Los testículos de Rafael Liévano volvieron a moverse. El testículo izquierdo hizo una especie de maroma en su bolsa y se replegó, tímidamente; el otro pareció temblar, inquietado por el movimiento de su gemelo. "Están vivos", se sonrió Leonor. Vio que el testículo retraído volvía a su sitio dando otra maroma, mientras su vecino emprendía una circunvolución similar, aunque menos pronunciada. Pensó que tenían vida propia, como dos conejos recién nacidos que ensayaran sus primeros pasos.
– Falta la música -le dijo a Rafael Liévano, cuando él abrió los ojos. Volvió a montarlo. Media hora después, jadeante y casi desmayada, repitió, mientras le hurgaba las orejas con el índice y los ojos con la sonrisa: -Falta la música, baboso. Prometiste llevarme a la disco.
– Prometí, pero me acabé el dinero en el hotel -confesó Rafael Liévano.
– Pues improvisa -le exigió Leonor.
– Puede que nos alcance para entrar -calculó Rafael Liévano.
– Conque nos alcance para entrar está bien -dijo Leonor.
La disco empezaba por la tarde, temprano, pero eran casi las ocho cuando salieron del hotel. El dinero sobrante les alcanzó para entrar, como había previsto Rafael Liévano, aunque sólo para eso. En el estruendo y la intermitencia relampagueantes de las luces, sobre las manos alzadas y los cuerpos frenéticos de la pista, alcanzaron a ver una mesa donde bebían y manoteaban dos amigos de la escuela.
– Ya estuvo, ellos me prestan -le gritó en el oído Rafael Liévano, encaminándola a la mesa.
Los amigos bebían aparatosamente, del cuello de una botella de coñac, sorbos petulantes que alternaban con tragos de anís. Compartían la mesa con otros bebedores, que Leonor no conocía. Saludó a los amigos con besos en la mejilla y a los desconocidos con una alegre mano en alto. Mientras Rafael Liévano gestionaba su préstamo en el oído de uno, Leonor sintió la mirada de los otros, como si la tocaran. La fuerza de ese contacto la hizo voltear y vio al rubio de las cadenas doradas en el pecho, midiéndola con gesto conocedor, como si apreciara ganado. Le dio risa y luego rabia y luego curiosidad, y luego risa de nuevo, y lo miró otra vez, sin enmendar ahora la mirada, jugando a sostenerla todo el tiempo. Sin dejar de mirarla tampoco, el rubio alzó la mano para frenar al mesero que pasaba y le dijo, señalando a Leonor con la cabeza: -Pregúntale qué quiere. Yo la invito.
– Nada -le dijo Leonor al mesero, cuando recibió la oferta, todavía sin quitarle la vista a su invitante.
El rubio vino entonces hasta Leonor para sacarla a bailar. "¿Es posible que me guste este baboso?", se dijo Leonor, rehusándolo con una sonrisa despectiva que era sin embargo una forma de aceptación.
– No tienen dinero -gritó Rafael Liévano en el oído de Leonor.
– ¿No tienen qué? -preguntó Leonor, vencida por el estruendo, desentendiéndose del rubio de las cadenas.
– Dinero -repitió Rafael Liévano. -No tienen dinero que prestarnos.
– Siéntense con nosotros -dijo el rubio a Rafael Liévano, como si lo hubiera oído. -Tenemos lugar.
– Siéntate, Liévano -refrendó uno de los amigos y se puso de pie, ya un tanto ebrio, tambaleante. -Déjame bailar con la Gonzalbo.
Leonor asintió con un guiño a la mirada de Rafael Liévano y se fue con el amigo hacia la pista tumultuaria. Bailaron mezclados, cambiando parejas sin proponérselo, frotándose con otros sin proponérselo, hasta que sintió dos manos tomándola de las caderas por la espalda con toda intención. Volteó sin perder el paso y vio al rubio de las cadenas, desafiante y sobrado frente a ella. "Conmigo", le dijo, jalándola del brazo. Leonor se zafó y de dos brincos se puso atrás de otra pareja, buscando a la suya, que estaba perdido a unos metros, concentrado en su baile solipsista. Se corrió hasta él, pero al dar un giro topó de nuevo con el rubio de las cadenas que esta vez la recibió con un abrazo y un beso en el cuello. "Qué te pasa", le dijo Leonor, rechazándolo. "Me pasas tú", dijo el rubio y la jaló de nuevo para besarla en la boca. No pudo reaccionar, cuando reaccionó ya había sentido el tirón en el brazo y Rafael Liévano estaba sobre el rubio de las cadenas golpeándolo en el piso. En medio de los gritos, llegaron dos guardianes y detuvieron a Rafael Liévano. Lo pusieron contra un barandal de la pista y le dijeron: -Te calmas, chavo. Y te vas. Este lugar es para hacer amigos. Si quieres madrazos, afuera.
