Comieron en un sitio de terrazas abiertas donde servían pastas y asaban bifes en una hoguera de leña.
– Aquí vine con tu tía y una amiga suya que se llama Alina.
Alina Fontaine -completó Leonor. -Es la que me contó que ustedes se besaban en público.
– No recuerdo eso -dijo Lucas.
– ¿Qué tiene de malo? No te apenes -dijo Leonor.
– No me apeno. Sólo hay una cosa que me apena de todo lo que sucedió con tu tía, y es nuestro secreto. No lo supo nadie salvo ella y yo. Es decir, sólo yo lo sé ahora y no pienso decirlo, así que no preguntes. Pero de lo de Alina, no me acuerdo. ¿Qué quieres comer?
– Lo que tú pidas -dijo Leonor. -No soy de restoranes. Tienes que enseñarme.
– Aquí lo único que hay es bife, pasta y vino -dijo Lucas. -Y no hace falta más. Vinimos aquí con Alina hace quince años. Para que veas que me acuerdo de lo que sí sucedió. Servían platos de queso y empanadas con vino de la casa, muy baratos. Había un cantador de tangos y un conjunto de música andina, con quenas y tambores incaicos. Estaba lleno de estudiantes y pasaban cóndores por todos lados. Ahora, los dueños han prosperado y tienen un toque internacional. Cada vez que vengo me acuerdo de la edad que tengo, y de la que tuve. Ellos también.
Leonor admiró su voz quebrada, su frente curtida de arrugas y memorias, la forma como las palabras venían a su boca sin titubear y salían por sus labios delgados espaciando los golpes de aliento sobre unos dientecillos parejos y blancos, saturados de besos y secretos. Lucas ordenó la comida y escogió el vino.
– Bueno -dijo, cuando el mesero se fue. -Pues aquí estamos de nuevo, quince años después, y la única verdad irrecusable es el -gene Gonzalbo que estuvo en Mariana y está intacto en ti.
– ¿Como todos los genes? -preguntó Leonor.
– No, no -dijo Lucas. -El gene Carrasco se acaba en mí. No ha contaminado nada más, y espero que así se quede.
¿Qué tienes contra el gene Carrasco? -se quejó Leonor. -A mí me parece muy bien. Un poco traqueteado por la vida, pero nada más. ¿Por qué dices que va a acabar contigo?
– Porque me casé, pero no tuve hijos -dijo Carrasco. -Me divorcié antes de los nueve meses de rigor, convencido de que lo único verdaderamente antinatural que hay en el mundo es convivir todos los días con la misma persona. Y tengo sólo una hermana, que por definición no heredará el apellido a sus hijos.
– Pero sí el gene -dijo Leonor.
– Sí, pero somos genes muy distintos mi hermana y yo. Ella es una mujer llena de gracia y valentía, se llevó todo el gene vital. El gene misántropo y neurótico, me lo llevé yo. Ella tomó el gene apolíneo y solar. Es la reina de la armonía y la fascinación por los demás. Si sale a correr al parque, al mes tiene diez amigos que corren. Yo llevo cuarenta años de no hacer amigos. Los últimos que hice fue en sexto de primaria.
– Te gusta hacerte el lobo feroz -dijo Leonor.
– Ojalá -dijo Carrasco. -Soy un misántropo de bolsillo rodeado de manías de boticario y tormentas de living room, como decía Cortázar.
– Pues a mí no me consta nada de eso.
– Contigo no soy como soy. Pero soy como soy, no como soy contigo.
– Pues yo tengo otra imagen -dijo Leonor.
– Y tienes también unas cartas -dijo Lucas. -Ésa es una de las dos razones por las que quise verte.
– ¿Cuál es la otra?
– La otra es simplemente verte -dijo Lucas. -Constatar la pureza del gene Gonzalbo.
– ¿Para acordarte de mi tía? -dijo Leonor.
– Para verla -dijo Lucas, haciendo un esfuerzo porque no se le quebrara la voz. El mesero vino en su ayuda con la botella de vino y el plato de fetuccini al pesto que iban a compartir. Lucas repartió el fetuccini, escanció el vino y siguió hablando, sin mirar a Leonor. -Luego de que tu tía murió, hubo una época en que creía verla en la calle, dos o tres veces al día.
