Héctor Camín - El Error De La Luna

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El error de la luna es la historia de una familia los Gonzalbo -, donde el personaje central es la vida de la tía Mariana, y la búsqueda de su sobrina Leonor por encontrar la verdad de lo sucedido. De desenmarañar el secreto guardado en los pliegues de ese linaje de los Gonzalbo la vida de Mariana y un gran amor el de Lucas Carrasco.
El error de la luna es también una novela de mujeres enamoradas. Las Gonzalbo giran alrededor de la vida fracturada de Mariana, de sus distintas versiones, y de la obsesión que hereda Leonor, la joven sobrina a la búsqueda de un pasado que decide suyo, sintiéndose la heredera o reencarnación de la tía, al grado de hacerse obsesión. Ciertamente la novela te atrapa, en las historias de amor de Mariana, Lucas, la propia Leonor, Rafael Liévano, Carmen Ramos, la tía Cordelia, Angel Romano, Alina Fontaine y los abuelos Filisola y Ramón Gonzalbo, en el diseño trágico de sus vidas, en sus complicidades ante la fatalidad.
Veamos algunos avances de esta entretenida novela que te atrapa entre su lectura…

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– ¿Con Ángel Romano? -preguntó Leonor.

– Creo que sí -dijo Carmen Ramos. -¿Lo conoces?

– Lo fui a ver a la universidad, porque me encontré el libro en la casa.

– Un buen tipo. Hace tiempo que no lo veo. -Me habló bien de ti-dijo Leonor. -Fue el que me dio tu teléfono.

– Vaya. Pensé que había sido Cordelia. -Con mi tía Cordelia estoy peleada. Pero sígueme contando. Mariana se puso a trabajar y qué pasó.

– Bueno, su estrategia dio resultado. No sé cómo, pero funcionó. Una noche, ya noche, bajó a tocarme la puerta. "Dame lo que tengas de beber", me dijo. "Hielos y todo. Rápido." "¿Qué pasa", le dije. "Vino Lucas y quiere un trago", me dijo.

"¿Así nada más?", le dije. "¿Vino y quiere un trago?" "Sí, así nada más. Apúrate, antes de que se arrepienta." Había venido Lucas a buscarla con el pretexto de que le dedicara el libro. Estaba un poco borracho, pero en realidad vencido otra vez por Mariana. Se quedó toda la noche, hasta bien entrado el día siguiente. Como a las doce bajó tu tía, despeinada, ojerosa y radiante. "Quiero tener un hijo de ese cabrón", gritó. "Un hijo igualito a él, que lo reproduzca exactamente. Y es lo único que quiero en la vida: reproducirlo, ¿me entiendes? Reproducirlo tal cual, carajo." Si te digo que me dio envidia, te diría poco. Era como si Mariana hubiera pasado a otro nivel, como si se hubiera instalado en otro mundo, un mundo al que yo no tenía acceso, ni podría tenerlo.

– ¿Se arreglaron? -preguntó Leonor.

– Se arreglaron -asintió Carmen Ramos.

– ¿Y volvieron a verse como antes?

– Como antes, no. Lucas estuvo probando, no regresó de inmediato. Andaba arisco, lastimado, calculando sus terrenos. Y también, pienso yo, castigando un poco a Mariana, haciéndola pagar por su falta previa. Pasaron dos días de su reencuentro, y no regresó. Cuatro días, y tampoco. Mariana estaba como loca, te imaginarás, conteniéndose pero como loca, haciéndose cábalas sobre qué pasaría y por qué la hacían pasar del paraíso al limbo sin siquiera un mensaje intermedio. De pronto, al quinto día, Lucas se apareció de nuevo y se quedó todo el fin de semana con Mariana, en su departamento. Luego se fue otra vez, y ahora anduvo ausente quince días. Mariana aguantó el nuevo estilo sin entrar en explicaciones. Finalmente, como a los seis reencuentros, empezaron por fin a verse con cierta normalidad, cada tercer día, a veces diario, y pasaban juntos los fines de semana. Todo parecía más que normal, una normalidad casi conyugal, que duró bastante tiempo. Para Mariana y Lucas, bastante tiempo quiere decir dos o tres meses, al cabo de los cuales, sin aviso previo, así nomás, de pronto, Lucas desapareció.

– Pero por qué -dijo Leonor.

