Para peor de males, la noche antes de su partida, cuando el freír era aún el reír, su hermano lo había despedido con bromas y pantomimas algo proféticas. No se rían, señores, sobre todo usted don Juan, mi futuro cónsul comercial. Tanto escarba la gallina en busca de grano que al fin encuentra el daño. Dicho, predicho.
A Juan Parish lo salvó el flautín que solía tocar en nuestras reuniones. Cuando los vándalos bajadeños hicieron con él todo lo que se les antojó, descubrieron entre sus efectos el octavín doble. ¡Toca la flauta!, le exigían a cada momento mientras los emperejilados captores lo llevaban amarrado al palo mayor de su propio barco a la comandancia de la ciudad. Con mis heridas y llagas todavía sangrantes, los sátiros disfrazados de mujeres, de curas, de militares, me exigían que tocara sin cesar el flautín, mientras ellos hacían retumbar el puente a mi alrededor con sus zarándeos y danzones de negros, refirió Juan Robertson buscando granjearse mi compasión. ¡Toca la flauta! ¡Tocá la flauta!, me ordenaban a planazos, cada vez que se me cortaba el aliento. Me ahogaba, y en medio de la desesperación me agarré con dedos y uñas al instrumento. No tenía a qué asirme más que a esa pajita de sonido. ¡Le aseguro, Excelencia, que no hay nada más triste que entonar desafinadamente el propio réquiem en un flautín de mala muerte para alegría de quienes van a matarlo!
No murió Juan Robertson. ¡Maldito tarambana! No lo mataron los bandidos de Artigas. Por el contrario, supo revender bien caros sus tropiezos y sus trapos. Consiguió, bajo coacción de la escuadra británica, hacerse indemnizar con largueza el atropello de las hordas artiguistas. Con el salvoconducto que le otorgó el Protector de los Orientales, efectuó pingües negocios a lo largo de toda la costa, sacando el doble o el triple de lo que le saquearon. A precio de oro y desvergüenza vendió el traficante anglicano cada gota de sangre perdida en el módico gólgota bajadeño. Después cometió incluso la desfachatez de presentarse aquí, a pesar de haberle prohibido pisar nuevamente tierra paraguaya.
¡Lo que no puedo perdonar a usted, señor Robertson, es que se haya prestado vilmente a negociar con el director Alvear la venta de armas por sangre de paraguayos! El bribón porteño me ha ofrecido trocar hombres por mosquetes. Me ha ofertado 25 fusiles por 100 paraguayos. ¡Cuatro ciudadanos de esa libre Nación por una escopeta! ¡Infames mercaderes! ¡Ése es el precio en que han tasado el valor de mis compatriotas! ¡Y usted, a quien he dispensado honores y atenciones más que a ningún otro subdito extranjero, es el que me trae la oferta! ¡Mercachifle de carne humana! ¡Negrero pirata, qué se ha creído usted! ¡Sepan que no hay oro en toda la tierra para pagar ni la uña del meñique del más inútil de mis conciudadanos!
Tímidamente, tal un gusano partido por el medio que habla a través de una grieta de la tierra, Juan Robertson intentó disculparse: ¡Yo no he hecho tal negociación, Excelencia! Sólo he accedido a que el director Alvear enviara en la valija postal de mi barco una carta sellada y lacrada dirigida a Su Excelencia. ¡Cobarde, además de hipócrita! ¿O no conocía usted el contenido de esa infame carta? No diré del todo que no, Excelencia. Algo me habló el general Alvear acerca de su propuesta en el fuerte de Buenos Aires. Me dijo que necesitaba sacar reclutas del Paraguay para reforzar las legiones del Río de la Plata. Yo anticipé al director Alvear que usted no se avendría a semejante negociación; que me constaba que Su Excelencia sólo canjea armas y municiones por árboles o yerba, por tabaco o cueros vacunos, ¡jamás por pellejo humano! ¡Ah esto no lo toleraría bajo ningún concepto el Supremo Dictador del Paraguay!, dije al jefe del gobierno porteño, y me negué en redondo a mediar en esta negociación. Sin embargo, aceptó traer la infame carta en su barco. Usted no trae la carta. No. La trae la maleta de su barco. Fino ardid. Discreta coartada. Además se dejó robar las armas que yo le pagué por adelantado con un cargamento de mercaderías cien veces superior a su precio. Señor, me robaron todo lo que se puede robar a un hombre. Y más. Pero estoy dispuesto a restituirle íntegramente en dinero contante y sonante el valor de la mercadería robada. ¡Claro que lo hará usted hasta el último céntimo, con más las costas por daños y perjuicios! Pero no es esto todo. Entretanto, Artigas ha enviado copias de la carta secuestrada a los cuatro vientos para que todo el mundo se entere de que mis conciudadanos van a ser vendidos como esclavos. Lo siento en extremo, Señor. La verdad de los hechos será restablecida muy pronto. ¿No sabe usted aún que la verdad no existe y que la mentira y la calumnia no se borran jamás? Pero dejemos estas vanas filosofías. Sin embargo lo que quiero saber es cuándo me serán entregadas las armas bajo embargo. Siento decir a Su Excelencia que lamentablemente eso no podrá ser. Sírvase explicarme, señor Robertson, para qué entonces sirven los cañones de la escuadra