Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Esta es, por lo menos en lo esencial, la versión de Kunz, repetida por él, sin alteraciones sospechosas, al padre Favieri y al doctor Díaz Grey.

Pero no cree en ella; esta incredulidad sólo está basada en su conocimiento de Angélica Inés, alcanzado algunos años después. Tampoco cree que Kunz -que tal vez esté vivo y tal vez lea este libro- haya mentido voluntariamente. Es posible que Kunz haya interpretado la visita de Angélica Inés al astillero como un acto de pura raíz sexual; es posible que su vida solitaria, la frecuentación cotidiana de la por entonces inaccesible mujer de Gálvez lo hayan predispuesto a este tipo de visiones; y es también posible que haya sido engañado, retrospectivamente, al ver a la sirvienta cubrir con el abrigo a la muchacha: que haya pensado entonces que la protegía de la vergüenza y no simplemente del frío.

LA CASILLA-V

Pero la indiscutida decadencia de Larsen era, a fin de cuentas, la decadencia de sus cualidades y no un cambio de éstas. Años atrás habría asediado con mayores energías, con mejor astucia, a las dos mujeres que nombraba, pensando, «la loquita» y «la preñada». Pero no hubiera hecho otra cosa. Tampoco un Larsen joven habría tratado de llegar hasta el viejo Petrus mientras le fuera imposible depositar en su escritorio o en sus manos el título falso que se había comprometido a rescatar. Y es seguro que el joven Larsen, que nadie podía ya suponer con exactitud, se habría limitado, como éste de ahora, a reconquistar y conservar tortuosamente un prestigio romántico e incorrecto en el jardín blanqueado de estatuas, en la glorieta que atravesaban despiadados el frío y los ladridos, en los silencios inquebrantables a que había regresado definitivamente. Y el mismo Larsen joven estaría, con más brillo y más espontáneo, con menos falsedad, e infinitamente menos repugnante, ayudando a la mujer del sobretodo, la mujer de Gálvez, la mujer de los redondos perros lanudos, a cargar agua, hacer fuego, limpiar la carne y pelar las papas.

Despejado por fin del ajustado sobretodo y del sombrero, no tan calvo si se considera, con un mechón gris arrastrado sobre la frente inclinada hacia el humo de las ollas, deslizando el cuchillo con lenta habilidad. Idénticos, en lo que importa, este Larsen que podría haber sido su hijo. Sólo que el Larsen joven aventajaba a éste en impaciencia, y el Larsen que se acuclillaba anecdótico en el rincón de la casilla que llamaban cocina superaba al otro en disimulo.

No fueron muchos los días. Ayudaba a cocinar, jugaba con los perros, partía leña, iba mostrando que sus grandes nalgas redondas habían elegido para siempre aquel sitio, el rincón de aire ahumado y tibio. Pelaba papas con tenacidad y daba consejos sobre condimentos. Miraba la barriga de la mujer para asegurarse de que el asco lo protegería de toda forma de entrega y debilidad. Nunca le decía a solas un piropo que no hubiera oído antes el marido. En aquella época se hizo alegre y conversador, amigo de la estupidez, blando y sentimental; se exhibió concluido, exagerador de su vejez.

No esperó mucho, como se dijo, aunque él, Larsen, estaba dispuesto a esperar un siglo, o, por lo menos, a no pensar que estaba esperando. Gordo pero ágil, servicial, destinado a enternecer; gastando sin avaricia, porque ya nunca volvería a necesitarla, toda la falsa, nauseabunda bondad de que se había ido impregnando sin dificultades, sin resistencia, a través de años de explotar y sufrir mujeres.

Esto era por el fin de julio, cuando uno ya se encuentra acostumbrado al invierno y sabe disfrutar de su suave excitación, de la manera misteriosa en que aísla y acrece las cosas y las personas. Todavía falta mucho para odiarlo, para que los primeros brotes invisibles nos llenen de impaciencia y vayan convirtiéndose en enemigos de la escarcha y las pesadas nubes corpóreas, en hijos desterrados y nostálgicos de una primavera interminable.

