Durante unos minutos, Emilia y el guardián caminaron por un pasillo iluminado a medias. Por fin dieron contra la reja que impedía el paso a un cuarto en penumbra. Emilia pegó la cara a los barrotes para hurgar en busca de Daniel.
– Ése es -dijo, señalándolo. Su cabeza castaña se distinguía de las otra veinte, de ojos y piel oscura, que se apretaban en aquel cuarto.
– ¿Dónde agarraron a éste? -preguntó el jefe a los carceleros de turno.
– Pos sabe -contestó uno de ellos-. Ya estaba cuando nosotros llegamos.
– Pobre gringo -dijo Emilia, usando las habilidades histriónicas que aprendió en las tardeadas de los domingos-. Eso le pasa por andar haciendo turismo en las cantinas. No debería yo ni venir a buscarlo, pero tiene mejores ratos. Y si usted supiera lo importante que es en su país, no dudaría en soltarlo. Para mañana, el cónsul americano va a estar quejándose.
– Jálenlo pa' acá -pidió el jefe a los celadores.
No fue necesario. Daniel había descubierto a Emilia y ya se abría paso hasta la reja del galerón. Emilia divisó a unos metros su gesto enfurecido. Se mordía los labios y tenía en los ojos la lumbre de ira que muy pocas veces lo prendía.
– I am very sorry, you should not be here -dijo al acercarse a la mirada bendita de Emilia.
– I am just fine -le contestó ella sintiendo
las lágrimas subir desde su estómago. Empezaba a costarle trabajo la farsa.
– Así que éste es su gringo -dijo el carcelero jefe de turno, un hombre feo, como deben ser los carceleros, tosco y bruto como fue imaginado. Emilia asintió con la cabeza porque había perdido las palabras. Luego levantó la cara y las recuperó para preguntar, con el tono más dulce que jamás salió de su garganta, si sería posible que lo dejaran salir.
– Ándale cabrón, sácate al gringo -le ordenó el jefe al hombre que cuidaba la reja.
Acostumbrado a escuchar instrucciones mezcladas de improperios, el guardia le dio vueltas al llavero regido por la invariable lentitud con que hacía todo. En silencio, con los ojos puestos en la penumbra de aquel chiquero, Emilia esperó sin parpadear.
– ¿Tienes frío? -le preguntó el carcelero pasándole un brazo por la cintura y jalándola hacia su barriga inflada y tiesa.
– Un poco -contestó Emilia.
Hizo un esfuerzo para no perder el aplomo. Luego se quedó muda otra vez porque el hombre le puso una mano en los pechos y se los tentó como si estuviera escogiendo fruta en el mercado.
– Llévatelo ahora, chula -le dijo-, porque mañana ya quién sabe.
– Muchas gracias -contestó Emilia sin alejarse, sin temblar, sin perder la sonrisa de gratitud que se había puesto en la cara.
Después se fue zafando de aquel abrazo sin hacer escándalo, con la suavidad de una reina. Ya libre, se prendió a la mano que Daniel le extendió al cruzar la reja.
– No vayas a pegarle porque nos matan -le dijo usando el inglés que su padre la había obligado a aprender cuando ella estaba segura de que jamás le serviría de nada. Mantuvo la sonrisa todo el camino de regreso entre las celdas. Ni siquiera cuando enfrentó la cara de Milagros, angustiada por primera vez desde que la conocía, se deshizo de aquella expresión beatífica rigiéndole la boca.
– Emilia está bendita -dijo Daniel, mientras intentaban acomodarse en el pequeño Oldsmobile del poeta Rivadeneira. La llevaba sobre las piernas, la besaba y se reía de su aplomo y sus habilidades teatrales-. Sin ella no me hubieran soltado nunca, tía.
– Ya le habíamos pagado -dijo Emilia, apretándose a él sin reparar en el olor a pocilga que le había quedado en el cuerpo.
– Si no me lo impide mato al tipo aunque me maten después. ¿Pero sabes qué hizo ella, tía?
– No le digas -pidió Emilia.
– Me lo imagino -dijo Milagros.
