Ángeles Mastretta - Mal De Amores

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Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.

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– Con lo que deje esta función sacaremos algunos presos de la cárcel -le contestó su tía sin contestarle, porque odiaba no saber la respuesta y a ella los circos también le daban pena.

En un diálogo de sordas, sin enderezar la cabeza que tenía echada hacia atrás, Emilia dijo:

– Se va a caer.

Con los ojos prendidos a una trapecista que se había soltado de un columpio y volaba hacia el otro preguntó:

– ¿Cuántos hay en la cárcel?

– Muchos -le contestó Milagros-. No se cayó.

– Esta vez no -dijo Emilia.

– Hablas como si hubieras estado allá arriba -ironizó Milagros.

– ¿Tú no? -preguntó Emilia-. ¿Quién decide a quién sacan?

– Esta vez decido yo -dijo Milagros.

– ¿Y a quiénes vas a sacar? -preguntó Emilia aplaudiéndole a la trapecista que levantaba los brazos para celebrar su triunfo.

– Hoy en la noche, a Daniel -dijo Milagros.

Emilia sostuvo el aire entre dos aplausos, pero no se dejó ganar por el terror. Sabía que a Milagros no le gustaban los desmayos ni transigía con las mujeres que palidecen y se atontan.

– ¿Cuando esto termine? -preguntó.

– Más vale. Si lo queremos vivo -dijo Milagros.

– ¿Qué les hacen? -preguntó Emilia abandonando el disimulo.

– Mejor no imaginamos -dijo Milagros.

Emilia perdió la vista en una muñeca viva que daba vueltas parada en un caballo. Parecía que jugaba y a cada salto iba ganándole a la vida su derecho a tenerla. Se mantenía sonriente y erguida como si anduviera en el suelo, como si su andar fuera lógico. Continuó con el mismo gesto y la misma aparente tranquilidad cuando seis caballos más entraron a la pista y se pusieron en hilera para que ella saltara de uno a otro siguiendo el compás que le marcaba una banda.

Con los dientes apretados y una sonrisa de mentiras, Emilia sentía al mundo moverse bajo sus pies, como si también ella anduviera brincando de un caballo a otro. Cuando la miniatura de mujer vestida de blanco y dorado soltó el bastón que bailaba en sus manos y se dejó caer sobre la crin de un caballo que la recibió alzando el cuello mientras ella lo acariciaba hablándole al oído, Milagros Veytia pasó un brazo por los hombros de su sobrina y le dijo:

– Nos lo van a dar completo.

– ¿Qué hace Daniel para que lo persigan así? -preguntó Emilia.

– Nada hija, está vivo y quiere ser libre -dijo Milagros levantando su figura metida en un huipil blanco sobre el que caían tres collares de plata con coral.

– Yo también quiero ser libre y nadie me persigue.

– No han de tardar -le dijo Milagros.

El poeta Rivadeneira las esperaba cerca de la puerta con su pequeño Oldsmobile del año 1904, un auto verde oscuro que en lugar de volante tenía una dirección a la cual Rivadeneira llamaba correctamente manubrio de tillersteering , y un frente curvo que subía desde el suelo y a poca altura se doblaba como la punta de los trineos. Para 1910 esos autos ya no eran la última palabra, existían automóviles más caros y modernos, sin embargo aquel pequeño curved dash hacía las delicias de Milagros Veytia, cada vez más especializada en manejarlo a velocidades tan imprudentes como los treinta kilómetros por hora.

Rivadeneira sabía hasta dónde estaba metida Milagros en el lío antigobiernista. Él había empezado ayudándola y había acabado involucrándose en el asunto, sólo que por ser hacendado y tener fama de juicioso, le tocaba trabajar en la retaguardia. Sin embargo, aquella noche Milagros pensó que sería conveniente pedirle que las acompañara a la cárcel. Un hombre con su prestigio y su automóvil pesaría en el ánimo de los celadores a los que habría que comprar mientras estuviera oscuro.

Milagros había recibido el informe de que a Daniel aún no lo identificaban con el muchacho enérgico que era el brazo y el pie derecho de un prominente colaborador de Madero. Cuando lo aprehendieron repartiendo propaganda, él les habló a los guardias en inglés, dijo no entender palabra de castellano y fingió que además de gringo era tonto. En eso había quedado con Milagros y los miembros de su club antirreleccionista. Si había que buscarlo en la cárcel que lo llamaran Joe Aldredge, porque de tal nombre y tal personaje no saldría aunque le rompieran la cabeza o lo ahogaran.