británica, que a usted le han servido para reembolsarse con creces todo lo robado. ¿Por qué no ha insistido usted ante el cónsul de su imperio, ante su compinche, el comandante de esos barcos de guerra, que me sea devuelto lo que me pertenece? ¿No respalda esa flota el protectorado británico sobre el Río de la Plata? ¿Es incapaz de impedir que se cometan impunemente actos de piratería que han despojado a mi país de un armamento necesario para su defensa? Las armas, Excelencia, se consideran artículos de guerra, y en estos casos, el cónsul y el comandante británicos se abstienen de intervenir. Esto sería vulnerar la soberanía y libre determinación de los Estados. Su Excelencia lo sabe y tampoco estaría dispuesto a permitirlo en el suyo. No me salga usted ahora con tales zarandajas. ¡Ya estoy harto de taimerías impregnadas de flema inglesa! Así es que, en resumen y finiquito de toda esta barrumbada, sus comandantes y cónsules no pueden asegurarme el libre tráfico por el río que, según el derecho de gentes y de naciones, no es patrimonio ni propiedad exclusiva de ninguno de los estados limítrofes. Así es, Excelencia. Está fuera de sus facultades, lo lamento, Señor, pero así es. De modo entonces, señor negrero, que cuando se trata de la soberanía del Protectorado hay soberanía y cuando se trata de la soberanía de un país libre y soberano como el Paraguay, no hay soberanía. ¡Espléndido modo de proteger la libre determinación de los pueblos! Se los protege si son vasallos. Se los oprime y explota si son libres. Parece que ahora no resta más alternativa que apostar al amo inglés o francés y a los que vengan después. Por mi parte, no estoy dispuesto a tolerar semejantes marrullerías a ningún imperio de la tierra .
Vea, Robertson, usted y su hermano han sido recibidos bondadosamente en esta República. Se les ha permitido comerciar con la amplitud que les ha gustado. Han traficado en todo y contrabandeado de manga ancha hasta en la contrayerba y en mulatas. 1
Me ahoga la indignación. Saco la petaquita que me dio Bonpland con el bálsamo de Corvisart. Lo aspiro en forma de rapé (¡no estaba para tisanas!), repetidas veces, hasta que toda la cara y las manos se me bañan de una fosforescencia verdosa. Juan Robertson da un paso atrás, espantado. ¡Oiga usted! ¡Ha perdido su cara, Excelencia! ¡El descarado es usted, qué conos! No sólo usted y su hermano han vivido y comerciado aquí a su antojo. Muchos otros comerciantes ingleses lo han hecho. Cuando quisieron irse se fueron. Se llevaron fortunas. Usted y su hermano han hecho aquí una fabulosa fortuna. He procurado, como usted sabe, abrir relaciones directas entre su nación y este rico país. He querido nombrar a usted mi representante comercial, mi cónsul, mi encargado de negocios ante su cámara del común. ¡Y éste es el pago que recibo! ¡Cuando pido los artículos que necesito se me dice que sus autoridades no me pueden garantizar el libre tráfico de armas! ¡Cuando se han de consultar mis intereses, se me dice que lo destinado para mi República ha de quedar a merced de montoneros y degolladores, mientras los oficiales británicos escandalosamente pasan por alto mis justas reclamaciones! Sepa entonces que no permitiré más a usted, a su hermano, o a cualquier comerciante británico residir en mi territorio. No les permitiré más comerciar con trapos ingleses. Las palabras trapos ingleses me provocan grandes estornudos. Romadizo de repugnancia. Aspiro más rapé fosfórico. Por la ventana entran nubes de cocuyos. Los reviento a puñadas. Me refriego la cara, el cuello, con las tripas de los lámpiros. Me refriego todo el cuerpo con esta grasa luminosa. La habitación se llena de lívidos resplandores. Mi cólera arde del piso al techo. La racha de estornudos vuelca la urna funeraria donde guardo rapé del Brasil. La sala se llena de una neblina negra moteada de amarillo. Lo sé ahora que lo escribo. Entonces lo vio Robertson, descandelado por esos fulgores. Ante su empavorecido estupor tranqueo yo del revés y del derecho de una pared a otra, de una orilla a otra orilla, hecho una llama verde. ¡Llévense sus malditos trapos! ¡Trapos de innobles traperos! ¡Trapos infectados de tropas de pulgas, piojos y otras especies de insectos! ¡Para nada necesitamos aquí esa cascarria traposa! Usted y su hermano deben dejar la República en veinticuatro horas si es que no quieren dejar el cuero, cumplido este plazo. ¡Permítame, Excelencia, tenemos que aprontar nuestras pertenencias!… ¡No le permito nada! ¡Ustedes no tienen más pertenencias que el roñoso trapo de su existencia! ¡Sáquenla de aquí antes de que mis cuervos siracusanos picoteen sus británicas piltrafas! ¿Me ha entendido? ¿Eh? I beg yourd pardon, Excellency!… Shut up, Robertson! Guárdese su estropajosa lengua y mándese mudar. Usted y su hermano quedan expulsos y desterrados. ¡Disponen exactamente de 1.435 minutos para soltar amarras y liberar a esta ciudad de sus pestilentes personas! ¿Me ha oído?
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