Rafael Liévano tomó a Leonor del brazo y echó a caminar, con Leonor a remolque, hacia la puerta.
– Estás loco, qué te pasa -alcanzó a balbucir Leonor, cuando cruzaron el vestíbulo.
– Si quieres andar con otro, órale -le gritó Rafael Liévano caminando adelante de ella, sin voltear a mirarla. -Pero no enfrente de mí, ni el día que saliste conmigo.
– No quiero andar con otro -dijo Leonor, molesta por las miradas que los marcaban al pasar.
– Que te guste otro, de acuerdo -repitió Rafael Liévano. -Pero no el día que sales conmigo.
– No me gustó. ¿Qué te pasa? -dijo sin convicción Leonor, ya camino al coche, en el estacionamiento. Entonces oyó los trompicones a su espalda y vio pasar sobre su hombro una sombra que cayó sobre Rafael Liévano y rodó con él por el suelo. Cuando acabaron de rodar, Rafael Liévano quedó encima, pero llegó otro y lo pateó en las costillas. Leonor se aferró a la cintura del pateador y lo apartó unos metros, pero llegó un tercero que golpeó a Rafael Liévano en la nuca, derribándolo de nuevo. Era el rubio de la cadenas. Leonor recibió un golpe en la oreja y cayó sobre el cofre de un auto, cuando su detenido se zafó de su abrazo. Los tres agresores, de pie, rodearon a Rafael Liévano y empezaron a golpearlo con los puños.
– ¿Quieres más? -oyó que le gritaban, mientras el rubio lo pateaba en las nalgas. Leonor empezó a gritar.
– Tú cállate -le dijo el rubio, como si fuera suya.
Pero Leonor siguió gritando hasta que acudieron los guardianes de la disco. Detuvieron a los agresores y pusieron de pie a Rafael Liévano contra el flanco de un coche.
¿Estás bien? -le preguntó uno, revisando su rostro en busca de heridas. Rafael Liévano no contestó. Tenía rota la camisa y lastimada una oreja.
– Te la buscaste -le dijo el guardia. -No tienes nada.
– No -dijo Rafael Liévano.
– Llévatelo -le dijo el guardián a Leonor. -No pasó nada.
– Ustedes los protegieron -dijo Leonor, iracunda -Protegimos a tu galán -le dijo el guardia. Llévatelo en paz, ándale.
– Le pegaron por la espalda -acusó Leonor.
– No fue nada. Mañana ni se acuerda -dijo el guardia.
– Pero me voy a acordar yo de ustedes -dijo Leonor.
– No amenaces, chiquita. Llévate a tu galán, ándale. Y vuelvan cuando quieran. Preguntan por mí, Benjamín, y yo los cuido todo el rato.
Rafael Liévano empezó a caminar hacia el coche, desentendiéndose del alegato de Leonor. Un dolor en el costado lo paralizó al abrir la puerta.
– ¿Te duele? ¿Quieres que yo maneje? -preguntó Leonor.
Rafael Liévano negó con la cabeza, pero se detuvo a tomar aire un segundo antes de meterse al coche. Ya adentro los dos, esperó otro rato en silencio antes de prender la marcha.
– Son las diez y media. Te llevo a tu casa -le dijo a Leonor.
– No quiero ir a mi casa -dijo Leonor.
¿Qué quieres, entonces?
– Lo que tú quieras.
– Quiero largarme de aquí -dijo Rafael Liévano.
Manejó violentamente, como para desahogarse, rumbo a casa de Leonor, pero pasó de largo por la casa buscando las soledades cómplices de las manzanas siguientes, protegidas por árboles y curvas que anticipaban la barranca de Las Lomas. Se detuvo bajo una generosa Jacaranda y le dijo a Leonor:
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