La penitenciaría ocupaba un lugar enorme rodeado de muros muy altos, con un torreón altanero en cada esquina. Apareció en el centro de la noche como un monstruo que hizo temblar a Emilia.

– ¿Ahí lo tienen? -preguntó.

– Eso espero -dijo Milagros.

– Ahí debe estar -afirmó Rivadeneira con su voz apacible-. ¿Le avisaste a su papá?

– Claro que no -dijo Milagros-. Pobre doctor, ya bastantes líos tiene. Si oye que su hijo está preso viene a buscarlo y en ese instante lo encierran también a él.

– ¿Y nosotros cómo vamos a sacarlo?

. Milagros explicó que algunos celadores aceptaban dinero a cambio de hacerse tontos y dejar libre un preso de poco nombre.

– Están hambreados. Lo sé por un muchacho que trabaja como médico ahí adentro. Hay cuatro que nos ayudan. Uno es jefe en el turno que vigila hoy en la noche. Ése es el que va a entregamos al "gringo". ¿Qué horas son, Rivadeneira? -preguntó Milagros.

– Once y cinco, ya podemos ir tocando -dijo el poeta Rivadeneira. Se vestía como francés fino, con unos trajes cortados en la capital del país por un sastre muy exigente de la calle de Alcalcería. Sus camisas eran de Lévy y Martín, y todas tenían bordadas sus iniciales sobre el pecho con unas letras pequeñas y muy complicadas.

Milagros se burlaba de aquella ropa cada vez que la vida la ponía en condición de permitirle algo más que unas caricias a ese hombre que jamás tuvo en su existencia un sentimiento más intenso y desolado que el de su amor por ella. Esa noche, el poeta estrenaba un sombrero redondo recién adquirido en una tienda del Portal de Mercaderes, famosa desde 1860. Emilia pensó que lucía digno de compasión con toda esa elegancia encima y apretado entre ella y Milagros, a quien nadie se hubiera atrevido a sugerirle que le permitiera hacerse cargo del manubrio. Sin embargo, al bajarse del auto, el atuendo del poeta volvió a quedar sin arrugas y aristocrático. Milagros lo revisó con una sonrisa y no sin razón se dijo que aquella frivolidad ayudaría muchísimo en el trabajo de convencimiento que les esperaba.

Por fortuna, Emilia también estaba vestida como una muñeca de magazine, porque el huipil blanco de Milagros resultaba discutible aunque la hiciera parecer un trozo de luz enrareciendo la noche.

El portón de la cárcel tenía cortada una puertecita por la que entraron de uno en uno. Preguntaron por el guardia que según sabían era el jefe de aquel turno. Ya el médico había hablado con él, y estaba al tanto de lo que se trataba, incluso ya les había puesto precio a sus servicios, pero los hizo esperar un rato para darse la importancia que creía merecer.

Cuando apareció hizo un saludo remilgoso y recibió el sobre que Rivadeneira le entregó, con tal vergüenza y poco hábito, que se puso colorado como la cabeza de un chile. Eligió a Emilia para hacerla cruzar la reja inmensa que cortaba en dos el vestíbulo, e ir tras él hasta el galerón en donde se apretaban los encerrados de aquel día.

Aún no habían encontrado tiempo ni de tomarles los nombres. Los habían echado ahí a esperar la mañana siguiente. O la semana siguiente. Muchos pasaban meses dentro, antes de que su nombre se apuntara en la lista de llegada. Desaparecían y ya. De nada servían sus mujeres todos los días preguntándole por ellos al guardia del portón. Aún no estaban registrados. Tal vez no los registrarían nunca.

Milagros vio a Emilia perderse tras la reja y buscó una banca donde apoyar su cuerpo y sus temores. Si su hermana supiera lo que estaba permitiendo, dejaría de quererla para siempre. Pero ella tenía el alma partida en dos mitades exactas y creyó que si una podía salvar a la otra no sería su voz la que lo impidiera. Rivadeneira se acomodó cerca y la consoló dándole unas palmadas en la mano. Sólo ella podía saber lo que significaban, viniendo de aquel hombre.

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