Cuando salí del Cuartel del Hospital, Patiño me trajo el parte de que la Casa de Muchachas Huérfanas y Recogidas se está con-virtiendo en un gran prostíbulo. Hasta las peores mujeres de mala vida que guardaban prisión en las cárceles han sido llevadas, Señor, a esa Casa mala donde están gozando de buena vida. Casa cuartel parece, de tan llena que está por las noches con los efectivos de urbanos, de granaderos, de húsares. Parrandean con las muchachas in cuéribus. Mucho más peor que las indias. He mandado un interventor, Excelencia. Lo han echado poco menos que a patadas. Dicen que una hembra brava, a la que nadie conoce, a lo menos nadie todavía la ha visto, es la que comanda el mujerío putero, un decir con su licencia, Señor. Sobre la puerta han clavado su Licencia en un papel firmado con su mismísima firma, Señor. Digo, sospecho, Excelencia, si no será otro pasquín perjurariocomo el que han puesto en la puerta de la catedral. He mandado poner espías, Señor. Sácalos. ¿Cómo, Excelencia? ¿No aprueba que vigilemos la Casa? ¡Saca a los espías, bribón!
Entra el provisor montado en un rollo de papel. ¿Qué le ocurre, Céspedes? Me siento muy preocupado por su salud, Excelencia. No es asunto que le incumba por ahora. Ya llegará el momento en que deba tomarse la molestia de echarme un responsito. Pensé que tal vez Vuecencia querría ordenar la venida de un sacerdote. Ya me la ha ofrecido usted. ¿No recibió la respuesta que le envié con el protomédico? ¿A qué ha venido, Céspedes, desobedeciendo mis órdenes? Pone el rollo bajo el brazo. Comienza a sobarse las manos. Lenta contradanza en torno al lecho. El sacramento de la confesión, Señor, como Vuecencia sabe… Un sacerdote… No, Céspedes, no necesito de ningún lenguaraz que traduzca mi ánima al dialecto divino. Yo almuerzo con Dios en la misma fuente. No como ustedes, piara de picaros, en opíparos platos que luego sale lamiendo el diablo. El vicario tropezó con el meteoro. Le salían chispas por los oídos. Aguarde un momento, Céspedes. Tal vez tenga usted razón. Acaso ha llegado el momento para un ajuste privado de cuentas de mis públicos hechos con la iglesia. ¡Gracias a Dios, Excelencia, que Su Señoría ha resuelto recibir el sacramento de la confesión! No, mi estimado Céspedes Xeria, no, se trata de sacramentos ni de secretamientos. Nada que confesar ni ocultar en cuanto a mi doble Persona. Ya se encargarán de eso los folicularios con o sin tonsura. En cuanto a mi comportamiento con la iglesia, ¿no ha sido generoso, magnánimo, bondadosísimo? Agregúele usted los superlativos que quiera. ¿No es así, provisor? Así es, Excelencia. Siempre se quedará corto en alabar la acción del Patronato del Gobierno sobre la iglesia católica nacionalizada de romana en paraguaya. Dejé a la iglesia que se gobernara por sí misma con entera libertad, sobre la base del Catecismo Patrio Reformado. A su paternidad le consta. Desde que Yo lo puse al frente de la iglesia como vicario general, cuando se dementó el obispo Panes, hace veinte años, usted ha venido manejando a discreción la industria del altar. Lo que resulta justo, pues según el apóstol, los que sirven en los altares es de ellos de donde han de sacar el sustento. Lo que resulta injusto es que los servidores del altar saquen de esta industria ciento más que el sustento, conforme su paternidad también lo sabe. Su Excelencia ha dicho la pura verdad. Mi gratitud será eterna por su magnanimidad… No se apure, Céspedes. Vaya a llamar al actuario y vuelva. Quiero que estas confesiones entre Patrono y Pastor figuren en acta, sin secreto ninguno. Tal debería ser la esencia del sacramento de la confesión. Santificado no por el secreto sino por la fe pública. Pecado y culpa nunca se reducen a la conciencia o inconsciencia privada. Afectan siempre al prójimo, incluso al menos próximo. Por lo que he resuelto que este ajuste in extremis sea pregonado y difundido a mi muerte en todos los pulpitos de la capital, las villas y los pueblos de la República.
