caminar esta vez.
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