Héctor Camín - El Error De La Luna

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El error de la luna es la historia de una familia los Gonzalbo -, donde el personaje central es la vida de la tía Mariana, y la búsqueda de su sobrina Leonor por encontrar la verdad de lo sucedido. De desenmarañar el secreto guardado en los pliegues de ese linaje de los Gonzalbo la vida de Mariana y un gran amor el de Lucas Carrasco.
El error de la luna es también una novela de mujeres enamoradas. Las Gonzalbo giran alrededor de la vida fracturada de Mariana, de sus distintas versiones, y de la obsesión que hereda Leonor, la joven sobrina a la búsqueda de un pasado que decide suyo, sintiéndose la heredera o reencarnación de la tía, al grado de hacerse obsesión. Ciertamente la novela te atrapa, en las historias de amor de Mariana, Lucas, la propia Leonor, Rafael Liévano, Carmen Ramos, la tía Cordelia, Angel Romano, Alina Fontaine y los abuelos Filisola y Ramón Gonzalbo, en el diseño trágico de sus vidas, en sus complicidades ante la fatalidad.
Veamos algunos avances de esta entretenida novela que te atrapa entre su lectura…

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– Fueron mis papás por accidente, como todos -dijo Natalia. -No porque me los haya propuesto o me sienten bien. Pero tú ya los ves ahí como idos desde que se murió Mariana y se fue tu mamá y siguió cumpliéndose la maldición de la familia. Mariana muerta, tu mamá destripada en el coche, yo tarada y ahora tú idéntica a Mariana. Tienen que estar muy compungidos los ancianos: la ven venir clarito.

¿Qué ven venir? -dijo Leonor.

– La pelotera. La boruca. La mala suerte. La especialidad de la casa. ¿No ves que aquí puras locas y trágicas?

Una noche, aprovechando que su abuela estaba sola bordando en su costurero, concentrada y sin defensas, Leonor le preguntó:

– ¿Por qué se pelearon?

¿Quiénes?-murmuró la abuela, sin levantar la vista del bordado.

– Mis papás y ustedes -dijo Leonor.

La abuela Filisola volteó a verla por sobre los lentes de faena como quien mira un ruido extraño. -No sé. No me acuerdo.

– ¿Fue después de que murió mi tía Mariana?

– Después -aceptó la abuela.

– Estuvieron sin hablarse cinco años -dijo Leonor.

– Casi seis -dijo la abuela.

– ¿Y no te acuerdas por qué fue el pleito? ¿Un pleito que duró seis años?

– No quiero acordarme -dijo la abuela.

– ¿Tuvo que ver con mi tía Mariana?

– Supongo que sí -dijo la abuela. -Todo tuvo que ver en ese tiempo con la muerte de tu tía Mariana. ¿Por qué sigues escarbando eso?

– He estado pensando en mis papás -dijo Leonor.

– Ya lo sé -dijo la abuela.

– Me he estado acordando de mi mamá diciendo que no iba a volver a verlos a ustedes. Pero no sé el motivo.

– No hay motivo para lo que hizo tu madre -dijo la abuela. -Cortó las amarras y no volvió a buscamos.

– ¿Por qué? -preguntó Leonor.

– En esta casa sólo hay qués, no porqués -dijo la abuela. -Y con los qués nos alcanza. No escarbes más.

Pero los enigmas de sus recuerdos habían empezado a escarbarla a ella y no sabía cómo parar. No sabía cómo apartarse de la noche en que su tía Cordelia vino a despertarla, bañada en lágrimas, y no atinó a decirle que sus padres habían muerto en un accidente absurdo, de modo que ella, Leonor, no lo supo sino hasta que tuvo los ataúdes enfrente varias horas después. Se había quedado a pasar una semana en casa de Cordelia para dar espacio a que sus padres celebraran su segunda luna de miel, la primera de la nueva pareja que eran, a gusto con sus días a la intemperie, sin paraguas protectores. En el loco desconcierto de sus pocos años, la noticia de la muerte de sus padres no fue una revelación, una raya con antes y después, sino una secuencia de actos incomprensibles y llantos mal explicados, hasta que su abuela Filisola la tomó de la cintura, la sentó frente a ella, los pómulos húmedos, las lágrimas corriendo sobre ellos, y le dijo, sin que le temblara la voz, como si el llanto y su garganta fueran por caminos distintos:

– Tus papás se fueron. Y no volverán.

No habían vuelto en efecto, sino hasta ahora que la invadían poco a poco, ansiosos de recobrar el tiempo perdido, y apuntando, como todo en su cabeza desde un tiempo atrás, al enigma pendiente de Mariana. En el camino a ese enigma buscó y encontró a Carmen Ramos. Tardó semanas en hacerlo porque no lo intentó a través del teléfono que Ángel Romano le había dado sino hasta que pudo vencer el bosque de sus propios temores. Por primera vez desde que el retrato de Mariana la ocupó con su secreto, tenía miedo, algo en un lugar impreciso de su estómago le advertía contra la resistente opacidad de ese misterio, su vigor, incluso su elegancia, y el riesgo de que pudiera disolverse en una explicación trivial y sin embargo insoportable, atroz.

