Juan Onetti - El astillero

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En la presente novela, el protagonista regresa a la ciudad que le expulsara de su seno, enfrentado a dos proyectos quiméricos. Obra maestra de Onetti, El astillero instaura, en el espacio corroído de depredación y deterioro que enuncia su título, una alegoría de la condición humana que es o puede ser a la vez la alegoría de un país y un tiempo concretos y una visión refleja de la esencial precariedad del hombre. …Entre sus novelas, probablemente es la más equilibrada, la más perfecta. El mundo entero de Onetti y el de Santa María están aqui, su fascinacióndoble por la pureza y la corrupció, por la dulzura de los sueño y la herrumbre siniestra del desengañ y fracaso, todo resumido, concentrado en una pequeñ ciudad inexistente y en unos pocos personajes, sobre todo en Larsen, tambié apodado Juntacadáeres o Junta, el héoe o contraheroe más querido por Onetti.

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Trotando, viéndose trotar hacia el centro mismo de una habitación cálida, limpia y ordenada, de una escena que él presidiría, con orgullo y naturalidad, mientras iba reconociendo, sobre todo al principio, los errores cometidos al imaginarla, y planeaba los cambios que introduciría para satisfacer la necesidad histórica de dejar señalado el comienzo de una nueva época, de su particular estilo.

Hizo sonar la campana y esperó, mientras miraba desprenderse de la sombra de los árboles el borde de la luna, salida de atrás de alguna parva o de algún caserón carcomido en la región nunca hollada de las granjas. Después, como en los cuentos mágicos, de los que sólo podía recordar una sensación dichosa de obstáculos sucesivamente superados, pasó a través de los portones, cruzó frente a la mujer callada, Josefina, que no contestó su saludo, se liberó de los saltos del perro, y trató de hacer sonar los tacos en la grava de la senda sinuosa, esquivando las ramas que le buscaban la cara, empeñándose en convertir en bienvenida las formas blancas donde se reflejaba la luna y el olor elegiaco de la cisterna.

Llegó a la entrada de la glorieta y se detuvo, los pasos de la mujer y la respiración del perro a sus espaldas.

– No lo esperábamos -dijo Josefina; hizo un ruido impaciente, una lejana alusión a la risa-. El señor desaparece sin avisar, no avisa tampoco cuando vuelve.

Larsen continuó frente a la forma ojival de la entrada de la glorieta, mirando la piedra de la mesa y los asientos, con las manos en los bolsillos, un poco torcido el cuerpo, aguardando a que la luna trepara un poco más por encima de su hombro derecho.

– Es tarde -dijo la mujer-. No sé cómo bajé a abrirle.

Larsen acarició en el bolsillo el mensaje de Angélica Inés, pero no lo sacó. Dos ventanas doradas brillaban en la casa.

– Venga, si quiere, mañana. Ahora es muy tarde. -Él conocía aquel tono de provocación y espera.

– Avisale que estoy. Me mandó una carta invitándome a comer en la casa.

– Ya sé. Hace tres días. La llevé yo misma al Belgrano. Pero ahora está acostada y enferma.

– No importa. Tuve que ir a Santa María porque me llamó el señor Petrus. Decile que le traigo noticias del padre. Aunque sea unos minutos; tengo que hablar con ella.

La mujer repitió el sonido que recordaba una risa. Larsen, con la cabeza echada hacia atrás, miraba las luces de la casa, se empeñaba en anular el tiempo que lo separaba del momento de pisar lo que era suyo, de acomodarse al lado del fuego en un alto sillón de madera, por fin de regreso.

– Está enferma, le digo. No puede bajar y usted no puede subir. Es mejor que se vaya porque tengo que cerrar.

Entonces Larsen se volvió lentamente, dudoso, excitando el odio. Vio a la mujer, pequeña, con la cara llena de luna, que le sonreía sin separar los labios.

– Se me hacía que no iba a volver más -murmuró ella.

– Traigo un mensaje del padre. Algo de verdadera importancia. ¿Subimos?

La mujer avanzó un paso y esperó a que las palabras y, un segundo después, su significado, murieran endurecidos, se disolvieran como sombras en el aire blanco. Después se puso a reír de verdad, sofocada y desafiante. Larsen comprendió; tal vez no él mismo: su memoria, lo que había permanecido arrinconado y vivo en él. Alargó una mano, rozó con el dorso la garganta de la mujer y después la dejó quieta y pesada sobre un hombro. Oyó que el perro gruñía y se levantaba.

– Está enferma y ya deber dormir -dijo Josefina. Se movió apenas, cuidando no espantar la mano, obligándola a aumentar su peso-. ¿No quiere irse? ¿No tiene frío aquí fuera?

