– Tómate tu tiempo -concedió Rafael Liévano.
– ¿No quieres pasar? -preguntó Alina Fontaine.
– Tengo instrucciones de caminar por el bosque -respondió Rafael Liévano y la emprendió hacia el sendero de encinos que escoltaban la casa. -Es un encanto tu amigo -le dijo Alina a Leonor cuando llegaron al salón de emplomados que miraba al bosque por donde se perdió Rafael Liévano.
– ¿Dónde te lo conseguiste?
– En la escuela -dijo Leonor. -Bueno, en realidad, en una fiesta en su casa.
– Es un encanto -repitió Alina. -Fuerte. Y como muy hombre ya. ¿Qué edad tiene? -Diecinueve -dijo Leonor. -¿Y tú?
– Cumplo diecinueve en agosto.
– El mismo mes de Mariana -recordó Alina Fontaine. -Supongo que ya te lo habrán dicho, pero tengo que decírtelo yo también. Me recuerdas tanto a tu tía Mariana que me dan nervios. Eres idéntica. ¿Te lo habían dicho?
– Sí -dijo Leonor. -Por eso me peino distinto.
¿Para no parecerte? -preguntó Alina.
– No -dijo Leonor. -Bueno, sí -corrigió, sonriendo. -Mi abuela me dijo que no me peinara como Mariana, porque no quería confundirme con ella.
Alina sirvió los tés en dos esbeltas tazas de porcelana y puso en cada una el resplandor de unas cucharillas de plata.
– Tu abuela quiso mucho a Mariana -dijo Alina Fontaine. -Era su hija favorita. ¿Sabías eso?
– No -dijo Leonor. -Nunca habla de ella. Cuando le pregunto, se sale por las ramas.
– Era su favorita -recordó Alina. -Y nos iba muy bien por eso. Nos llevaba de compras, nos contaba sus cosas, nos dejaba ponemos sus joyas, sus vestidos de cuando era joven. Podíamos pasar una tarde probándonos vestidos. Cuando Mariana aparecía en la recámara vestida como tu abuela veinte años antes, tu abuela se iluminaba. Se quedaba como en vilo viendo a Mariana, admirándola, iluminada por Mariana. Porque Mariana fue guapísima, pero a los catorce años, como que brillaba. Auténticamente estaba floreciendo. Era perfecta y mejoraba por semanas, por días. Hasta por horas. La dejabas de ver esta noche y a la mañana siguiente estaba mejor. Era increíble.
– Eso dicen todos -murmuró Leonor. ¿Tú conociste a Lucas Carrasco, el novio de mi tía?
– No -dijo Alina. -Es decir, lo vi una vez con Mariana, pero no lo traté.
– Cuéntame de él -pidió Leonor.
– ¿Qué quieres que te cuente? Te digo que apenas lo conocí.
– Pues eso cuéntame -dijo Leonor. -De la vez que lo viste. ¿Era guapo?
– ¿Lucas? No, no era guapo. Era, cómo te diré, natural. Natural es lo que era Lucas. Estaba como a gusto dentro de él mismo, como siempre en su lugar. Además era culto, o algo más raro que eso: entendido, como si viniera de regreso de todas las cosas. Yo salí con ellos sólo una vez. Fuimos a tomar vino y queso a un lugar por ahí en Copilco. Tuvimos un lugar apartado, que Lucas había pedido. No apartado, sino en un rincón del restaurante. Estábamos rodeados de todo mundo, pero nadie nos veía. Mariana estaba feliz, radiante, como no la vi nunca. Y los dos educados, muy bien, como haciéndonos a los demás el favor de ser tan felices y no demostrarlo. Muy atractivo y muy obvio todo. Me puse a hablar como una loca. Cuando me di cuenta, llevaban una hora escuchándome, escuchando mis necedades sobre por qué la televisión aumenta en vez de reducir el lenguaje de los niños, por qué es mejor que aprendan dos idiomas en lugar de uno desde el inicio de su habla y otras necedades que eran entonces mi locura en materia de educación, mi causa, como la siguen siendo ahora. Cuando caí en cuenta del papel de convidados de piedra que les había impuesto, me paré y dije que iba al baño. No porque necesitara ir, sino porque había estado demasiado tiempo sobre ellos. Bueno, fui, me lavé las manos, conversé conmigo misma, tomé oxígeno, las cosas que hago siempre. Cuando volví, Lucas estaba besando a Mariana. Aunque no sé si eso puede llamarse besar. Estaba, cómo te dijera, sorbiéndole los labios, comiéndoselos en realidad. Y Mariana le estaba haciendo lo mismo a él, sorbiéndoselo, comiéndoselo, no sé cómo decirlo. Me turbé mucho y no supe qué hacer. Tan no supe, que decidí regresar al baño a lavarme y respirar otra vez, y a esperar que se les pasara, y que se me pasara a mí haberlos visto.
