Alguno contó que la muchacha tenía ataques de risa sin motivo y difíciles de cortar. Pero Díaz Grey nunca la había oído reír. De manera que, todo lo que podía mostrarle o confesarle el pesado cuerpo de la muchacha atravesando reducidos paisajes de la ciudad a remolque de parientes, de alguna rara amiga o de la sirvienta, lo único que atraía su adormecida curiosidad profesional era la marcha lenta, esforzada, falsamente ostentosa. Nunca pudo saber con certeza qué recuerdo removía Angélica Inés andando. Los pies avanzaban con prudencia, sin levantarse del suelo antes de haberse afirmado por completo, un poco torcidas sus puntas hacia delante o sólo dando la impresión de que se torcían. El cuerpo estaba siempre erguido, inclinado en dirección a la huella del paso anterior, aumentando así la redondez de los pechos y del vientre. Como si anduviera siempre pisando calles cuesta abajo y acomodara el cuerpo para descender con dignidad, sin carreras, había pensado Díaz Grey en un principio. Pero no era exactamente esto o había algo más. Hasta que un mediodía descubrió la palabra procesional y creyó que lo acercaba a la verdad. Era un paso procesional o lo fue desde entonces; era como si la muchacha fuese avanzando su apenas mecida pesadez, estorbada doblemente por la impuesta lentitud de un desfile religioso y por los kilos de un símbolo invisible que transportara, cruz, cirio o el asta de un palio.
Desde el embarcadero, rabioso contra el frío, resuelto a no pensar en otra cosa, Larsen fue directamente al edificio.
La mañana estaba limpia, gris y azul, y su luz aplacada miraba inmóvil, atenta, libre de impaciencia. Los charcos horadados en el barro eran todavía transparentes y espejeaban cubiertos por la helada; al fondo, lejanos y escasos, los árboles de las quintas negreaban humedecidos. Larsen se detuvo, trató de comprender el sentido del paisaje, escuchó el silencio. «Es el miedo.» Pero ya no le preocupaba; era como el dolor suave, conocido y compañero de una enfermedad crónica, de la que uno en realidad no va a morir, porque ya sólo es posible morir con ella.
Volvió la cabeza para mirar el río sucio y quieto y después hizo sonar con exceso las llaves, el llavero que le deformaba el bolsillo de la cadera, la ridícula, infantil abundancia de llaves que simbolizaban importancia, dominio y posesión. Fue abriendo las puertas, eligiendo la llave justa con sólo una mirada, torciendo la muñeca con el movimiento preciso; la puerta de entrada, de hierro, difícil de mover, casi convincente, la puerta de la escalera que llevaba a las oficinas de las distintas gerencias y después, ya arriba, en la desolación mugrienta y helada, la puerta de su despacho. Las puertas sin vidrios o sin maderas, de cerraduras falseadas, que no resistían un golpe indolente o la presión de un viento repentino, y que Gálvez, regocijado y tenaz, mostrando a la nada los dientes, lograba cerrar cada anochecer y abría cada mañana.
Estaba ahora en la Gerencia General, sentado frente a su escritorio, apoyando en la pared los hombros y el respaldo del sillón de espinazo flexible, descansando, no de la mala noche ni de lo que había hecho en ella, sino de las cosas, de los actos aún desconocidos que empezaría a cometer, uno tras otro, sin pasión, como sólo prestando el cuerpo. Con las manos en la nuca y el sombrero negro caído sobre un ojo, enumeraba las pequeñas tareas que había cumplido durante aquel invierno, como para convencer a un indiferente testigo, de que la desguarnecida habitación podía confundirse con el despacho de un Gerente General de una empresa millonaria y viva. Las bisagras y las letras en la puerta, los cartones en las ventanas, los remiendos del linóleo, el orden alfabético en el archivo, la desnudez desempolvada del escritorio, los infalibles timbres para llamar al personal. Y, aparte de lo visible y demostrable, aunque no menos necesarias, las horas de trabajo y ávida meditación que había pasado en la oficina, su mantenida voluntad de suponer un centenar fantasma de obreros y empleados.