Exploró con cuidado aquel bosque de temores adultos, lo combatió con Rafael Liévano los fines de semana y por las noches, a menudo, con los cigarrillos de marihuana y los puros robados al abuelo que quemaban en el balcón de Natalia, de frente al flanco oscuro de pájaros y árboles que la misma Natalia había criado. Una de esas noches, Leonor regresó del balcón envuelta en su propia nube, paralela de la de Natalia, y marcó el número de Carmen Ramos que Romano le había dado.

– Te llama Mariana Gonzalbo -le dijo. -¿Te acuerdas de mí?

– Me acuerdo perfectamente -dijo Carmen Ramos, sin turbarse. -¿Pero quién eres tú?

Luego de las explicaciones, quedaron de verse una tarde, en el departamento de Carmen Ramos. Esta vez Leonor fue sola, sin el apoyo lateral de Rafael Liévano, ni otro testigo de su miedo que la frialdad nerviosa de sus manos. Carmen Ramos vivía en un edificio art deco de cuatro pisos frente al Parque México, en la colonia Condesa. Su fachada descubría un amplio arco de piedra pulida y una puerta de madera con vidrios biselados. No tenía elevador, la escalera era de granito negro y rosa, con un barandal de hierro forjado. Los pasillos eran oscuros, flanqueados por altos macetones que subrayaban la fijeza inquietante de la penumbra en la caída de la tarde.

En el piso tercero tocó una puerta, oyó los pasos al otro lado taconeando con prisa equivalente a los latidos de su corazón. Perdió el aliento con los tirones del picaporte y, cuando la puerta se abrió, recibió sobre el rostro el cuadrángulo de luz que se extendió sobre su figura, ansiosa de comerse el corredor en sombras. Vio la silueta recortada de Carmen Ramos en ese cuadrángulo, el brillo de una cadena y unos aretes, pero no sus rasgos bajo el casquete de pelo que se alzaba sobre su frente y se derramaba sobre sus hombros como la melena a la vez redonda y geométrica de Mariana.

Inmóvil y deslumbrada, como en un duelo al que debía responder y no sabía siquiera hacia qué rumbo, se mantuvo ahí, detenida en el aluvión de luz, disponible a la inspección de Carmen Ramos. Lo siguiente fue que se supo abrazada, atraída sin resistencia hacia la silueta de Carmen Ramos, y su olor de un perfume dulzón con una hebra de tabaco y otra, más discreta, de sudor, trabajo, y amores recientes. La tuvo unos momentos en ese abrazo, a la vez sorpresivo y familiar. Sintió los pechos grandes y duros de Carmen Ramos junto a los suyos, pequeños pero redondos y firmes, y la abrazó también para sentir su cintura y su espalda embarnecidas, pero aún esbeltas y flexibles.

Finalmente, Carmen Ramos la hizo pasar, esforzándose en decir las cordialidades de costumbre. En su voz inaudible, Leonor descubrió que la ahogaban la emoción y el llanto. Con un brazo sobre la espalda de Leonor y una mano limpiándose el estrago de las lágrimas sobre el rimel, Carmen Ramos la hizo caminar por el pasillo de su departamento hasta la sala, donde volvió a mirarla de frente, sorbió unos mocos, estalló una sonrisa y le dijo, moviendo el rostro incrédulo de lado a lado, mostrándole sus enormes ojos cafés, irritados y felices:

– No lo puedo creer. De verdad eres Mariana Gonzalbo.

Carmen Ramos vivía sola, rodeada de plantas y lámparas de cristal biselado. Había en su casa un aire de sobriedad deportiva, amor por los detalles y elegancia natural; su casa era como una extensión de su cuerpo y de su atuendo, de la facilidad de sus movimientos y la sencillez calculada de las prendas que cubrían sus brazos largos, sus delgadas piernas, los huesos finos y rectos del pecho, la fuerza del cuello delgado que soportaba sin esfuerzo la mata de pelo negro con estrías blancas que la coronaban. Viéndola, Leonor supo que había llegado por fin a la verdadera amiga de su tía Mariana, a su confidente y su compañera, su no competidora, su igual.

X

– En ese tiempo tu tía Mariana vivía un piso arriba de mí -le dijo Carmen Ramos. -Lucas iba y venía. Fue y vino por un tiempo. Los tiempos más felices de Mariana, diría yo. Nos topábamos a cada rato. Yo subía o ellos bajaban, y cenábamos o desayunábamos juntos. Había una excitación constante entre ellos. La excitación que da la felicidad, supongo, que se parece mucho a la de los que toman cuando empiezan a estar borrachos. Todo fluye, son elocuentes y divertidos, se desinhiben, el mundo sonríe a través de ellos o ellos sienten al menos que el mundo les sonríe. Pues algo así. Y las ganas de mostrarse ante los demás, de mostrarles su dicha, ¿me entiendes? Yo recuerdo a Lucas usando una sábana como bata y a Mariana recién bañada, con una toalla como turbante en la cabeza y otra anudada sobre el pecho, recibiéndome a desayunar un sábado a las diez de la mañana. Me recibieron en la cama, con el desayuno servido en la cama, y ellos dos a medio vestir, luego de llamarme varias veces insistiendo en que subiera. Para qué, me pregunté entonces: si están tan a gusto con su intimidad, ¿para qué necesitan terceros? Pues para eso, para mostrar su felicidad, para darle testigos y hacerla durar, supongo. Tenían razón. Ya ves: su felicidad se acabó hace tiempo, pero yo te la estoy contando ahora, de modo que todavía existe. Y va a existir mientras yo la recuerde, ¿sí me entiendes?

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