Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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– Los compradores -dijo Larsen-. Hay que llamar ahora mismo a los rusos esos y decirles que queremos vender. Hay que darles a entender que no vamos a discutir mucho los precios. Pero es necesario que vengan hoy mismo, a cualquier hora. ¿Entiende? Yo los voy a atender.

– Puedo llamarlos. Pero va a ser difícil que vengan hoy. Tal vez mañana temprano…

– Llámelos. Y quiero que usted, por favor, esté presente. Vamos a vender. Sólo lo necesario para ir a Santa María y encontrar a ese hijo de perra. O para conseguirle abogados a Petrus. No sé si pedirle que me acompañe; aunque tal vez sea indispensable que alguno se quede en el astillero.

Kunz negó con la cabeza; estaba en paz, desinteresado de los dioses y los hombres, unido al mundo por la probable máquina perforadora.

– Y si encuentra a Gálvez, ¿qué va ganando? -trató de descubrir-. Lo insulta, lo pelea, lo mata. Petrus seguirá preso, mandarán a cualquiera para echarnos.

– Eso podía preocuparme antes. Pero desde que llegó esta carta, desde el mismo momento en que fue escrita, todo cambió. Esto ya se acabó o se está acabando; lo único que puede hacerse es elegir que se acabe de una manera o de otra.

– Como quiera -contestó Kunz-. Voy a llamar a los rusos.

Así que aquella noche, después de mandar un mensaje a la quinta de Petrus con el mucamo del Belgrano, después de mirarse en su habitación, en el espejo infiel del ropero, sucesivamente, como a un desconocido, como a la cara no emocionante de un amigo muerto, como a una simple probabilidad humana, caminó altivo y cortés entre los dos compradores hasta la entrada del hangar iluminada por los faros lejanos del camión. Kunz los precedía con los dos faroles; después de colgarlos retrocedió hasta la puerta y no quiso intervenir.

Con el cuerpo abandonado sobre un cajón, las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo, Larsen simuló presidir el negocio, casi sin hablar, enfurecido, resuelto a no discutir las ofertas. La pareja de compradores recorría el hangar; a veces se llevaban uno de los faroles para inspeccionar algún rincón helado y sombrío. Regresaban arrastrando alguna cosa y la introducían en la mancha de luz del farol, colgado sobre la cabeza de Larsen. Daban un paso atrás y se iban arrepintiendo, velozmente, a dúo, de la elección. Larsen asentía con ferocidad:

– Es cierto, amigo. Esto está podrido, oxidado, no funciona. Cobrarles un peso sería estafarlos. ¿Cuánto ofrecen?

Escuchaba la cifra, la aceptaba con un movimiento de cabeza y hacía sonar un insulto, una palabra sola, plural. Cuando vendió por los mil pesos que calculaba necesitar, se puso de pie y ofreció cigarrillos.

– Lo siento, pero se acabó. Venga el dinero y carguen. No hay recibo y la casa no acepta cheques.

Kunz entró para recoger los faroles y se fue alejando por el baldío, una luz blanca y redonda en cada mano, un poco inclinado porque se alzaba viento del sur. Inmóvil, estremecido de rabia a un costado del camión que empezaba a moverse, Larsen lo vio apagar los faroles bajo el alero de la casilla.

SANTA MARÍA-V

Así se inició el último descenso de Larsen a la ciudad maldita. Es probable que presintiera durante el viaje que había venido para despedirse, que la persecución de Gálvez no era más que el pretexto indispensable, el disimulo. Los que lo vimos entonces y pudimos reconocerlo, lo encontramos más viejo, derrotado, depresivo. Pero había en él algo distinto, no por nuevo sino por antiguo y olvidado; algo, una dureza, un coraje, un humor que pertenecían al Larsen anterior, al que había llegado cinco o seis años antes a Santa María con su esperanza y su obsesión.

