– Usted no entiende -dijo una noche sonriendo a Larsen con una extraña lástima. Estaban solos, ella había tratado de arreglar un cable de la radio, se negó a que Larsen la ayudara-. Usted puede quererlo a Dios o maldecirlo, un ejemplo. Pero la voluntad de Dios se cumple y usted mira de qué manera: se va a enterar por lo que le pase de cuál era la voluntad de Dios. Lo mismo, ¿entiende?, es con él. Desde hace años, desde el principio. Puede mandar a la cárcel a Petrus, puede quemar el título. Lo importante es que yo no sé qué piensa hacer, qué cosa va a elegir. Nunca quise preguntarle y menos ahora, cuando hemos llegado a esto, a estar peor que nunca antes en la vida. Pero no lo digo por la pobreza sino porque ahora estamos acorralados. Cuando él decide algo yo me entero y entonces conozco lo que me va a pasar. Es así; yo sé además que tiene que ser así. Lo mismo sucedió con el hijo. Y hay otra cosa que usted no entiende: no lo entiende a él. Estoy segura de que no va a usar nunca ese título para meter en la cárcel a Petrus. Él creyó en Petrus, creyó que era su amigo y en todos los cuentos de riqueza que le hizo. Petrus le adelantó dinero, nos pagó los pasajes y nos invitó a comer, sin necesidad, cuando el viaje ya estaba decidido, y no a él solo sino a mí con él. Y cuando llegamos, también nosotros fuimos a vivir al Belgrano, esa cueva sucia que era un «hotel moderno donde viven muchos de los altos empleados de mi astillero». Y al día siguiente Gálvez fue a hacerse cargo de su puesto, la Gerencia Administrativa, usted sabe, que sigue ocupando hasta la fecha por sus propios méritos. Escuche: aquella mañana en el Belgrano estuvo consultándome qué corbata y camisa se pondría. Traje no, porque le quedaban dos y no había más remedio que elegir el liviano. Fue, mucho antes de la hora de entrada, y se encontró con esa pocilga, aunque no tan miserable como ahora, se encontró con que el personal, los cientos, o miles o millones de obreros y empleados que disfrutaban de ventajas aún no reconocidas por las leyes más avanzadas, se componían de ratas, chinches, pulgas, tal vez algún murciélago, y un gringo que se llamaba Kunz y había quedado por olvido en un rincón dibujando planos o jugando con sellos de correo. Y cuando volvió a mediodía al Belgrano sólo me dijo que la contabilidad estaba muy atrasada y que tendría que trabajar fuera de las horas de oficina. Pensé entonces, no que estaba loco, sino que su voluntad era suicidarse, o empezar a hacerlo, tan lentamente que hasta hoy dura. Así no va a llevarle nunca el título al juez. No lo guarda para vengarse de Petrus; sólo para creer que algún día, cuando quiera, le será posible vengarse, para sentirse poderoso, capaz de más infamia que el otro.
Pero esto sucedía al principio del asedio, durante un corto tiempo después de la noche en que Larsen se entrevistó en Santa María con Díaz Grey, Petrus y Barrientes, y pisó el mundo perdido. Porque Gálvez continuaba pasando las noches lejos de la casilla y la insistencia de Larsen en convencer a la mujer de que robara el título y se lo diera, para la felicidad de todos, alcanzó muy pronto un tono erótico. Acodado en la mesa, ofreciendo una mano distraída a la lengua de los perros, la cabeza defendida del frío por el sombrero negro requintado, tragando con moderación un vino retinto y espeso, Larsen remedaba paciente e implacable, y hasta creía superar, antiguos y exitosos monólogos de seducción, renuncias generosas pero no definitivas, ofertas totales e inconcretas, ciertas amenazas que espantan a quien las formula.
La mujer se había hecho más silenciosa y enconada. No miraba a Gálvez cuando éste se levantaba después de la cena y se ponía sobre el pullover una tricota azul de marinero que su cuerpo no llegaba a estirar; no contestaba a su saludo ronco ni parecía oír los pasos que se alejaban sobre el barrio aterido. Lavaba los platos guiñando los ojos al humo del cigarrillo que le colgaba de la boca y los iba pasando a Larsen para que los secara.