– Hace frío -aceptó Larsen.

Ella, siempre sonriendo, entornados los pequeños ojos brillantes, acarició al perro para tranquilizarlo. Se acercó a Larsen, transportando la mano en el hombro, tan seguramente como si la llevara sujeta. Hasta que él se inclinó un poco para besarla, recordando imprecisamente, reconociendo con los labios un ardor y una paz.

– Imbécil -dijo ella-. Todo este tiempo. Imbécil.

Larsen movió complacido la cabeza. Le miraba, como en un reencuentro, los ojos cínicos y chispeantes, la gran boca ordinaria que mostraba ahora los dientes a la luna. Balanceando la cabeza, la mujer midió con asombro y regocijo la estupidez de los hombres, el absurdo de la vida, y volvió a besarlo.

Conducido por su mano, Larsen franqueó el límite que marcaba la glorieta en el centro del jardín, anduvo casi tocando la desnudez de las estatuas, conoció olores nuevos de plantas, de humedades, del horno para pan, de la enorme pajarera susurrante. Llegó a pisar las baldosas del piso de la casa, bajo la alta superficie de cemento que separaba las habitaciones de la tierra y el agua. El dormitorio de la mujer, Josefina, estaba allí mismo, al nivel del jardín.

Larsen sonrió en la penumbra. «Nosotros los pobres», pensó con placidez. Ella encendió la luz, lo hizo entrar y le quitó el sombrero. Larsen no quiso mirar el cuarto mientras ella iba y venía, ordenando cosas o escondiéndolas; quedó de pie, sintiendo en la cara el viejo, olvidado fulgor de la juventud, incapaz de contener la también antigua, torpe y sucia sonrisa, alisándose sobre la frente el escaso mechón de pelo grisáceo.

– Ponete cómodo -dijo ella con voz tranquila, sin mirarlo-. Voy a ver si quiere algo y vuelvo. La loca.

Salió apresurada y cerró la puerta sin ruido. Entonces Larsen sintió que todo el frío de que había estado impregnándose durante la jornada y a lo largo de aquel absorto y definitivo invierno vivido en el astillero acababa de llegarle al esqueleto y segregaba desde allí, para todo paraje que él habitara, un eterno clima de hielo. Hizo aumentar su sonrisa y su olvido; con furor y entusiasmo se puso a examinar el cuarto de la sirvienta. Se movía rápidamente, tocando algunas cosas, alzando otras para mirarlas mejor, con una sensación de consuelo que compensaba la tristeza, olisqueando el aire de la tierra natal antes de morir. Allí estaban, otra vez, la cama de metal con los barrotes flojos que tintinearían con las embestidas; la palangana y su jarra de loza verde, hinchando el relieve de las anchas hojas acuáticas; el espejo rodeado por tules rígidos y amarillentos; las estampas de vírgenes y santos, las fotografías de cómicos y cantores, la ampliación a lápiz, en un grueso marco ovalado, de una vieja muerta. Y el olor, la mezcla que nunca podría ser desalojada, de encierro, mujer, frituras, polvos y perfumes, del corte de tela barata guardado en el armario.

Y cuando ella volvió, con dos botellas de vino claro y un vaso y cerró suspirando la puerta con la pierna para separarlo a él del frío mayor de la intemperie, de las uñas y los gemidos del perro, de tantos años gastados en el error, Larsen sintió que recién ahora había llegado de verdad el momento en que correspondía tener miedo. Pensó que lo habían hecho volver a él mismo, a la corta verdad que había sido en la adolescencia. Estaba otra vez en la primera juventud, en una habitación que podía ser suya o de su madre, con una mujer que era su igual. Podía casarse con ella, pegarle o marcharse; y cualquier cosa que hiciera no alteraría la sensación de fraternidad, el vínculo profundo y espeso.

– Hiciste bien, dame un trago -dijo, y aceptó entonces sentarse en el borde de la cama.

Bebió con ella del único vaso y trató de emborracharla mientras oponía al torrente de mentiras, preguntas y reproches, tantas veces oído, la sonrisa distraída y altiva que le habían permitido usar por unas horas. Después dijo: «Vos te callas», y apartó cuidadoso la jarra con hojas y flores para quemar en la palangana el salvoconducto a la felicidad que le había firmado el viejo Petrus.

No quiso enterarse de la mujer que dormía en el piso de arriba, en la tierra que él se había prometido. Se hizo desnudar y continuó exigiendo el silencio durante toda la noche, mientras reconocía la hermandad de la carne y de la sencillez ansiosa de la mujer.

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