Casi siempre estaban solos por la noche, la mujer y Larsen, porque Gálvez, que ahora apenas sonreía, se iba de la casilla en seguida de comer o no comía allí. Sin la sonrisa, la cara parecía ajena y muerta, insoportable de desvergüenza; libre del reflejo de su máscara blanca, confesaba y lucía la soledad, el ensimismamiento, la obscena indiferencia. Algunas pocas noches Kunz se quedaba hasta tarde y molestaba el sueño de los perros tratando de enseñarles a caminar en dos patas; pero él era un cómplice ofrecido para cualquier cosa, de la que triunfara, de todos los actos aún no nacidos. El frío le escamaba la piel rojiza, y acentuaba su pronunciación extranjera.

Ya habían llegado, Larsen y la mujer, a conversar del título falso.

– A Gálvez no puedo pedírselo. Usted sabe, señora, y no lo digo por mal, no escucha razones. Es así. Cualquier día hace una locura y va y lo presenta. Entonces tal vez se haga el gusto, aunque no es seguro. Pero lo que me tiene nervioso es estar corriendo el riesgo. Lo presenta, un suponer, y al viejo Petrus lo meten preso. ¿Usted sabe lo que es la Junta de Acreedores? Un conglomerado, para decirlo en una palabra. No son quince o veinte personas; nada más que un conglomerado que por ahora nos deja vivir porque ya se olvidó de nosotros, del astillero, del mal negocio y la plata enterrada. Pero en cuanto el juez firme la orden de detención van a empezar a acordarse. No se van a conformar con decir: «Petrus nos metió en un mal asunto, paciencia, también él lo creía bueno y la verdad es que se jugó y mucho más que nosotros porque hoy está fundido.» Van a decir: «Ese viejo ladrón y estafador. Nos estuvo robando todo el tiempo y ahora tiene unos cuantos millones en algún banco de Europa.» Así es la naturaleza humana; se lo dice uno que algo conoce. ¿Y ahora qué pasa? Como si lo estuviera viendo, y también usted lo comprenderá y el amigo Kunz, se nos vienen arriba como perros y liquidan y tratan de sacar por lo menos un centavo de cada cien pesos que invirtieron. Y el que tenga menos que hacer de todos ellos, algún pariente desocupado, o cualquiera al que el médico le recomendó una invernada en el campo, baja una linda mañana de la lancha, nos refriega unos papeles por la cara, si es que quiere molestarse, y se acabó. Y van a ser muchas cosas las que se acaban. Y va a ser ese tipo el que caminará de tardecita hasta el hangar acompañando a los rusos para discutir precios, cobrar y verlos vaciar las estanterías en dos semanas. Porque entonces las ventas quincenales se van a transformar en la gran liquidación de fines de invierno. Y ahora piense: si Gálvez hace eso, todos nosotros nos tendremos que poner a juntar papeles. No estamos como grandes señores, pero vivimos. Hemos conocido tiempos mejores, sin comparación, claro. No hablemos de mí; pero a usted se le conoce a la primera mirada. Pero acá tiene un techo y dos veces por día comemos. Y en su estado. No permita Dios que le empiecen los dolores sin una casa, sin esta casilla miserable para perros, como usted con razón la llama. Y ésta va a ser la primera parte de la desgracia, la más importante si quiere, no discuto. Pero piense además que estamos justo en el momento en que la taba va a darse vuelta, en que el viejo Petrus va a conseguir los capitales para poner de nuevo en marcha el astillero. Y no sólo eso sino la ayuda del gobierno, debentures avaladas por la Nación para el astillero, el ferrocarril y todas las otras cosas que no tiene Petrus en la cabeza. Se lo puedo asegurar. En todo caso, considerando su estado, y mientras Gálvez siga con el título en el bolsillo, propongo aumentar el ritmo de las ventas y darle plata a usted para que vaya guardando. Al fin y al cabo la criatura es un inocente.

Ella decía que sí, pero no le importaba. La ferocidad de la desaparecida sonrisa de Gálvez parecía haberse refugiado en sus ojos, en la dulzura de las mejillas, en la avidez meditativa con que chupaba el cigarrillo mirando el brasero, las cabezas de los perros o el vacío.

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