Y también podría usar, pensaba, en aquella justificación ociosa, sin destino, lo que en apariencia la desmentía: los atardeceres en que un camión atracaba en los fondos, la lenta, profesionalmente apática y desconfiada pareja de hombres que se acercaba al centro del baldío, entre el edificio de la oficina y el hangar, frente a la casilla de los Gálvez, hasta reunirse con éste y Kunz que los esperaba, y a veces también con él mismo que asistía a la entrevista y presenciaba el metódico regateo con una emperrada expresión de censura y desprecio, como si fuera un juez y no un cómplice.
Se saludaban, cuatro o cinco manos alzadas hasta la sien, y el grupo se movía sobre el fango del terreno hasta llegar a la puerta del hangar y hundirse silencioso en su sombra. Los visitantes elegían sin entusiasmo y sin que nadie los incitara. Kunz arrastraba hasta la luz cenital que caía del techo roto la cosa que no había sido pedida sino apenas nombrada con un tono interrogante y despectivo. Los hombres del camión daban uno o dos pasos para mirarla, fruncían la cara y se mostraban, uno al otro, casi enternecidos, ahorrando palabras, los estragos de la herrumbre, los detalles anacrónicos, las diferencias existentes entre lo que andaban buscando y lo que les era ofrecido.
Sentado en cualquier montón de ferretería, Gálvez los escuchaba con los dientes al aire y cabeceando. Cuando los hombres simulaban agotar su infinita lista de reparos, Kunz se apoyaba con una mano en la cosa y explicaba sus virtudes, la calidad de su acero, sus ventajas técnicas y por qué convenía a las necesidades de los visitantes y a cualquier necesidad o interés de este mundo. Siempre en segundo plano, un metro fuera del círculo que tenía a la cosa como centro, Larsen miraba la cara impasible de Kunz, que iba haciendo sonar su voz extranjera y monótona, que iba extendiendo las mentiras en el aire estático y grisado del galpón, como si mencionara aburrido características obvias, como si dictara una clase en una escuela industrial, sin otro interés, otra esperanza que hacerse entender. Terminada su exposición, cerraba en despedida la mano con que había estado apoyándose en la cosa y se apartaba de ella, del círculo y del negocio. Había en seguida un silencio que a veces turbaban los perros o el viento; los hombres del camión se miraban sin hablar, cambiaban sonrisas apiadadas y movían las cabezas negando.
Llegaba entonces el momento de Gálvez y todos lo sabían aunque no quisieran mirarlo. Gálvez aceptaba ser dueño del silencio y lo dejaba extenderse. Los dos hombres en overall a un metro de la cosa, tan inmóviles como ella, tan rígidos; Kunz apoyado en una de las estanterías de las paredes, invisible, separado de la escena por años y kilómetros; tal vez Larsen, indolente y ensombrerado, con el grueso sobretodo negro, con el tic de la boca convertido en desdén y paciencia. Sin que nadie hiciera un movimiento, la cosa dejaba de ser el centro del círculo y era sustituida por la calva y la sonrisa de Gálvez. Hablaba por fin, agazapado:
– Digan primero si les interesa o no. Así como está, tan inservible como estuvieron diciendo. Pidieron una perforadora y ahí la tienen. No es una virgen, pero tampoco muerde. En el inventario, con depreciación y todo, se llama cinco mil seiscientos. Digan sí o no, que tenemos mucho que hacer. Digan cuánto. Aunque sea para divertirnos.
Alguno de los hombres hablaba y el otro asentía. Desnudos los largos dientes, como si fueran su cara o por lo menos la única parte de ella que expresaba algo y podía entenderse, Gálvez esperaba la cifra que revoloteaba siempre al final de una frase tartamuda y caía con pesadez, con tono definitivo. Hacía entonces la concesión de dejar oír su risa, daba su último precio aumentado en el veinte por ciento de lo que estaba resuelto a cobrar, y esperaba indiferente que los monólogos de los compradores elevaran entre quejas y pálidos insultos la oferta inicial hasta el límite pensado. En esta etapa los visitantes hablaban sin mirarse ni mirar nada más que la cosa, como si el regateo se hiciera entre ellos.
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