Guardando para ellos una parte de la historia, Daniel se empeñó en contar algo y dijo todavía medio confuso:
– Me dominó con la mirada. Con una voz muy dulcecita, como si fuera una diplomática saludando a su embajador, usó el inglés para pedirme que yo no hiciera nada, pero en el español más claro que pueda existir me dio con los ojos una orden de militar. Es terrible, tía. Le voy a tener miedo, no sabes la frialdad con que actuó. El guardia llegó a pensar que la farsa con que estaba de acuerdo era la pura verdad.
– Me imagino -volvió a decir Milagros secándose una lágrima con la punta del pañuelo que le extendía Rivadeneira.
– No tía -dijo Daniel-. No te la puedes imaginar. Es un monstruo -dijo Daniel apretándola contra él. -Sí me la puedo imaginar, pero no quiero.¿Me oyes Daniel? No quiero y te lo digo en serio.
– Tampoco fue para tanto, tía Milagros. Así tentamos siempre a las naranjas y nadie se aflige -dijo Emilia.
– Tú no eres naranja, Emilia. Si te oye tu papá se muere -dijo Milagros.
– Sí -contestó Emilia-. Pero no me va a oír. Ya no te aflijas. ¿A dónde vamos?
– Tú a tu casa -dijo Milagros-. Y este condenado a la mía. Es un imprudente y de aquí al martes lo voy a vigilar como su sombra.
– Yo también -dijo Emilia-. Porque tampoco vamos a estar gastando el dinero a lo tonto.
– ¿Y quién va a hacer mi trabajo? -preguntó Daniel.
– Nadie es imprescindible -dijo la tía-. Ya veremos quién, que sea menos conocido.
– Yo puedo hacer tu trabajo -se ofreció Rivadeneira.
– Ay Rivadeneira, Rivadeneira. Tú no te cansas de ser bueno, pero tampoco te cansas de ser iluso -le dijo Milagros-. Este muchacho se mueve como una mosca y así lo alcanzaron.
– Bueno -dijo Rivadeneira con su habitual parsimonia-, pero no todo será correr.
– En algunas cosas puede suplirme. En otras con que me acompañe -dijo Daniel.
– Ves, Milagros. Nunca me concedes habilidad para nada -dijo Rivadeneira.
– ¿Cómo de que no? Siempre he reconocido que eres un excelente poeta y que nadie sabe tanto de Sor Juana como tú, ni Amado Nervo, que se cree su descubridor.
– ¡Justicia, suelta el laurel! -dijo Rivadeneira-. Muchas gracias por concederme la gloria. Tú siempre habías creído saber más.
– ¡Todo en fin se sacrifique a vuestras divinas aras! -le contestó Milagros para seguir conjugando en desorden a la veneradísima Sor Juana -.¡Que es doble el necio que sobre necio, quiere ostentar serlo!
– ¿Cómo debo entender esto último? -preguntó Rivadeneira.
– Como un acto de humildad, de esos que tengo pocos, aprovecha.
– Amor, si tú eres cautelas, a mis cautelas ampara -dijo Rivadeneira, incapaz de ocultar el gozo.
Sin ninguna cautela y amparados en el olvido de quienes intercambiaban versos remotos, Emilia y Daniel se humedecían con toda clase de baboseos y arrumacos bajo la tibia oscuridad callejera de aquel mayo.
Cuando Milagros detuvo el auto frente a la Casa de la Estrella, los dos bajaron de un brinco y sin hacer ruido se despidieron agitando la mano.
– No pretendas ejercer tu autoridad porque siempre es tardía -le dijo Rivadeneira, temiendo que Milagros pretendiera llevarse a Daniel con ella.
– Tienes razón -le contestó la mujer recargando en él su cabeza exhausta de tanto no darse tregua nunca. Además, sus dos sobrinos tenían un halo común y ella no estaba para perturbarlos-. Quiéreme -le pidió a Rivadeneira que con los dedos de su mano derecha contaba las veces que le oyó tal ruego.
Emilia le tiró un beso a su tía, Daniel le guiñó un ojo y le dijo te quiero moviendo los labios sin hacer ruido. Luego la sobrina sacó de su bolsa la gran llave de la puerta y se la ofreció a Daniel que abrió como un experto la mañosa cerradura de los Sauri.
Diego y Josefa esperaban adormilados en un sillón de la sala, y escucharon los ruidos de romance subir por la escalera.
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