Ángeles Mastretta - Mal De Amores

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Mal de amores es la historia de una pasión entretejida a la historia de un país, de una guerra, de una familia, de varias vocaciones desmesuradas. Emilia Sauri, la protagonista de esta inquietante novela, nace en una familia liberal y tiene la fortuna de aprender el mundo de quienes lo viven con ingenio, avidez y entereza. Cobijada por la certidumbre de que el valor no es tal sin la paciencia, busca su destino enfrentando las limitaciones impuestas a su género y los peligros de su amor a dos hombres: desde su infancia por Daniel Cuenca, inasible aventurero y revolucionario, y en su madurez por Antonio Zavalza, un médico cuya audacia primera está en buscar la paz en mitad de la guerra civil. Regida por la mejor tradición de las novelas costumbristas, Mal de amores es una novela cuya prosa nítida y rápida consigue arrobarnos con su maestría, mientras nos regala los delirios de una invocación amorosa cuya desmesura nos contagia de futuro y esperanza.

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Entraron arrastrándose por el estrecho agujero que servía de acceso y el niño lo tapó con un petate para cerrar el cuarto redondo en el que no cabían de pie. Emilia no había estado nunca en ese tipo de cuartos de baño, aunque su padre le había explicado que antes de la conquista, los poderosos se encerraban en esa oscuridad tibia para ensimismarse y descansar al mismo tiempo. Justo enfrente del agujero de la entrada había un fogón. Ahí encima ardían las piedras sobre las que se arroja agua con yerbas olorosas para crear un vapor que invade el cuartito de paredes redondas.

– Quítate la ropa -le dijo Daniel, desabotonándose la camisa mientras murmuraba que si abrían y los encontraban vestidos, lo diera por muerto.

Emilia perdió la duda bajo el pánico que le produjeron esas explicaciones. Se quitó todas las faldas y los fondos que podía usar una mujer en ese tiempo. Cuando aún le quedaban sobre el cuerpo el corpiño y los calzones de encaje, Daniel le pidió que se apurara y levantó un balde de agua para mojar las piedras rojas de tan calientes. Un vapor tibio nubló el aire. Emilia iba a decir algo, pero Daniel se puso el dedo en la boca para recomendarle silencio. Afuera se oían los pasos de los policías, sus voces preguntando, el niño respondiéndoles vaguedades.

Emilia se desató la trenza que llevaba enredada en la cabeza y su melena de rizos oscuros le cubrió toda la espalda.

– Busca ahí -le ordenó un hombre al otro.

– Se está bañando mi hermana -dijo el niño. Pero un policía se empeñó en ordenar al otro que buscara dentro.

Con una seña, Emilia le pidió a Daniel que se pegara a la pared. Luego se revolvió el pelo sobre la cara y se arrastró hasta el petate que cubría el hoyo de la entrada. Lo empujó con una mano y asomó la cabeza y medio cuerpo.

Los policías vieron media Emilia desnuda en el centro de la niebla que brotaba del hoyo: los cabellos húmedos y revueltos como una red sobre sus pechos.

Varios perros sarnosos con los dientes de fuera, empezaron a ladrar en las piernas de los policías, haciéndolos huir. El niño cubrió el agujero de luz con el petate y Emilia se arrastró de nuevo hacia el cobijo redondo en que Daniel la esperaba deslumbrado. Cien palabras como agua dejó caer sobre su oído mientras se acostaba sobre su espalda. Emilia sintió su cuerpo contra el del ella, húmedo y firme. Lo recorrió urgida de aprendérselo, temblando, pero libre de temores, segura de que la más omnipotente de las diosas no merecía su envidia.

Afuera, Milagros había salido de su escondite convertida en una menesterosa con anteojos de ciega. Mientras la luz se iba y sus sobrinos volvían en sí, ella buscó acomodo en el suelo y se quedó dormida. Dos horas después interrumpió el silencio tibio del temazcal.

Salieron de entre las casas cuando oscurecía. Había llovido como llueve en mayo, de un modo escandaloso que metió a la gente en sus chozas y a los policías en la cantina donde aún los entretenía con un cubilete, el nevero pata de palo al que los niños llamaban Satuno Posale.

Caminaron por el lodo hasta salir del barrio. Cuando llegaron a un sembradío de maíz tierno corrieron entre la milpa dando de gritos a un aire que sentían el más libre de sus vidas. Un camino al lado de la vía del tren los llevó a las afueras de la ciudad. Emilia lo mismo podía haber estado en París en una fiesta.

