Las Cartas y El Reino del Terror aparecieron con mucho atraso debido al extravío de los originales que El Supremo pareció prever y pronosticar: «En una de aquellas noches del pasado enero -dicen los Robertson- cuando todas las cosas inanimadas de la naturaleza se habían congelado, cuando los aminos se hallaban cubiertos de nieve y las aceras resbaladizas, uno de los autores de estas Cartas sobre el Paraguay viajaba, en ómnibus de Londres a Kensington. Llevaba bajo el brazo el manuscrito de la obra. Al bajar del coche, la aparición de un negro casi espectral, cubierto de capa y tricornio, le cerró el paso, mirando fijamente al viajero. Éste resbaló y cayó sobre el hielo. La extraña aparición se volvió más espectral aún contra el débil destello del mechero de gas. Luego se desvaneció. Por un momento quedó aturdido a causa del golpe y del susto. En cuanto pudo, se incorporó y se alejó del lugar cojeando muy dolorido. Había caminado apenas algunos minutos cuando sintió que se le habían dormido los dos brazos, además de la penosa renguera. En ese momento, su conciencia extraviada tuvo la súbita revelación de que había perdido el manuscrito. Volvió al malhadado sitio de la caída. Buscó y removió la nieve perturbado por el difuso temor de encontrarse de nuevo con el afantasmado personaje. No reapareció éste; mas tampoco aparecieron los papeles. Al día siguiente fue anunciada la pérdida en carteles y periódicos. Se ofrecieron gratificaciones. Pero nunca más pudimos volver a poner los ojos sobre las cuartillas perdidas. Unos días después recibimos un billete anónimo donde se nos decía: Vuelvan al Paraguay. Allá encontrarán el manuscrito. Pensamos en una ocurrencia de mal gusto hecha por algunos de nuestros amigos. No volvimos al Paraguay, desde luego. Más fácil era rehacer las Cartas, que obtuvieron el más lisonjero de los éxitos. En tres meses la edición estuvo agotada, antes aún de que las molestias de la cojera y el hormigueo de los brazos desaparecieran del todo. No faltaron, sin embargo, algunos reparos y críticas. Thomas Carlyle, por ejemplo, nos trató duramente. Él veía en el Supremo del Paraguay al hombre más notable de esa parte de América. Despedía una luz muy sulfurosa y sombría que brillaba en su espíritu -afirma el cultor de los Héroes-, pero con ella iluminó el Paraguay lo mejor que pudo. En fin, opiniones adversas como las del gran Carlyle, en lugar de desmerecer nuestra obra aumentaron su prestigio por el hecho de que hombres de su talla la tuvieron en cuenta; lo que contribuyó muchísimo a su promoción y difusión».
Por otra parte, algunos autores contemporáneos sostienen que las Cartas en cierto modo son apócrifas; es decir, que los Robertson se atribuyeron, al menos parcialmente, la paternidad de un material espigado en los muchos libelos que sobre El Supremo corrían en el Río de la Plata por aquella época. Si se toman en cuenta las propensiones «acopiativas» que hicieron la fortuna y finalmente la ruina de los Robertson en sus andanzas south-americanas, la afirmación no carecería de alguna verosimilitud. La «unidad de estilo» de los ex comerciantes convertidos en memorialistas o novelistas, su habilidad para «pintar soberbios retratos» y otras virtudes literarias se hallan presentes, en efecto, en los volúmenes de las Canas y en El Reino del Terror, pero no excluyen la probable impostura. El extravío del manuscrito «loco» confesada o inventada por los autores, delata esta posibilidad. La refuerza aún más el episodio, sin duda no menos fraudulento, del fantasmagórico encontronazo en una callejuela de Londres con el sombrío espectro, muy al gusto de la literatura de misterio ya en boga por entonces. Los autores parecen querer insinuar la aparición de trasmundo de El Supremo con el fin de robarles el manuscrito que, según ellos, sería su lápida. De seguro los autores consideraban ya «finado» a su antiguo anfitrión y podían tomarse un doble desquite endosándole este «ladronicidio» de ultratumba bajo la impunidad de una pueril novelería. Pero El Supremo se hallaba aún vivo en Asunción, esperando poder leer las anunciadas obras que aparecieron por fin en 1838 y 1839, poco antes de su muerte. (N. del C.)