Nos estuvo mostrando -y algunos fuimos capaces de verlo-, un poco inexacto, un poco remendado, al Larsen de entonces, no corregido por la permanencia en el astillero. Más viejos el cuerpo y las ropas, más ralo el mechón sobre la frente, más frecuentes las contracciones de la boca y del hombro. Pero -estamos convencidos ahora- no debió sernos difícil intuir la calidad juvenil de sus movimientos, de su andar, de la provocación y la seguridad distraída de sus miradas y sus sonrisas. Debimos comprender, todos los que estábamos en condiciones de comparar, que cuando atravesaba los mediodías y los crepúsculos de la plaza nueva, taconeando paciente la grava; cuando se trepaba a un taburete del bar del Plaza para beber calmoso y ostensible, con una sutil insolencia que no provenía de su rostro ni de su charla; cuando detenía cortésmente a cualquiera en la calle para hacer preguntas turísticas sobre progresos y cambios en la ciudad; cuando se acomodaba perezoso en el estaño del Berna, aceptando que el patrón evidenciara no recordarlo, y nos miraba desde allí con poca curiosidad y una certidumbre invulnerable, debimos comprender que Larsen nos había borrado de su conciencia, que lograba hacer indolora y fácil su despedida retrocediendo cinco años. Estaba colocado en un terreno cuya perspectiva le impedía saber quiénes éramos, qué representábamos para él; de qué se trataba, en suma.

Lo vieron o lo vimos visitar durante dos noches todos los cafés, casas de comidas y despachos de bebidas de la ciudad; y bajar empecinado hacia la costa, recorrer los ranchos con guitarreros y pretextos para fiestas, fácil de palabra y sin aparente urgencia, generoso en las invitaciones, exhibiendo una nunca amenazada aceptación del mundo. Lo oímos preguntar por Gálvez, por un hombre sonreidor, calvo y todavía joven, difícil de confundir y ser olvidado. Pero nadie lo había visto, o nadie estaba seguro, o nadie quiso guiarlo hasta él.

De modo que Larsen, según puede deducirse, renunció al principal motivo de su viaje -la venganza- y dedicó el tercer día al otro, no menos absurdo e insincero: la visita a Petrus.

La cárcel de Santa María, a la que todos los habitantes de la ciudad mayores de treinta años continuamos llamando «el Destacamento», era aquella tarde un edificio blanco y nuevo. Tenía a la entrada una garita con paredes de vidrio y techo de cemento donde se clava aún el larguísimo mástil de la bandera. No es más que una comisaría agrandada y ocupa ahora un cuarto de manzana en el costado norte de la Plaza Vieja. Aquella tarde tenía un solo piso, aunque ya estaban acumulando bolsas de cemento, escaleras y andamios para construir el segundo.

Los presos podían ser visitados de tres a cuatro. Larsen se sentó en un banco, sobre el borde de la plaza circular de verdes oscuros y húmedos, pavimentada con gastados ladrillos envueltos en musgo, rodeada por casas viejas de frente color rosa y crema, enrejados y herméticos, con manchas que se hacen intensas a cada amenaza de lluvia. Miró la estatua y su leyenda asombrosamente lacónica, brausen-fundador, chorreada de verdín. Mientras fumaba un cigarrillo al sol pensó distraídamente que en todas las ciudades, en todas las casas, en él mismo, existía una zona de sosiego y penumbra, un sumidero, donde se refugiaban para tratar de sobrevivir los sucesos que la vida iba imponiendo. Una zona de exclusión y ceguera, de insectos tardos y chatos, de emplazamientos a largo plazo, de desquites sorprendentes y nunca bien comprendidos, nunca oportunos.

A las tres en punto saludó al uniforme azul detrás del vidrio de la garita, y desde la puerta del Destacamento se volvió para mirar al hombre y al caballo de bronce, inconvincentes, resignados, bajo el blanco sol de invierno.

(Cuando se inauguró el monumento discutimos durante meses, en el Plaza, en el club, en sitios públicos más modestos, en las sobremesas y en las columnas de El Liberal, la vestimenta impuesta por el artista al héroe «casi epónimo», según dijo en su discurso el gobernador. Esta frase debe haber sido sopesada cuidadosamente: no sugería en forma clara el rebautizo de Santa María y daba a entender que las autoridades provinciales podrían ser aliadas de un movimiento revisionista en aquel sentido. Fueron discutidos: el poncho, por norteño; las botas, por españolas; la chaqueta, por militar; además, el perfil del prócer, por semita; su cabeza vista de frente, por cruel, sardónica, y ojijunta; la inclinación del cuerpo, por maturranga; el caballo, por árabe y entero. Y, finalmente, se calificó de antihistórico y absurdo el emplazamiento de la estatua, que obligaba al Fundador a un eterno galope hacia el sur, a un regreso como arrepentido hacia la planicie remota que había abandonado para darnos nombre y futuro.)

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