– Por cabrón, mi hijita. Porque así son los hombres: unos mentecatos. Más proclives al amor propio que al amor. No entienden cuando los amas ni cuando los engañas. En el fondo, no entienden nada. Mariana se hizo a la idea el primer mes, pero para el segundo empezó a penar. Un día vino y me dijo: "No puedo tragar." "¿Por qué, qué te pasa?". "No puedo tragar, te digo. Llevo dos días con la garganta cerrada y sólo puedo pasar líquidos." "Estás histérica", le dije. "Vamos a echamos un trago y a olvidamos del tal Lucas." Me dijo que no. Pero dos o tres días después pasó y me dejó una nota tras la puerta diciendo que sí. Subí por ella y le dije: "Nos damos un baño largo, nos secamos el pelo con pistola y nos vamos con el pelo suelto a donde sea. ¿De acuerdo?" Eso quería decir entre tu tía y yo que íbamos por la calle con las dos melenas al aire, la suya castaña y la mía negra, desafiando al mundo. Las solas melenas eran el llamado de la manada, ¿me entiendes? Era como ir encueradas, en nuestros tacones altos, marcando el golpe del pelo a la vista de todos. Nos arreglamos con los pelos así de sueltos y nos fuimos al bar donde cantaba Cordelia, allá por Coyoacán. Apenas nos sentamos con nuestros daiquiris, que nos parecía el trago más pirujo y ligador posible, se aparecieron dos galanes como mandados a hacer, altos, guapos y dispuestos a la fiesta hasta que terminara. Fuimos de bar en bar, bailando y bebiendo hasta muy noche y luego a nuestros departamentos. Fue una noche memorable porque Federico, con quien yo me emparejé, resultó después mi marido por cinco años. El galán de Mariana, cuyo nombre no recuerdo, fue también inolvidable, pero por razones muy distintas. No bien se habían acomodado en la recámara de Mariana, cuando ¿quién crees que toca la puerta?

– Ay, no -dijo Leonor.

– Toca la puerta nada menos que el desaparecido Lucas Carrasco, nada menos que él, precisamente ese día: el primero, y el único, en que tu tía Mariana se había permitido, durante el último año, el más leve asomo de amores que no fueran Lucas. La mensa le había dado a Lucas una llave del portón del edificio, y ahí estaba Lucas a las tres de la mañana, tocándole la puerta del departamento, y oyendo la música que había al otro lado, los restos de la fiesta. De modo que no era practicable ni siquiera la coartada de no abrirle, haciendo como que no había nadie. Mariana metió a su galán al baño y abrió. Trató de hacerse la ofendida y le dijo a Lucas que no podía pasar, que ella no era su sirvienta para atenderlo cuando quisiera, y mucho menos en la madrugada. Que si quería verla viniera mañana, con la luz del día, etcétera. Todas las excusas que se le ocurrieron desde el punto de vista del orgullo y la dignidad. Pero Lucas la conocía muy bien y no se chupaba el dedo. Le dijo: "Estás con otro." Y Mariana no pudo sino echarse a llorar.

– No es justo -dijo Leonor. -Él no tenía por qué exigirle de ese modo. Se había ido dos meses sin avisar, ¿qué esperaba?

– Todo -dijo Carmen Ramos. -Esperaba y quería todo. No quería ni un resquicio fuera de control. Lo cierto, creo yo, es que en realidad no había perdonado lo anterior. Volvía porque no podía evitarlo. Porque su atracción por Mariana era mayor que su orgullo. Pero nunca pudo reponerse de la primera herida, ésa de la que Mariana apenas se dio cuenta. El hecho es que, después de aquella noche estúpida en que otra vez sorprendió a Mariana con otro, entonces sí ya no volvió. Mariana lo sabía perfectamente. Empezó a llorar, con Lucas en la puerta, esa madrugada y terminó de llorar tres días después, flaca y amarilla, con el rostro de la máscara griega de la tragedia, chupada y como con surcos. No puedes creer lo que era. Tampoco podrías creer lo que lloró. Cuando acabó de llorar tenía la garganta más cerrada que antes, cerrada en serio. No podía tragar nada, a veces ni siquiera agua. La garganta se le cerraba y no podía respirar. Por las mañanas, al despertar, la sola idea de comer le provocaba la asfixia.

– ¿Qué tenía? -dijo Leonor.

– Tensión, miedo, no sé. Desamor-resumió Carmen Ramos.

– ¿No fue al médico?

– A todos los médicos. No había nada en su garganta. Ni tumores, ni atrofias, ni nada.

¿Por qué no podía tragar entonces?

– Porque no podía.

– Pero tiene que haber una explicación.

– No la hubo. Ni la hay todavía. Era desesperante, como si otra persona dentro de ella la estuviera estrangulando, matándola de hambre sin ninguna razón, así nada más. Lloraba y me decía: "Me aterra pensar que me estoy suicidando, que estoy tan loca que me estoy suicidando sin darme cuenta, que me quiero morir."