Ansiosos de vender sus recuerdos, el alma que ya no tienen al diablo de un imaginario lector, la especie más nefaria que conozco, inventan para su deleite afro-disíaco patrañas, calumnias, hechos imaginarios. Relatan como ajenas sus propias perversidades.
No tanto por dar el gusto a estos zalameros turiferarios del dinero y del poder, cuanto por usarlos al servicio del país que ellos usaban para hacer pingües ganancias, pensé nombrarlos mis representantes ante la Gran Bretaña, o sea la Inglaterra, como subditos de ella. Hacía rato que venían cargoseándome con las súplicas de que les concediera este cargo. Para ellos, una distinción sin segundo, al par que un nuevo medio de ampliar y aumentar su fortuna de traficantes y contrabandistas con patentes de inmunidad diplomática. No ignoraba por supuesto que los propósitos de estos codiciosos mercaderes no eran los de colaborar lealmente en la prosperidad económica de nuestra Nación sino fomentar aún más la suya. A sus segundas intenciones opuse las mías, que siendo las terceras eran las primeras.
Mandé llamar, pues, a Juan Parish Robertson, el mayor de los hermanos, y le planteé el asunto con mi habitual franqueza.
J. P. Robertson, en sus Cartas sobre el Paraguay, relata así la entrevista:
«Un oficial de la guardia del palacio llegó esa noche con el irrecusable mensaje: -Manda El Supremo que pase usted a verlo inmediatamente.
»Salí con el ayudante, un alférez negro, rancio de grasa de cocina y de hollín. Se sabía lo que significaban las visitas de estos nebulosos "officiers" del regimiento escolta. Marchaba delante de mí invisible, salvo su blanca chaqueta de lancero; de modo que yo acudía a ese encuentro, que nada bueno presagiaba para nuestra suerte, con la sensación de acompañar a una fétida sombra uniformada sin más ruido que el roce de un espadín.
»Cuando llegué al palacio fui recibido, sin embargo, por El Supremo con más bondad y afabilidad que de ordinario. Su aspecto se iluminaba con expresión casi vecina a la jovialidad. Su capa mordoré colgaba de sus hombros en graciosos pliegues. Parecía fumar su cigarro con desacostumbrado deleite, y contra su costumbre de encender una luz en su humilde salita de audiencias, esa noche se hallaban encendidas dos grandes velas del mejor baño de sebo sobre la mesita redonda de un pie, a la que no podían sentarse más de tres personas: la mesa de comer del Absoluto Señor de aquella parte del mundo. Dió-me la mano muy cordialmente: -Siéntese, señor don Juan-. Arrastró su asiento junto al mío y expresó su deseo de que le escuchase muy atentamente.
»-Usted sabe cuál ha sido mi política con respecto al Paraguay. Sabe que han querido acollararme a las otras provincias donde reina el malvado germen de la anarquía y de la corrupción. El Paraguay está en condición más pingüe que cualquier otro país. Aquí todo es orden, subordinación, tranquilidad. Pero desde el momento que se pasan sus fronteras, como usted mismo lo ha podido comprobar, el estampido del cañón y el son de la discordia hieren los oídos. Todo es ruina y desolación allá; aquí, todo prosperidad, bienestar y orden. ¿De dónde nace todo esto? Pues, de que no hay hombre en América del Sur, fuera del que habla, que comprenda el carácter del pueblo y que sea capaz de gobernarlo de acuerdo con sus necesidades y aspiraciones. ¿Es esto verdad o no? -me preguntó. Asentí. No podía decirle que no, pues El Supremo no admite que se le contradiga.
»-Los porteños son los más veleidosos, vanos, volubles y libertinos de cuantos estuvieron bajo el dominio de los españoles en este hemisferio. Claman por instituciones libres, pero los únicos fines que persiguen son la expoliación y el engrandecimiento de sus intereses. Por consiguiente, he resuelto no tener nada que hacer con ellos. Mi deseo es entablar relaciones directamente con Inglaterra, de gobierno a gobierno. Los barcos de la Gran Bretaña surcando triunfalmente el Atlántico entrarán en el Paraguay, y en unión con nuestras flotillas desafiarán toda interrupción del comercio desde la desembocadura del Plata hasta la laguna de los Xarayes, quinientas leguas al norte de Asunción. Su gobierno tendrá aquí ministro, y yo tendré el mío en la corte de Saint James. Sus compatriotas comerciarán en manufacturas y municiones de guerra, y recibirán en cambio los nobles productos de este país.
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