– ¿Tú piensas que ellos se querían, que la hubieran podido hacer si no se pelean?
– No sé -dijo Alina. -Porque yo no los traté más que esa vez y porque tampoco vi mucho a Mariana, desde que salimos del liceo, nuestra escuela en la prepa. Pero el día que los vi me dio emoción y envidia, porque como te digo, parecían tan metidos uno en el otro, tan mezclados y ganosos uno de otro, que hasta físicamente trataban de comerse. No sé, me acuerdo y vuelvo a reírme. Porque tu tía Mariana fue muy temprana con los hombres. Pero ella estaba siempre como por encima de eso, marcando sus distancias y escogiendo con claridad quién le gustaba y quién no. Podían ser muchos los elegidos y fueron muchos, pero Mariana los escogía con toda, cómo te diría, concentración, como quien escoge ropa en la tienda. Y con todos tenía un enamoramiento, una ilusión, algo que iba más allá de que simplemente le gustaran. Pero con todos también mantenía una distancia, una raya invisible que ninguno pasaba y que hacía a Mariana más atractiva aún de lo que era.
Para los hombres, quiero decir. Las mujeres la odiaban. Despertaba celos y envidias para toda la vida. Yo era su única amiga en el liceo y después creo que tampoco tuvo amigas. Una que otra, pero las mujeres en general no podían verla. Y ella no hacía nada por hacerse de amigas. Su mundo eran los hombres, ahí tenía un reino propio. Nada les gusta más a los hombres que una mujer que a la vez les coquetee y los rechace, como les hacía Mariana. Se vuelven locos por eso. Tu tía era experta en eso, por lo menos mientras yo la conocí, antes de que entrara a la universidad. Bueno, lo que te quiero decir es que no me dio la impresión de que le hubiera pintado esa raya a Lucas Carrasco.
– ¿Por qué tronaron, entonces?
– No sé. La gente que se quiere truena por las cosas más inverosímiles. A veces porque se quieren demasiado, porque se exigen demasiado uno a otro.
– ¿Pero eso fue lo que provocó la muerte de mi tía?
– ¿Qué? -preguntó Alina.
– ¿El truene con Lucas?
– No, mi amor. No lo creo -dijo Alina. -Por lo menos nunca lo había pensado.
– ¿De qué murió Mariana, según tú?
– No lo sé -dijo Alina Fontaine. -Yo sólo supe que se había muerto. Entiendo que tuvo una embolia, luego de varios meses de estar mal, sin comer, desequilibrada. Pero esa época no me tocó a mí. La última vez que yo la vi estaba perfecta. Llevaba un tiempo de haber terminado con Lucas y estaba sin pareja, lo cual era muy raro en Mariana, pero estaba feliz, terminando su tesis y llena de proyectos. Por eso me sorprendió cuando me llamó Cordelia diciéndome que había muerto. A mí me parecía la mujer más feliz del mundo, la bendecida por el destino. Me sorprende todavía ahora pensar que se murió. Count your blessings , dicen en inglés para sugerir que repares en las partes buenas de tu vida, que cuentes las bendiciones que te ha dado la vida. La cuenta de los blessings de Mariana parecía mayor que la de ninguna otra gente. Lo tenía todo y lo tuvo todo: amor, belleza, inteligencia, carácter, dinero.
– Pero entonces ¿por qué? -dijo Leonor. -
– ¿Por qué, teniéndolo todo, le fue tan mal?
– A lo mejor por eso -dijo Alina, abandonándose a un tono melancólico. -Porque la vida la colmó de bienes para ahogarla con su generosidad. La felicidad requiere de la desdicha para equilibrarse, para volverse humana. Mira -dijo Alina Fontaine, poniendo de pronto la pálida y fina palma de su mano ante los ojos de Leonor. Leonor miró la palma y mal contuvo un gesto de repudio: la mano de Alina tenía sólo cuatro dedos, y había una horrenda muesca cicatrizada en el sitio del pulgar faltante. Sin dejar de mostrar la palma inhumana, Alina Fontaine explicó: -Perdí el pulgar siendo niña, en un aserradero de papá, en Nueva Orleans. Mi vida ha sido perfecta, generosa, mucho mejor de lo que yo he merecido o conseguido por mí misma. Salvo por ese accidente. Pero la falta de ese pulgar es lo que me ha recordado toda la vida no el pulgar que me falta, sino la bendición de tener el que me queda y todo lo demás que tengo, además del pulgar que me falta. A la vuelta del tiempo, esa desgracia de haber perdido un dedo me ha dado más felicidad que haberlo tenido, me ha dejado ver y contar bendiciones que de otra manera no hubiera visto ni contado. ¿Me explico?
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