«Tan hermosa y tan concluida -pensaba Larsen-. Si se lavara, si le diera por peinarse. Pero con todo, aunque se pasara las tardes en un salón de belleza y la vistieran en París y yo tuviera diez o veinte años menos, no se puede calcular la necesidad, y a ella le diera por meterse conmigo, sería inútil. Está lista, quemada y seca como un campo después de un incendio de verano, más muerta que mi abuela y es imposible, apuesto, que no esté muerto también lo que lleva en la barriga.»
Después la mujer arrastraba la damajuana de vino y se sentaban apoyados en la mesa, sin mirarse; bebían sin prisa y fumaban; el viento chillaba alrededor de la casilla y entraba enfriándola, o la paz coagulada de la noche les permitía imaginar perros con el cuerpo tendido hacia la blancura quieta, lanchas que bordeaban por capricho resbalando en el río liso. También imaginaban las distancias que nacían y terminaban en la madera de la casilla, y esto aunque hubiera viento. Pero nunca, Larsen hubiera apostado, la mujer se inmovilizaba para recordar. Fumaba entre las solapas, la cabeza de pelo grasiento y colgante perfilada hacia la puerta. Estaba allí, simplemente, sin un pasado, con un feto avanzando contra las piernas que ya no podía cruzar. Hablaba poco, y era raro que contestara con algo más que una mueca, con algo más que un corto movimiento de la cabeza que quitaba sentido a las preguntas:
– Me parieron y aquí estoy.
Pero el encono, y aun el silencio, no parecían provocados por la miseria, por el parto inminente, por el hecho de que Gálvez pasara las noches en El Chámame. No tenía motivos concretos. Tal vez ella no fuera ya una persona sino el recipiente dé una curiosidad, de una espera. Tarareaba tangos y no podía asegurarse que escuchara siempre, no podía saberse si la sonrisa, o por lo menos la punta arqueada de la boca, se vinculaba con los lentos, dramáticos discursos de Larsen o con suposiciones sobre hechos futuros. «Como si una vieja costumbre de abandono e imbecilidad le hiciera creer que todo es posible, que todo puede suceder y ahora mismo, lo razonable y sus mil incalculables opuestos», improvisaba Larsen.
Pero tampoco esto era cierto, por lo menos no lo era del todo y no servía para definir y comprender, admitía Larsen. Entonces bebía un trago, con gran ímpetu al principio, al acercar el vaso a la boca, pero deteniendo en seguida el vino con la lengua que se agitaba remojándose, tomando al fin nada más que eso, un trago pequeño. Y volvía a la carga, con su voz más dolorida y urgente, pero con un tono agregado que subyacía para indicar que estaba resuelto a seguir esperando una noche y otra, hasta que ella llegara a comprender y cediera.
Ya no nombraba el título; inventaba ahora alusiones sutiles, se refería al objeto de su deseo como si se tratara de una libidinosamente adorada porción del cuerpo de la mujer, como si la suplicada entrega del título significara, y no sólo en símbolo, la entrega de todo lo que ella había sido capacitada para dar.
Una noche y otra, temeroso siempre al empezar, tranquilizándose después porque ella hacía ostensible su paciencia, porque ella le permitía creer que su silencio, que su oreja cubierta, pero no del todo por el pelo, y el discutible extremo de sonrisa, no eran otra cosa que los elementos con que armaba una turbia, apaciguada coquetería.
Y alguna noche Larsen estuvo seguro de que la palabra título -o el documento o el papel ese-, pronunciada por error, había hecho que se ruborizara suavemente la mejilla que la mujer le presentaba, siempre la misma, la izquierda.
– Usted quiere que le robe el papel y se lo dé. Así se arregla todo, seguimos vendiendo máquinas y viviendo. Pero él, si se encontrara ahora sin el documento ése, se va a sentir más solo, más perdido que si yo me muriera. En el fondo, no me quiere a mí, quiere a esa cartulina verde que acomoda cada noche en el pecho antes de dormirse. No digo querer de veras. Pero en este tiempo la necesita más que a mí. Y yo no tengo celos de una cartulina ni del amor de él por la venganza.
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