– ¿Es inevitable que pongas cara de felicidad? -le preguntó su tía Milagros cuando estuvieron sentados en el carro de mulas que los acercaría a -su casa.

Cerca de las siete entraron a la Casa de la Estrella, riéndose de los policías y de la vida. Josefa oyó su historia sin poder perdonarles el miedo que le habían provocado con su tardanza. Los llamó irresponsables y prepotentes, lloró de furia y amenazó con encerrarlos a los tres hasta que pasara la fiebre de las elecciones.

– ¿Ya no te interesan las elecciones? -preguntó Diego saboreando la dulzura de los tiempos en que sólo las novelas conmovían a su mujer.

– Las detesto. Voy a volver a Zolá y a la poesía.

– ¿A Zolá?

– Para que si hay peligros, sean por escrito.

– ¿Y amores? -preguntó Daniel mirando a Emilia con el deleite de la complicidad.

– Esos también por escrito -contestó Josefa.

XI

Daniel se despidió para salir con Milagros, pero pasada la media noche volvió a la Casa de la Estrella. Abrió el portón con una llave que le prestó su tía. Sin hacer ruido subió las escaleras, cruzó la estancia y empujó despacio la puerta del cuarto en que dormía Emilia.

– Cásate conmigo -le dijo desnudándose para entrar en su cama.

– ¿Cuántas veces? -le contestó Emilia sacándose el camisón por la cabeza.

– Muchas -pidió Daniel mientras ella lo guiaba hacia su cuerpo en la oscuridad.

No durmieron. Tampoco hablaron demasiado. Durante horas se buscaron jugando, presos uno del otro, aventurados y curiosos.

– Tienes una estrella en la frente -le dijo Daniel vencido contra su pecho.

Emilia le acarició la cabeza y hundió la frente en su regazo para llorar como si necesitara salir de una congoja.

Con el alba se quedaron dormidos. No destrenzaron el letargo de sus piernas hasta que el sol estuvo muy alto y el olor del café entró a la recámara a turbar el aire y la memoria de su sueño común.

Emilia oyó a Josefa cantar en la cocina y abrió los ojos. Miró el cuerpo de Daniel respirando junto a ella. Desde los dedos de sus pies hasta la punta de sus cabellos desordenados le parecieron el mejor paisaje que había cruzado por su mirada. Pensó que no sólo su memoria, sino el aire, se quedarían marcados por esa presencia tan ajena a la fuerza que despedía y al yugo con que le ataba.

– ¿Qué sueñas? -le preguntó al verlo despertar.

– Mentiras -le contestó Daniel con la voz amodorrada y el gesto de ángel que cruza a los afortunados en el amor. Después volvió a guardarse en ella diciéndole que no tenía en el mundo otro escondite.

No desayunaron. Antes de las diez corrieron escaleras abajo y atravesaron el patio con sigilo. Emilia abrió la puerta y Daniel la besó antes de escapar. Luego ella entró a la farmacia con el cielo entre las cejas. Diego no hizo ninguna pregunta, Emilia no dio ninguna explicación. Tenían mucho quehacer juntos antes de la comida.

A las dos volvieron a la casa sin haber hablado de Daniel, jugando adivinanzas. Ahí, frente a la sopa, hubo que enfrentar a Josefa, que tenía un amor por las palabras claras, parecido al que Diego sentía por las plantas medicinales.

– ¿Daniel durmió aquí? -preguntó.

– Sí -dijo Emilia.

– Sea por Dios -rezó Josefa-. Y no me pregunten cuál Dios.

Al terminar la comida, Milagros llegó a buscar a su sobrina para ir al circo.

– No me da ninguna confianza que te lleves a Emilia sin más resguardo que tu inconciencia -le asestó Josefa al verla.

– ¿Cuándo le ha pasado algo malo a Emilia yendo conmigo?

– Hasta que le pase. Pero qué he de hacer, quererte siempre es un riesgo.

– Cualquiera diría que soy alpinista. Vámonos Emilia que ya oigo la música en el aire -dijo Milagros mirando el reloj.

El bullicio de la carpa le pareció a Emilia el mejor sitio para estar y no estar que pudiera encontrarse. Había allí dentro tanta gente que al mirarla con los ojos entrecerrados su ropa de colores parecía un puño de confeti contra la cara. Tenían un buen lugar, llegaron a tiempo para ver el desfile de los monos y los elefantes, los equilibristas, los domadores, los leones y los trapecistas. Emilia estaba tan feliz que pudo reírse hasta con los payasos a los que temía cuando era niña.

– ¿Por qué será que los circos dan tristeza? -le preguntó a Milagros.

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