Héctor Camín - El Error De La Luna

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El error de la luna es la historia de una familia los Gonzalbo -, donde el personaje central es la vida de la tía Mariana, y la búsqueda de su sobrina Leonor por encontrar la verdad de lo sucedido. De desenmarañar el secreto guardado en los pliegues de ese linaje de los Gonzalbo la vida de Mariana y un gran amor el de Lucas Carrasco.
El error de la luna es también una novela de mujeres enamoradas. Las Gonzalbo giran alrededor de la vida fracturada de Mariana, de sus distintas versiones, y de la obsesión que hereda Leonor, la joven sobrina a la búsqueda de un pasado que decide suyo, sintiéndose la heredera o reencarnación de la tía, al grado de hacerse obsesión. Ciertamente la novela te atrapa, en las historias de amor de Mariana, Lucas, la propia Leonor, Rafael Liévano, Carmen Ramos, la tía Cordelia, Angel Romano, Alina Fontaine y los abuelos Filisola y Ramón Gonzalbo, en el diseño trágico de sus vidas, en sus complicidades ante la fatalidad.
Veamos algunos avances de esta entretenida novela que te atrapa entre su lectura…

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VII

– Te vi allá abajo, anoche, hablándole a Mariana -le dijo Natalia al día siguiente, cuando entró a visitarla, como todas las tardes. Se lo dijo alegremente, sin mirarla, concentrada en la tarea de cambiar las semillas de la jaula de los pericos australianos. Escuchó el desganado silencio de Leonor, pero no lo dejó extenderse, sino que quiso saber: -¿Qué te dijo?

– Nada, tía, qué me va a decir: es un retrato -respondió Leonor.

– Con los ojos -precisó Natalia, sin despegarse de los quehaceres de su jaula. -Lo que pregunto yo es qué te dijo con los ojos.

– Nada, tía. ¿Qué quieres que me diga con los ojos?-subrayó Leonor.

– Si no te decía nada, explícame entonces por qué le estabas hablando -litigó Natalia ¿Quiere decir que estás loca? ¿Que le hablas a los retratos? Ni los canarios, fíjate, que son unos idiotas, le cantan a los retratos. ¿Así que tú por qué?

– Ay, tía -se quejó Leonor, dejándose caer sobre la cama. -¿Qué tienen que ver los canarios?

– Los canarios nada. Lo que yo quiero saber es qué te dijo Mariana -insistió Natalia, siempre sin mirarla, metida en la cajita de la jaula, donde sus dedos afinaban distancias y vertían semillas.

– ¿Qué me va a decir? -dijo Leonor, haciendo como que se ponía de pie y dejándose caer otra vez, para rebotar en la cama.

– No me puede decir nada. Es un retrato.

– Te vi hablando con ella -porfió Natalia. -¿Estabas hablando o no?

– ¡Ay, tía!

– ¿Sí o no?

– Sí -admitió Leonor.

– Ahí está -dijo Natalia, sin soltarla. -Quiere decir que estabas hablando con ella. Y entonces o ella te contestaba o estabas hablando sola. ¿Te contestó algo?

– No -murmuró Leonor.

– Entonces estás loca, y hablas sola -concluyó Natalia. Ven-le dijo después, suspendiendo su labor milimétrica en la jaula de los pericos. Caminó al vestidor, un pasaje forrado de madera abierto junto al baño, donde colgaban sus batones y sus huipiles, como en una boutique. Leonor la siguió, a la vez dócil y enmohinada con su tía Natalia. ¿Quieres saber de Mariana? -le preguntó Natalia, jalando de la parte baja del vestidor una escalerilla. Trepó, abrió una de las hojas altas del armario, sacó una caja de papel maché y le dijo a Leonor: -Aquí está todo lo de Mariana. No falta nada. ¿Lo quieres ver?

– Sí -dijo Leonor, acercándose a tomar la caja.

– Vale un préstamo y un pago -malició Natalia, apartando la caja de las manos de Leonor.

– De acuerdo -dijo Leonor. -¿Cuál es el préstamo?

– La mascada rosa que te regaló el fornido. -¿Rafael Liévano?

– Ese Liévano -dijo Natalia.

– De acuerdo -dijo Leonor. ¿Y cuál es el pago?

– Un puro del abuelo.

– De acuerdo -dijo Leonor, echando manos a la caja.

– La mascada ahorita y el puro en la noche -dijo Natalia, retirando la caja de nuevo.

– De acuerdo -dijo Leonor por tercera vez, y fue a su cuarto por la mascada.