– ¿Quería morirse? -preguntó Leonor.

– No -dijo Carmen Ramos. -Te digo que lloraba mientras me decía esas cosas.

– ¿Pero, al final, crees que mi tía Mariana se suicidó?

– No -dijo Carmen Ramos. -Mariana no era el tipo. No le daba por ahí, ni por echarse al suelo, ni por deprimirse. Menos por pensar en arrancarse la vida. Mariana se extenuó trabajando y dándole vueltas a la pérdida de Lucas Carrasco, obsesionada con eso, con la idea de recuperarlo, como lo había recuperado ya una vez. Se le cerró la garganta un tiempo y luego que se curó, aunque en parte como consecuencia de eso, simplemente perdió el apetito. Mejor dicho: el lío de la garganta la hizo entrar en un total desorden con sus comidas. Tomaba café como loca y no se sentaba a comer a sus horas porque se sentía gorda. Comía papas fritas o un pan con queso y en la noche, muy noche, a veces la oía trajinando en su cocina, guisando hierbas. Porque le dio por la cuerda vegetariana y decidió dejar de comer carne. Un desorden. Un día entró aquí como zombi preguntando dónde había dejado sus zapatos, y me dio una larga explicación de lo que había hecho el día anterior para tratar de recordar dónde había puesto sus zapatos. En ese momento caí en la cuenta de que estaba realmente mal. Llamé a tu tía Cordelia y le dije que viniera a verla, le dije que en mi opinión no podía vivir sola en esas condiciones y que no quería vivir conmigo, como le había propuesto desde el principio de sus problemas de la garganta. Entonces Cordelia vino con tu mamá, estuvieron tocando un rato largo en la puerta de Mariana, oyendo la, música que no faltaba en el tocadiscos, pero sin que les abriera. Bajaron a decirme y subí yo. Cuando Mariana oyó mi voz, abrió. El departamento era un desastre, había notas pegadas con tachuelas en las paredes recordándose las cosas más absurdas, y los muebles puestos todos a contrapelo. Haz de cuenta que la mesita con la lámpara de una esquina estaba en el centro de la sala, y libros por donde quiera, en el piso, en el fregadero, sobre su cama. Cuando entramos, me habló todo el tiempo a mí, como si sus hermanas no estuvieran o no las viera. Le dije: "Aquí están tus hermanas, vinieron a verte". Pero ella, como si no existieran. Le insistí "Vinieron a verte". Siguió hablándome de los pendientes que tenía, las cosas más absurdas: la presentación de un libro en donde iba a estar Lucas y al que debía ir al día siguiente, aunque la presentación había sido el día anterior. Insistí en que estaban sus hermanas a visitarla. Entonces tu mamá me dijo: "Te pido por favor que nos dejes a solas con ella." Me sentí muy mal, como puedes imaginarte, excluida después de que yo les había abierto la puerta de Mariana. Era más hermana mía que de ellas, si a esas vamos. Yo sabía quién era Mariana, ellas no. Pero finalmente sus hermanas eran ellas, y no yo. Bajé como me pidieron. Al rato bajó también Cordelia a llamar por teléfono, porque yo tenía teléfono y Mariana no. Me dijo que la veían muy mal, que iban a llamar a sus papás y a llevársela a que la atendieran en un hospital. Me pareció correcto, apenas lo adecuado. Como a la hora oí voces y gran ajetreo en el pasillo. Me asomé y vi pasar un equipo de enfermeros con una camilla. Subí a ver. Ya estaban poniendo a Mariana, dormida, en una camilla. Había un médico que daba instrucciones, y los camilleros. Junto al médico, estaban tus abuelos, perfectamente vestidos, como para un cóctel, atestiguando el movimiento. Fue la primera vez que vi a tu abuelo. Qué hombre tan guapo. Y a tu abuela. Carajo, qué pareja. Juntos eran más guapos que Mariana. Una pareja de colección. Tu mamá me vio asomándome y me fue a buscar. "La sedaron y la vamos a internar para que la estabilicen y la alimenten", me dijo. "Fue la decisión del doctor. Ven. Te voy a presentar a mis papás." Me sentí en bata yendo a recibir un premio en la fiesta de final de cursos de la escuela. Tu abuelo me miró con sus ojos verdes, todo él tostado y atlético y me dijo, como si me envolviera: "Le pido su comprensión. Ésta es una cosa que debe decidir la familia." Tu abuela, en cambio, me miró con sus ojos redondos color, no sé qué color…

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