– Pero algo tiene que haber -dijo Leonor. -Porque no es justo. La historia de mis antepasadas y de mis tías no es justa. Algo tuvieron que hacer, algo tuvo que pasar para que les pasaran a ellas todas esas cosas. ¿O te parece justo lo que le pasó a mi tía Mariana?
– Ése es otro problema -dijo Lucas. -En general, puedes ver las cosas de dos maneras. Una: como que el mundo está sujeto a una inteligencia superior y a un sistema de premios y castigos, según el comportamiento de cada quien. Esa manera de ver las cosas es la que está implícita cuando preguntas si fue justo el destino de tu tía Mariana. O cuando preguntas por qué a los Gonzalbo y no a otros les pasan estas cosas. Estás preguntando en realidad qué hicieron los Gonzalbo, qué hizo tu tía Mariana para que esa inteligencia superior, o ese juez justo que premia y castiga, les haya enviado esa pena. Pero hay otra forma de ver las cosas y es que no hay justicia, ni premios ni castigos, sino simplemente el acontecer loco del hombre. La idea de que estamos expuestos a todas las cosas porque sí, porque nos tocó estar en el mundo, y nuestra voluntad tiene poco que decir sobre lo que nos sucede en el mundo. Nuestra única grandeza es mirar de frente eso y admitirlo sin alardes. No sé si me estoy explicando bien.
– ¿Cuál es el modo adecuado de verlo? -preguntó Leonor. -¿Cuál de las dos maneras es mejor?
– Ninguna es mejor que la otra -dijo Lucas. -¿Cuál te convence más?
– Pero alguna tiene que ser más verdadera -dijo Leonor.
– Ninguna -dijo Lucas. -Depende cuánto se ajuste a tu temperamento.
– ¿Cuál se ajusta al tuyo?
– El que te dije antes -precisó Lucas. -Yo creí mucho tiempo, apasionadamente, en la justicia inmanente del mundo. Creí que hay una inteligencia implícita en el orden de las cosas, aunque no fuera sino porque la inteligencia del hombre obra sobre ellas. La muerte de Mariana, entre otras cosas, me hizo volver los ojos hacia la otra vertiente, la vertiente estúpida, irremediable o trágica, y su contraparte estoica. Es decir, la idea de que las cosas simplemente suceden porque sí, y que nosotros estamos en medio de ellas sin recursos para cambiarlas. Según esta última idea, tú no estás pagando una culpa tuya o de otra gente por haber chocado, ni a tu familia le han venido sus penas en castigo de nada que hayan hecho previamente sus miembros o sus antepasados.
¿Pero entonces, por qué tantas cosas?
– Porque sí -dijo Lucas.
– Pero eso no puede ser, no es justo -reincidió Leonor.
– No hay justicia -dijo Lucas.
– Pero tiene que haberla -dijo Leonor. -Si no, ¿qué sentido tiene todo?
– El que quieras darle -dijo Lucas.
¿Así, nada más?
– Ésa es mi manera de verlo -dijo Lucas. -Pero tengo cuarenta y seis años y puedo darme esos lujos.
– La verdad no es un lujo -dijo Leonor.
– La verdad es una señora muy escurridiza, que cambia con la edad -dijo Lucas. – A propósito de la edad, ¿cuántos años me dijiste que tenías?
– Diecinueve -dijo Leonor. -¿Por qué?
– Me vi de pronto sentado en esta mesa contigo enfrente y pensé que iba a necesitar un abogado y un geriatra.
– ¿Para qué? -preguntó Leonor.
– El abogado, para responder la demanda que me podría poner tu abuelo por corrupción de menores.
– ¿Me piensas corromper? -jugó Leonor. -En absoluto -dijo Lucas.
– ¿Entonces para qué necesitas al geriatra? -Para que me recuerde mi edad -dijo Lucas.
– No parezco mucho menor que tú, aunque tengas esas arrugas.
– No es lo que pareces. Es lo que eres -dijo Lucas.
– Tú no sabes lo que soy, Lucas Carrasco. Eso es lo que estamos apenas averiguando. Para empezar, tengo diecinueve años. No soy una menor de edad.
– No tienes idea lo menor que eres para mí dijo tucas Carrasco.