Encontraba rasgos de ella en cualquier gente. El pelo, el gesto, un par de botas: cualquier detalle y la veía de nuevo.
Verte a ti es como tenerla enfrente, detenida en el tiempo. Y no es un detalle o la forma del pelo o el vestido que traes, que es igual a uno que Mariana tenía. Es todo. Me pone muy nervioso y muy feliz la coincidencia. Es el tipo de cosa que tenía que pasarme desde luego con Mariana.
– ¿Por qué desde luego?
– Porque con ella pasaba todo. Es decir, me pasaba todo. Las cosas más increíbles, y ahora tú. El gene Gonzalbo reciclado.
– ¿Tu crees que el gene transmite formas de ser? -preguntó Leonor.
– Carácter y temperamento, sí -dijo Lucas. -Inteligencia, taras y rasgos físicos, tensión muscular, cáncer y alcoholismo, estatura, alergias, humor y mal humor.
¿Y transmite fatalidad? -No entiendo.
– Por ejemplo, que a uno le va a ir en la vida igual que a otro por el gene -dijo Leonor. -Si yo soy muy parecida a mi tía Mariana, ¿quiere decir que me va a ir como a ella?
– No -dijo Lucas Carrasco.
– ¿Pero el gene puede marcar el destino de una familia?
– Sí, pero no en el sentido que tú preguntas de qué a la gente le pasa lo mismo -dijo Lucas.
¿Pero puede pasar?
– Puede pasar todo, pero no porque lo definan los genes. ¿En qué estás pensando en realidad?
– Pienso que en mi familia han pasado cosas que a lo mejor son de los genes -dijo Leonor. -Lo de Mariana, por ejemplo. Y otras cosas.
– ¿Como cuáles?
– Como mis antepasadas -dijo Leonor. -Muchas de ellas tienen fama de locas. Y fueron unas locas. Unas murieron jóvenes, como Mariana. Otras fueron unas piradas, unas locas. Y ya en la familia de hoy, haz la cuenta. Para empezar, mi tía Natalia, con sus pájaros en la cabeza. Luego, mi tía Mariana, muerta de nadie sabe qué. Mi tía Cordelia está bien, pero va para treinta y cinco años y no se encuentra alguien con quien hacerla, con quien vivir. Siendo tan guapa y tan lista, no se aguanta ni ella misma. Mi mamá se mató en un accidente, con mi papá. Hace mes y medio, manejando yo, por poco me mato con un amigo en un coche también, como mi mamá. Mi abuela, pues, es mamá de todas ellas. Imagínate su vida. Está convencida de que hay una mala onda que pesa sobre la familia, y sobre las mujeres en particular. Por eso es que te pregunto si los genes transmiten una cosa fatal, si hay un destino. Porque si lo hay, me va a tocar a mí. Es más: no sé si ya me está tocando y no me he dado cuenta.
No habían terminado el fetuccini, pero el mesero trajo los bifes con una ensalada de endivias y rodajas de tomate. Lucas quiso saber del accidente y Leonor le contó.
– No hay fatalidad -dijo Lucas después de oírla, enternecido por la hondura de sus perplejidades y por la forma como el tranco de su elocuencia iba haciéndola sacar la mandíbula al hablar, como Mariana, y pasarse la mano en el flanco del pelo para disciplinarlo, como Mariana, y mirando entre el rimel con sus dos ojos nobles y serenos como los de Mariana. Y atrapada, como Mariana, en la cavilación del sino de su estirpe, aquella mitomanía genealógica que Lucas había visto siempre con ternura y desdén, hasta que el destino de Mariana le cayó encima sin palo ni cuarta, como escrito por la mano idiota del dios que llamamos destino. -Las historias familiares son parte de la historia. La historia no tiene un propósito claro en relación con nosotros. No lo tiene ni en relación con ella misma. No sabe de hecho que es historia, porque sólo lo es en nuestra cabeza. Y no la rigen leyes, mucho menos designios ocultos. Las cosas pasan, simplemente. Nuestro empeño en evitarlas cambia su rumbo, a veces en contra nuestra, produciendo justo aquello que queríamos evitar. Es lo que sucede en la tragedia clásica, y pasa todos los días. Pero no hay una intención superior que guíe el acontecer de las cosas. Mucho menos un destino que premie o castigue.
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