Volvió con la mascada, la anudó en el cuello de Natalia y miró el brillo ardiente y saciado en sus adultos ojos de niña. Después la besó en las mejillas y la abrazó, incapaz, como siempre, de resistirse al encanto de la nube en que Natalia flotaba, como el más libre de sus pájaros. Tomó la caja y la llevó a su cuarto para abrirla a solas, como quien accede a un tesoro. Estaba repleta de sobres con documentos escolares de Mariana, sus notas y diplomas desde el tercer año de primaria. Había también un rosario y un misal nacarado que quizá recordaban su primera comunión, unas cintas moradas que habría usado alguna vez en el pelo, una zapatilla de ballet reventada por el dedo gordo, y una foto grande, impresa sobre un cartoncillo rugoso, que recordaba a Natalia y a Mariana riendo y mirando a la cámara, en traje de baño, al borde de una alberca, listas para iniciar una carrera. El fondo de la caja le regaló un objeto interesante, una especie de libro impreso en mimeógrafo, con tapas de cartulina marrón, y el logotipo del instituto donde había trabajado Mariana. Su título era Indigencia del indigenismo. Una bibliografía comentada y lo firmaban Mariana y un tal Ángel Romano. En la primera página, Romano había escrito una dedicatoria que decía:

Para Mariana, en recuerdo

de lo que aprendimos juntos,

de libros, de nosotros y

de la Mariana que nadie conoce,

aunque todos procuran.

Con todo el cariño de

Ángel

Por la noche, Leonor acompañó a su abuelo en la lectura de los periódicos, robó el puro de Natalia y se lo entregó junto con la caja de papel maché, en la que volvió a meter todo, salvo la edición en mimeo que se llevó a la cama para leer. Leyó la introducción, pero no entendió gran cosa; no pudo acabar ninguna de las páginas que seguían, por que no eran un texto, sino una lista de libros comentados, de modo que en vez de leer, hojeó todo el volumen, saltando desengañada de rechazo en rechazo, hasta que volvió a la carátula y a la dedicatoria, en particular a las palabras, que le parecieron prometedoras, de Ángel Romano: " la Mariana que nadie conoce y todos procuran".

Supo que había encontrado algo y se quedó un largo rato saboreando la certidumbre de que, al menos en eso, iba a saltarse a Cordelia.

Casi tres semanas después de que envió la carta a Ángel Romano pidiéndole una entrevista, cuando había perdido la esperanza de una respuesta, llegó el telefonazo de Romano citándola en su cubículo de la universidad, para el siguiente viernes al mediodía. No fue a la escuela, ni dejó que fuera Rafael Liévano, a quien hizo llevarla y esperar en el estacionamiento de la facultad donde Romano trabajaba. Deambuló un buen rato por los pasillos fríos y descuidados del edificio, perdida en escaleras laberínticas que daban a callejones sin salida o a oficinas situadas justamente a espaldas de la que buscaba. Finalmente, guiada por la mueca de una secretaria, caminó por un largo pasillo hasta el cubículo terminal de Ángel Romano.

Romano trabajaba de espaldas a la puerta abierta, encorvado como un orfebre sobre su mesa, escribiendo notas en una tarjeta. No oyó a Leonor, pero pareció presentirla cabalmente, como si tuviera ojos en la nuca, porque apenas asomó, sin quitar la atención de donde estaba, le pidió que se sentara en la única otra silla del sitio, un banco negro, de alambre, tan pequeño que la siguiente talla hubiera combinado en una casa de muñecas. El cubículo era un breve cuadrángulo de tres por tres, y reinaba en su interior un orden pulcro y milimétrico. Cuando tuvo sentada a Leonor en el banco, atrás suyo, Romano le dijo: -No creas que estoy ocupado. Estoy haciéndome el interesante, porque no sé cómo empezar esta audiencia.

Giró entonces la silla para darle la cara y le dijo, sonriendo: -Me ponen muy nerviosos los jóvenes. Pero, en fin, me da mucho gusto verte.

– Gracias -dijo Leonor.

– De nada. Te estuve observando desde que doblaste a tientas por el pasillo -le confesó, risueño y cordial, Ángel Romano.

– Me vine entonces a sentar aquí y a hacer como que trabajaba, para que me vieras muy concentrado cuando llegaras.

– ¿Me viste muy concentrado?

– Sí -dijo Leonor, riendo.

– Pues estaba actuando para impresionarte -admitió Ángel Romano, añadiendo otra hermosa y tranquila sonrisa.

– También arreglé el cubículo. ¿Ves cómo todo está en su lugar?

– Sí -dijo Leonor, riéndose también ella ahora, aflojada por la extraña hospitalidad de Ángel Romano.

Romano era gordo, blanco y entrecalvo. Tenía las mejillas rojas, la barba cerrada, y unos ojos grandes de pestañas rizadas, atentas y hospitalarias. Sus gruesos lentes de arillo redondo embonaban sobre el puente de su nariz como en la de un viejo prestamista o un paciente relojero. Había una suavidad femenina en su entonación y en sus gestos, pero no en la mirada, que caía atenta y llena sobre las cosas, como si las desnudara para, a inmediata continuación, disculparlas en la sonriente bondad de sus pestañas.

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