¿Cuáles son mis pecados? ¿Cuál mi culpa? Mis difamadores clandestinos de adentro y de afuera me acusan de haber convertido a la Nación en una perrera atacada de hidrofobia. Me calumnian de haber mandado degollar, ahorcar, fusilar a las principales figuras del país. ¿Es cierto eso, provisor? No, Excelencia, me consta que ello no es cierto en absoluto. ¿Cuántos ajusticiamientos se han producido, Patiño, bajo mi Reino del Terror? A raíz de la Gran Conjura del año 20, fueron llevados al pie del naranjo 68 conspiradores, Excelencia. ¿Cuánto duró el proceso de estos infames traidores a la Patria? Todo lo que fue necesario para no proceder a tontas y a locas. Se les otorgó el derecho de defensa. Se agotaron todos los recaudos. Podría decirse que el proceso no se cerró nunca. Continúa abierto todavía. No todos los culpables fueron condenados y ejecutados. Algunos se salvaron. Así fue como sólo después de quince años de su muerte, el inaugural traidor de la Pa tria en Paraguay y Takuary, Manuel Atanasio Cavañas, fue descubierto en la trenza de la conjura, y sometido a la misma condena que los demás. Porque eso sí, mi estimado vicario, aquí de la justicia no se salva ningún culpable vivo o muerto. Entonces, dígame usted, provisor, contésteme si es que puede; le pregunto, considere, respóndase a sí mismo: Menos de un centenar de ajusticiamientos en más de un cuarto de siglo, entre ladrones, criminales comunes y traidores de lesa Patria, ¿es esto una atrocidad? ¿Que podría decirme, por comparecencia, del vandalaje de bandidos que hacen temblar con su cabalgata infernal toda la tierra americana? Saquean, degüellan, a todo trapo y a mansalva. Cuando han acabado con las poblaciones inermes, se degüellan los unos a los otros. Cada cual lleva atada al tiento de su montura la cabeza del adversario cuando ya la suya se le está volando de los hombros bajo el sablazo a cercén que la atará al tiento de otra silla. Jinetes decapitados galopando en charcos de sangre. Arreciando las dis tinciones y los límites, le diría que se han acostumbrado a vivir y a matar sin cabeza. Total, para qué la necesitan, para qué la quieren, si sus caballos piensan por ellos.
Arreciando las distinciones y los límites también le diría que, frente a esos atilas montaraces, me yergo humilde y me siento modesto. Jefe patriarcano de este oasis de paz del Paraguay, no uso la violencia ni permito que la usen contra mí. Digamos, en fin, aunque sea mucho y sólo por figura y movimiento de la mente, sentirme aquí un recatado Abraham empuñando el cuchillo entre estos matorrales del tercer día de la Fundación. Solitario Moisés enarbolando las Tablas de mi propia Ley. Sin nubes de fuego alrededor de la testa. Sin becerros sacrificiales. Sin necesidad de recibir de Jehová las Verdades Rebeladas. Descubriendo por mí mismo las mentiras dominadas.
Lado a lado, imposible compararme con ellos. Mas tampoco se me rebaja la honra aun si la transeúnte coincidencia con aquellos patriarcas fundadores la hubiéramos de establecer en relación de tiempo y lugar. Al fin de cuentas, también ellos tuvieron sus dificultades marcadas por nudos de cuarentenas. Moisés necesitó 40 años para conducir a su pueblo a la Tierra Prometida, y todavía andan vagando por ahí de Sión en Sión. Dimensión inalcanzable. El pobre Moisés pasó 40 días, que fueron otros cuarenta años, en el Monte Sinaí para recibir los 10 mandamientos que nadie cumple. Yo precisé menos tiempo; me han bastado 26 años para imponer mis tres mandamientos capitales y llevar a mi pueblo no a la Tierra Prometida sino a la Tierra Cumplida. Yo he logrado esto sin salirme del eje de mi esfera. Según la Biblia, el diluvio cubrió la tierra durante cuarenta días. Aquí, males y daños de toda especie diluviaron durante tres siglos y el Arca del Paraguay está a salvo.
En el Nuevo Testamento se lee que Jesús ayunó 40 días en el desierto y fue tentado por Satanás. Yo en este desierto ayuné 40 días y fui tentado por 40 mil satanases. No fui vencido ni me crucificarán en vida. Conque, ¡figúrese usted, provisor, si me preocupará la cabala cuarentaria!
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