– Será nada más por lo viejo que te sientes -precisó Leonor.
– Exactamente -dijo Lucas con un cabeceo resignado, divertido. -Me siento viejo como si estuviera de regreso en el mundo, viéndote a ti otra vez, idéntica que hace quince años.
– Viejos los cerros, Lucas. Y ya ves que reverdecen -se adscribió Leonor al refrán.
Vio una sonrisa cansada estirar apenas los labios finos y secos de Lucas Carrasco. La magia de sus sueños pasados la envolvió con una excitación redonda y protectora que no conocía.
Compartieron el bife y el vino en silencio, como si hubieran hablado demasiado, pero no de más. Luego, Lucas le contó la historia de un mito mixteco, recogido de la boca de un anciano centenario en un pueblo ancestral de Oaxaca. El mito contaba la historia de unos dioses que en el principio de los tiempos habían fundado el mundo siguiendo las instrucciones de un radio de transistores y habían descansado después dos días enteros, tal como lo ordenaban las leyes laborales de aquella era. Le contó después del libro que estaba escribiendo, sobre el destino de las utopías que habían tratado de implantarse en tierra mexicana.
Al caer la tarde, Leonor extendió sobre la mesa las cartas de Mariana que le había prometido. Lucas las revisó cuidadosamente y las metió después en la bolsa interna del saco. Tomó de la silla el sobre que había traído de la oficina y lo puso sobre la mesa.
– Yo también te traje unas cartas de Mariana -dijo Lucas. -No dicen mayor cosa, pero son las que tengo. Cuídalas, porque no tengo copia.
– Yo tampoco tengo de las que te estoy dando -respondió Leonor.
– Entonces somos nuestros únicos testigos elijo Lucas Carrasco, con un esguince en los labios que quiso ser una sonrisa y fue para Leonor una promesa.
Devoró las cartas que Lucas le dio en el vestidor de los baños del club, antes de cambiarse para regresar al país del que se había fugado. Eran sólo dos cartas. En una, Mariana refería sus preparativos para recibir a Lucas por la noche con el guiso de un huachinango cuya receta probaba por primera vez. En otra, le contaba su absoluta nostalgia de él hora por hora, desde el amanecer en que Lucas se había ido, presuroso dejándole una nota sobre la esclavitud de los horarios, hasta la tarde en que pudo abrazarlo de nuevo a las puertas del cine donde vieron la adaptación cinematográfica de una novela inconclusa de Scott Fitzgerald.
Se cambió el vestido, se limpió la cara, se arregló la trenza y volvió a leer las cartas, incrédula e incómoda de que eso fuera todo: bitácoras de días cuya única grandeza era haber formado parte de una dicha arrasada. Tomó un taxi, se fue a casa, pasó a decirle buenas noches a Natalia y se dio un baño. Antes de dormir, reinició la lectura de las cartas y la incendió la sospecha de haber sido burlada. Al día siguiente, desde el teléfono de la escuela, le habló a Lucas Carrasco a su oficina.
– ¿Por qué me das estas cartas?
– A cambio de las tuyas -dijo Lucas.
– Pero no tienen nada -se quejó Leonor.
– Son todas las que tengo.
– No es cierto, tienes que tener más.
– Tengo otra, pero es un delirio y no se entiende nada.
– Quiero ver esa -dijo Leonor.
– No vale la pena.
– Pero es que no puedes dejarme así. -Yo también pené tus cartas -dijo Lucas.
– Quizá no fue buena idea circularlas.
– Eres un gacho, Lucas. Ya voy entendiendo por qué te dejó Mariana.
– Cuando acabes de entenderlo, me lo cuentas -dijo Lucas.
– Te dejó porque eres un tramposo -le dijo Leonor. -Me estás ocultando las cosas, igual que todos.
– Las cosas están ocultas por naturaleza -jugó Lucas.
– ¿Ya lo ves? Eres un mamón, un estirado, un maricón. Eso es lo que eres, un maricón, ¿ya me entendiste?
Oyó la risa fresca de Lucas al otro lado del teléfono y se contagió al oírla de una alegría tierna y transgresora, como si mil años cómplices vagaran entre ellos otorgándoles licencias de marido y mujer.
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